Opinión

Yo no sé que te diera por un beso

Cuando escribo estas líneas, en la mañana del jueves, Luis Manuel Rubiales Béjar sigue siendo presidente de la Real Federación Española de Fútbol. No ha dimitido ni ha sido destituido. Tampoco ha sido encerrado en la celda que el cond

  • El beso de Luis Rubiales a la jugadora Jenni Hermoso -

Cuando escribo estas líneas, en la mañana del jueves, Luis Manuel Rubiales Béjar sigue siendo presidente de la Real Federación Española de Fútbol. No ha dimitido ni ha sido destituido. Tampoco ha sido encerrado en la celda que el conde de Montecristo ocupaba en el castillo de If. Ni ha sido interrogado en las mazmorras de la Santa Inquisición, aunque yo creo que no puede tardar.

Mi pregunta ante todo este maremágnum es: ¿de qué nos extrañamos? Este Rubiales puede que no sea la norma, esperemos que no, pero de ninguna manera es una excepción. Se sigue emitiendo en Movistar una serie que a mí me pone los pelos de punta: La Liga de los hombres extraordinarios. Habla sobre los dirigentes del fútbol español hace unos años, tampoco muchos. Comparado con Jesús Gil o con Ruiz-Mateos, por mencionar solo dos nombres porque hay muchos más, este Rubiales es más elegante y exquisito que George Clooney.

Quiero decir con esto que Rubiales es una consecuencia lógica de un contexto –el del fútbol– que lleva ahí décadas, muchas décadas, y que ha evolucionado mucho menos y mucho peor que el resto de la sociedad. Alguno de ustedes recordará cómo Santiago Bernabéu estuvo a punto de degollar a Alfredo Di Stéfano, que era el niño de sus ojos, porque se le ocurrió prestar su cara (y nada más) para hacer un anuncio publicitario de medias de señora. Ese machismo, con sus daños colaterales como la homofobia, el racismo o la violencia callejera, no solo no ha disminuido con los cambios de mentalidad generales sino que ha ido claramente a peor. Rubiales y su beso no robado, sino forzado e impuesto, no son una excepción. Son una consecuencia que se me antoja inevitable.

¿Todos los aficionados al fútbol son unos gañanes y unos cuñaos como este sujeto? Está claro que no; buenos estaríamos si tantos millones de personas estuviesen dispuestas a comportarse como simios para celebrar un triunfo deportivo, por importante que sea. Pero díganme ustedes un deporte, uno solo, en el que los clubes o los estadios consientan, y muchas veces propicien, la proliferación de grupos organizados de homínidos que disfrutan insultando a los jugadores por ser negros, por ser guapos (“Guti maricón”, ¿recuerdan?) o por ser feos, por ser de otro sitio, por haberse ido a otro club o por el motivo que se les antoje.

Es completamente inimaginable que un dirigente nacional del tenis, del basket, del waterpolo o de lo que sea, celebre un triunfo agarrándose gozosamente la 'güebera'

Eso no existe más que en el fútbol. Ni en el baloncesto, ni en el rugby, ni en el balonmano ni en ninguno más. Hay deportes, como el tenis, en el que el público puede llegar a enfrentarse con un jugador… porque se comporta o se ha comportado con mala educación o poco caballerosamente, como le pasó al norteamericano Taylor Fritz en el pasado Wimbledon o como le pasa al impresentable de Nick Kyrgios cada vez que pisa la pista (gracias a Dios, cada vez la pisa menos). Pero jamás jaleará el público a un destripaterrones y es completamente inimaginable que un dirigente nacional del tenis, del basket, del waterpolo o de lo que sea, celebre un triunfo agarrándose gozosamente la güebera, como hizo este Rubiales a un metro de la reina de España cuando la selección nacional logró el triunfo en Sídney. Eso no es solamente una falta de educación. Es un síntoma.

