Opinión

¡Ya ni siquiera se esconden!

El nuevo ministro de Política Territorial y Memoria Democrática, el profesor canario Ángel Víctor Torres, inauguró hace unos días un acto académico de historiadores y juristas en la universidad Rey Juan Carlos de Madrid. El tema de e

El nuevo ministro de Política Territorial y Memoria Democrática, el profesor canario Ángel Víctor Torres, inauguró hace unos días un acto académico de historiadores y juristas en la universidad Rey Juan Carlos de Madrid. El tema de estudio era la larga represión de la dictadura franquista contra los masones. El ministro, que hasta donde yo sé no es masón, habló muy pocos minutos y dijo que las Logias masónicas eran “escuelas de ciudadanía cuyos miembros fueron perseguidos, señalados y condenados durante la dictadura (…) Ahora su honor está siendo restituido desde la memoria democrática”.

Nada más. Es una noticia muy menor. El interés académico por la represión franquista a la masonería es algo bastante corriente. Hay, incluso, una cátedra sobre estas cosas en la Universidad de Zaragoza y un Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española que dirige el jesuita José Antonio Ferrer Benimeli. El ministro Torres tomó su expresión “escuelas de ciudadanía” de un memorable libro, La Masonería, escuela de formación del ciudadano, cuyo autor es otro jesuita, Pedro Alvarez Lázaro. El ministro, seguramente por las prisas, olvidó decir que los masones fueron “perseguidos, señalados, condenados”… y más cosas, porque los masones (o sospechosos de serlo) asesinados por los franquistas fueron alrededor de 15.000 y quienes fueron exiliados, encarcelados, privados de su trabajo y represaliados de mil formas por aquel “delito” pasaron de 80.000, como los historiadores saben muy bien porque todo eso está en el Archivo de Salamanca. Lo curioso es que, cuando Franco y los demás generales se sublevan en 1936, el número total de masones en España rondaba los 6.000.

Lo de las jornadas del ministro es una noticia muy pequeña, repito. Nadie la ha dado… salvo dos digitales de la derecha más bestia, cuyos nombres no mencionaré. Dos fábricas de fake news que han usado también esta vez su habitual tono chulesco, cuñao y perdonavidas para acusar al ministro de “blanquear la masonería” con su intervención universitaria. Tampoco es nada nuevo, siempre lo hacen. Lo llamativo es que en esa letrina de la expresión humana que siempre hemos llamado Twitter se encadenaron, bajo una de esas dos “noticias”, varios cientos de comentarios que ahí siguen y que van desde la patética ignorancia hasta lo delictivo, amenazas de muerte incluidas, pasando por todo género de insultos, improperios y escupitajos. Varios cientos. Y había uno que se repetía con curiosa frecuencia: “¡Hay que ver! ¡Ya ni siquiera se esconden!”. Como si lo normal y lo deseable fuese que los masones estuviesen escondidos para evitar que les apaleasen las escuadras de patriotas. Otra vez.

Muchos de mis hermanos y hermanas, a estas alturas del siglo XXI, no pueden permitirse el lujo de decirle a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, que son masones

Yo tengo el orgullo de que mis hermanos masones me reconozcan como uno de ellos, que es la dulce, humilde y poética forma que tenemos los masones de decir que lo somos. Pertenezco a la masonería, lo he dicho aquí cien veces. No lo he ocultado nunca, ni un solo día de estos casi 17 años (en junio próximo los cumpliré) que han pasado desde que aquella menguada tropilla de chalados llenos de ilusión me dejaron entrar en la que sigue siendo mi Logia, Arte Real de Madrid. No, yo no me escondo. He publicado decenas de artículos, he dado conferencias, he impartido cursos, siempre con mi nombre y apellidos. En mis redes sociales aparece desde el principio mi condición –orgullosa– de masón. Soy afortunado, eso sí lo sé. Porque muchos de mis hermanos y hermanas, a estas alturas del siglo XXI, no pueden permitirse el lujo de decirle a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, que son masones. Algo que es perfectamente normal y aun timbre de prestigio en todo el mundo occidental, desde Serbia a Islandia, desde Finlandia a Portugal, en España sigue siendo algo mal visto por parte de la sociedad. La parte más tenebrosa, fanática e ignorante, por decirlo suavemente. La que se sorprende de que muchos ya no nos escondamos y que nos sigue amenazando de muerte, aunque no sepa por qué. Es inaudito pero es la realidad.

