Cualquiera que haya terminado el bachillerato (al menos el que yo estudié) y que se plante delante del mapa de las placas tectónicas, el que dice cuántas son, cómo, cuánto y hacia dónde se mueven, concluirá inevitablemente dos cosas. La primera es una perogrullada: el planeta, en términos geológicos, funciona a una velocidad más o menos constante, pero la vida –incluida la de la especie humana– funciona a otra muy distinta, muchísimo más rápida. La vida, que es un efecto sorprendente y rarísimo de los fenómenos geológicos, físicos y químicos, trata de mantenerse igual que la espuma intenta sobrevivir a los movimientos del mar. Es una cuestión de suerte, pero de una suerte echada e inexorable.
La segunda conclusión es más dura. Si tuviésemos en cuenta los condicionantes geológicos –cosa que no hacemos, eso es imposible–, hay zonas del planeta que no deberían estar pobladas; países enteros, regiones que deberían abandonarse. Chile. Japón. El sur de Andalucía, casi todo el Mediterráneo oriental, desde luego California, la práctica totalidad del Sudeste asiático. México. Perú, Ecuador, Centroamérica. Media China. Y desde luego Turquía, Siria, Irán… Más de la mitad del planeta. Algo completamente inimaginable.
Desde 1950 para acá, Turquía ha sufrido unos 120 seísmos de cierta importancia. Eso es lo mismo que vivir sobre la tapa de un caldero con agua hirviendo. La mayoría de esos movimientos (los dos últimos, tremendos, se produjeron con una diferencia de muy pocas horas, hace tres días) han causado terribles mortandades y desde luego una enorme devastación. Pero la gente sigue viviendo allí, como sigue viviendo en la Toscana, en Málaga, en Los Angeles, en Teherán, en Tokio o en el DF mexicano. O en la isla de La Palma. Una vez que la tierra vuelve a quedarse quieta, aunque solo sea aparentemente, enterramos a los muertos, apartamos los escombros, volvemos a levantar los edificios en el mismo sitio y con los mismos materiales de siempre (más valdría que hiciéramos las casas de cartón: son igual de seguras y mucho más baratas) y todo el mundo se pone a rezar a sus dioses para que impidan que el desastre se repita.
Pero los dioses, sean los que sean, pueden hacer muy poco para evitarlo, porque las colosales y lentísimas embestidas entre las placas tectónicas sobre las cuales construimos nuestra rápida, azarosa y fragilísima vida, no dependen de ellos. Las leyes de la Física no obedecen a ninguna invención humana, como son los dioses, y funcionan según mecanismos inexorables y universales que nosotros apenas estamos comenzando a atisbar ahora, en las últimas décadas.
Nuestra prodigiosa capacidad de pensar, imaginar e inventar no sirve para nada ante los fenómenos de la naturaleza. Somos, en realidad, un accidente
El ser humano ya puede destruir por completo la vida sobre la tierra, pero es completamente incapaz de detener, mitigar o siquiera predecir el más pequeño terremoto de los 19.000 que se registran al año en el mundo, entre grandes y pequeños. Lo mismo pasa con los volcanes, los tsunamis, el delicado flujo de las corrientes marinas, los huracanes y tantas cosas más que nos dan y nos quitan la vida: estamos prácticamente inermes ante todo eso. Nuestra prodigiosa capacidad de pensar, imaginar e inventar no sirve para nada ante los fenómenos de la naturaleza. Somos, en realidad, un accidente, una inaudita combinación de casualidades y de raras condiciones favorables para un extraño guiso. Los primeros humanos dignos de tal nombre echaron a andar hace, como mucho, 300.000 años; sus más remotos antepasados aparecieron hace entre cuatro y cinco millones de años. Eso, en términos geológicos, es un momento, apenas un segundo, y perfectamente podría no haberse producido. En todo esto tuvo una importancia decisiva el azar.
La vida ha intentado establecerse sobre este planeta cinco veces. Las cinco han concluido con un completo fracaso, si bien es cierto que cada nuevo comienzo se producía sobre los restos del desastre anterior; nunca la tierra ha vuelto a ser una bola de lava y fuego, como lo fue hasta hace 3.800 millones de años. Pero la próxima extinción, llegue cuando llegue (y ojalá no la provoquemos nosotros, que ahora sí podemos hacerlo), es completamente inevitable. Los últimos y brutales terremotos de Turquía no son más que un pequeño aviso de todo eso; una anécdota, un detalle mínimo en el proceso evolutivo de un planeta que funciona sin contar con nosotros y que, un día, volverá a destruirlo todo… para volver a empezar. Son un detalle diminuto del que, a la vista está, no aprendemos nada… porque no es posible, porque el ritmo de nuestra existencia (nacimiento, crecimiento, muerte) es miles de veces más veloz que la cadencia, puramente física, con que se mueven las masas incandescentes en el interior del planeta.
Usamos todos los días la palabra eternidad sin darnos cuenta de que eso es otra excrecencia de nuestra imaginación. No existe. Nunca ha existido nada eterno. Ni siquiera el tiempo
Y así levantamos arcos y catedrales, escribimos libros, creamos fronteras y países, inventamos dioses para ver si logramos engañar a la muerte, nos enamoramos y nos reproducimos, traicionamos a los amigos, enviamos al cielo telescopios que sin la menor duda sobrevivirán a la humanidad, nos matamos unos a otros cada cierto tiempo, dejamos que nos envenene el ansia de poder, hacemos planes, horadamos túneles por los que no caben los trenes y usamos todos los días la palabra eternidad sin darnos cuenta de que eso es otra excrecencia de nuestra imaginación. No existe. Nunca ha existido nada eterno. Ni siquiera el tiempo.