La organización nacional a la que pertenece mi Logia, la Gran Logia Simbólica Española (GLSE), ha experimentado un crecimiento asombroso en los últimos tres o cuatro años. No es propaganda, es la pura verdad. No todos, pero la mayoría de las personas que “llaman a la puerta”, como decimos allí, son jóvenes, entre los, 25 y los 40. Da gloria conocerlos y hablar con ellos porque, por razones de edad, no tienen ya los prejuicios contra la masonería que padecieron sus padres y abuelos; prejuicios inoculados a conciencia por el franquismo… y por la parte más rancia y lóbrega de la Iglesia católica, enemiga frontal de la masonería como de todo grupo de librepensadores. Esa Iglesia tridentina del Extra ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación) que durante casi todo el siglo XX ha tenido en España más poder que en ningún otro país europeo, salvo, quizá (y no siempre) Irlanda y Polonia.

Franco tenía una obsesión patológica con la masonería. Esa obsesión procedía de sus circunstancias familiares (su padre y su hermano Ramón, a los que no quería nada, eran masones), de sus muy escasas y muy mal elegidas lecturas (la autodenominada “reacción española”: Vázquez de Mella, los Nocedal, la patraña de los Protocolos de los sabios de Sión, por ahí seguido) y de su infinita capacidad de rencor, porque intentó hacerse masón dos veces, una en Marruecos y otra en Madrid, y no le dejaron entrar: le dijeron que, si quería trepar, que se buscase otra cuerda. No lo perdonó jamás.

Unos son creyentes, otros no; unos son de izquierdas, otros de derechas; unos del Madrí, otros del Barsa. Pero nos esforzamos en dejar fuera todo eso, lo mismo que los malditos egos y vanidades

Mi logia, como otras, organiza de vez en cuando lo que llamamos “tenidas blancas”: invitamos a personas que no pertenecen a la institución a pasar un par de horas con nosotros y a que vean lo que hacemos. Esas reuniones son siempre, pero siempre, un auténtico éxito. ¿Y qué es lo que hacemos? Lo esencial, lo más importante, es aprender a llevarnos bien unos con otros; a convivir, a respetarnos, incluso a tomarnos afecto, siendo como somos completamente distintos unos de otros. Eso es dificilísimo, pueden creerlo. Unos son creyentes, otros no; unos son de izquierdas, otros de derechas; unos del Madrí, otros del Barsa. Pero nos esforzamos en dejar fuera todo eso, lo mismo que los malditos egos y vanidades y presuntuosidades, y aprendemos a apreciar, a valorar lo que somos como personas. Por encima de las diferencias. Aprendemos unos de otros (estudiamos mucho) y sobre todo aprendemos que lo más importante es la convivencia en paz, la construcción de un futuro mejor para todos. Aprendemos a conocernos mejor a nosotros mismos. Es lo más difícil que he hecho en toda mi vida.

Eso es lo que enseñamos a quienes nos visitan. Y nos suelen mirar con una sonrisa pasmada, porque eso es algo que la gente no suele intentar siquiera, y luego nos ametrallan a preguntas, que es lo mejor de todo. Al final, como soy uno de los viejos y veteranos, casi siempre me dejan hablar a mí. Y digo siempre lo mismo: “Ya habéis visto lo que hacemos. Ya habéis comprobado que aquí no pretendemos dominar el mundo, que no hay conspiradores, ni satanismos, ni bailamos alrededor de cabras ni hacemos ninguna de todas esas gilipolleces que los dictadores de todas clases y los defensores del gran negocio del pensamiento único empezaron a inventar sobre nosotros hace tres siglos. Pues bien, ¡contadlo! ¡Salid a la calle y, si os preguntan, decid la verdad de lo que habéis visto! ¡Echadnos una mano para espantar las mentiras!”.

Para mí, eso se acabó

Suele funcionar. Lo mismo que el tremendo esfuerzo de visibilización y normalización que hacemos en redes sociales. Pero es un trabajo cuyos frutos, estoy convencido, no llegarán en muchos años. Mientras haya cientos de animales de bellota que vomitan en las redes lo peor que tienen (¿lo único que tienen?) porque alguien les ha dicho que odiar a la masonería es ser de derechas, aunque no tengan ni la más leve idea de qué es y para qué sirve aquello a lo que tanto dicen odiar, ese trabajo no terminará.

Pero ¿escondernos? ¿Otra vez? No, monina del Twitter. Ni de coña. Al menos para mí, eso ya se acabó. Por más que me amenaces.

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