Y sin embargo somos grandes; somos, quiero creer, lo más grande que existe en la parte del universo que conocemos. Miren si no. Un par de terremotos severos devastan varias ciudades en un lugar pobre y lejano que no hemos visto jamás. Nunca habíamos oído esos nombres. No sabemos quién es esa gente remota. Si siquiera tenemos idea de que la catástrofe se ha producido a dos pasos del lugar que guarda los primeros restos de algo que podríamos llamar civilización, Göbekli Tepe. Qué importa eso.
Lo más fácil, en esas circunstancias sería mirar para otro lado, pero no lo hacemos. Tan solo en nuestro país, miles de personas hacen cola en medio del frío para llevar a varios sitios mantas, zapatillas, abrigos, leche condensada, galletas, paquetes de café o pasta, lo que sea, para que lleguen a esas gentes distantes a las cuales ninguno veremos nunca, salvo por la tele. No importa la distancia, no importa el idioma, no importa la religión. Lo único que importa es ayudar a calmar un sufrimiento que (todos lo sabemos) podría ser el nuestro cualquier día. Miles de personas, repito. Gente anónima, como ustedes y como yo. Gente que no sabe lo que son las placas tectónicas ni puñetera falta que les hace, pero que sí sabe lo que es el sufrimiento. Gente buena.
Lo que hacen, sin decir nada ni dar voces, es llevar calcetines y latas de atún y paquetes de espagueti a la embajada de Turquía, a Cáritas, a la Cruz Roja, a donde se les ocurre
Podrían estar entretenidos con las mil engañifas y los mil espectáculos que ahora mismo tintinean ante nuestras narices. Podrían estar pendientes de Ramón Tamames y su último triple salto mortal, o podrían jugar a tomar partido en el avispero del “solo sí es sí”, como quien rellena una quiniela; o podrían dedicarse a decir cuñadeces sobre la nueva (¡ale, hop!) Superliga de Florentino, o entretenerse con la que nos está liando Netflix, o con las lamentaciones jeremíacas de Teo García Egea, yo qué sé; lo que no faltan son distracciones para gentes que no tienen problemas para pagar la calefacción.
Pero no lo hacen. Miles de personas en Madrid, en muchas ciudades más de España, en Europa, en medio mundo. Lo que hacen, sin decir nada ni dar voces, ni montar ninguno de los pollos habituales, es llevar calcetines y latas de atún y paquetes de espagueti a la embajada de Turquía, a Cáritas, a la Cruz Roja, a donde se les ocurre. Nadie se lo ha pedido. Pero lo hacen, pueden verlo ustedes ahora mismo si salen a la calle. Lo han hecho más veces antes. Y saben que les tocará volver a hacerlo más adelante.
Esa es la gente que hace grande, única, admirable y memorable a la especie humana, mucho más que el telescopio James Webb (que también, ¿eh? Que también). Esa es la gente que suele morir en las guerras, pero por la que merece la pena vivir y esperar que la sexta gran extinción tarde todavía bastante. Esa es la gente que deja en ridículo el teatrillo de títeres de la política. Esa es la gente de la que está hecha la historia de la humanidad. Esa gente es el mar, no la espuma que le sale por arriba.
La gente que ayuda sin que se lo reclamen. La gente solidaria, la gente con corazón. La gente buena. La gente que no sabe exactamente dónde se ha producido el terremoto pero eso les da igual, como les dará igual enterarse de que el seísmo ha sido culpa de Pedro Sánchez, algo que sin la menor duda tienen que estar a punto de decir el diputado Echániz o Cuca Gamarra (que te me despistas, Cuca, mi vida, que te distraes, que no estás a lo que estás, que ya tenías que haberlo dicho tú sola; aaay, Señor).
Chus
Aunque discrepo justo al final, buen artículo, Sr. Algorri. Gracias (de nuevo)
Norne Gaest
Me parece que este señor no da la talla Se pone a sermonearnos como auto asignado portavoz de los afanes del ser humano (con cursilería, efectivamente), y acaba en el barro de sus sesgos sectarios evidentes
Wesly
Hechos, Sr. Algorri, hechos. Son hechos objetivos que Pedro Sánchez nos prometió que no pactaria con Podemos, con los independentistas catalanes y con los herederos de ETA y lo hizo, y los mantiene como socios preferentes, que derogó el delito de sedición y edulcoró el de malversación para contentar a los delincuentes juzgados y condenados que le dan soporte, que se encuentra en pleno proceso de colonización de las principales instituciones del Estado, fiscalía y Poder Juducial incluidos, colocando en ellas a sus peones más obedientes y sectarios, que nombró ministra a Irene Montero, aprobó su ley del si es si y la defendió hasta anteayer. Al parecer Ud. considera que estos hechos (y otros muchos) no merecen ser citados en su columna de hoy. Prefiere hablar no de hechos sino de elucubraciones y acusar al PP de pretender achacar a Pedro Sánchez la responsabilidad del terremoto de Turquia. Su sectarismo supera lo imaginable, Sr. Algorri. no le da a Ud. vergüenza arrastrarse como lo hace entre tanta inmundicia?. Le compensa?.
vallecas
Es imposible ser mas cursi D. Luis, y visto como finaliza su columna, inmoral.
joluisma
Es un Buen INSTRUCTOR y PADRE.Llevó a su hijo a los PUTICLUBS, a la DROGA, etc. eS UN buen padre Y MEJOR influencer DENTRO DE LA judicatura, POR LO MENOS EN LAS SENTENCIAS DE SU hijo