Lo que sí me ha sorprendido es que Rubiales se alegrase tantísimo del éxito de España en un partido de fútbol de tías, así lo diría él sin la menor duda. El fútbol femenino lleva existiendo en España desde hace más o menos cuarenta años, pero solo ahora, en los últimos cuatro o cinco, se le ha empezado a tomar verdaderamente en serio. Hasta entonces servía para celebrar partidos benéficos en los que las “folklóricas” se enfrentaban a las “finolis” (Lola Flores, Rocío Jurado, Encarnita Polo, Marujita Díaz, etc.) y para que se rodasen algunas películas en las cuales las mujeres quedaban como seres aún más imbéciles que sus novios o maridos: es el caso de Las Ibéricas F. C., de Pedro Masó. Era una cosa exótica. Poco más que una broma. Pero Franco aún estaba vivo.

El beso famoso fue algo peor que un acto de machismo. Fue una tremenda falta de respeto hacia una persona cuyo trabajo depende, en buena medida, del agresor

Sin embargo, a la vista de los hechos, es más que evidente que Rubiales sigue pensando (y no es el único) que el fútbol femenino no está jugado por futbolistas, sino por tías que juegan al fútbol. Que no es lo mismo ni mucho menos. Algo que los aficionados testosterónicos, como él, siguen mirando con una sonrisa de conmiseración, como cuando juegan niños o discapacitados.

Afortunadamente ya no es así para la inmensa mayoría. El fútbol femenino empieza a mover multitudes comparables al masculino. Y ha cobrado ventaja sobre él en algo que a mí me parece importantísimo: los “ultrasures” y los simios se han quedado fuera. A esos partidos no van. A ver lo que dura tanta dicha.

El beso famoso fue algo peor que un acto de machismo. Fue una tremenda falta de respeto hacia una persona cuyo trabajo depende, en buena medida, del agresor. Imaginen a un periodista que está en su mesa escribiendo. A su alrededor hay varios compañeros y compañeras. En esto que aparece por allí el director, de muy buen humor, y por hacer una gracia, en broma, ¡sin mala intención!, le suelta una bofetada al periodista con el dorso de la mano. Y luego se ríe. Es el único que se ríe, claro. Los demás palidecen. El periodista, sin decir nada, se levanta, se pone el abrigo y se va a la calle. Cuando está en el taxi, cerca ya del domicilio de su abogado, suena su móvil y otro compañero le dice: “Ten cuidado con lo que haces, que este tío te puede despedir”. Al día siguiente, el director llama al agredido a su despacho y le dice: “Oye, si ayer me pasé un poco a lo mejor tengo que pedirte disculpas”. Y el agredido, rojo de indignación por la “excusa” que no lo es en absoluto, se calla, se va a su mesa y finge que no ha pasado nada (todos lo fingen), porque el agredido sabe muy bien que lo que le dijeron es cierto: el jefe le puede despedir. Y eso sería una tragedia para él, como para cualquiera.

Qué oportunidad para que Sánchez hubiese cogido la cara del gañán con las dos manos y le hubiese atizado un beso en plenos morros. A ver qué le habría parecido, caramba.

Cambien la bofetada por el beso forzado a Jenni Hermoso y comprobarán que el fondo del asunto es el mismo: estás aquí porque yo he querido, guapa, y si yo quiero te vas, o no vuelves más. Así que, si estoy contento y me apetece darte un beso, tú te callas, te guste o no.

¿Es grave? Claro que lo es, como todas las faltas de respeto, como todos los abusos. Pero es algo más que grave: es frecuentísimo, con beso o sin beso. El jefe que se cree dueño de un cortijo o de una plantación de algodón en Alabama, y que está convencido de que sus empleados son, en realidad, propiedades suyas: puede hacer con ellos lo que quiera. El dueño que ejerce silenciosa y frecuentemente el derecho de pernada con la encargada del restaurante; y todos lo saben, pero nadie lo menciona siquiera. Ustedes conocerán, sin duda, numerosísimos ejemplos que les tocan de cerca. Rubiales es uno más.

Incluso el cursi de Gustavo Adolfo Bécquer sabía perfectamente que los besos se piden o se obtienen, no se exigen ni se imponen: “Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo. Por un beso… ¡Yo no sé qué te diera por un beso!”. Pero cómo esperar que este Rubiales haya leído a Bécquer.

En cualquier caso, este penoso incidente ha servido para que Pedro Sánchez haya demostrado una falta de reflejos muy rara en él. La selección nacional de fútbol femenino fue al palacio de La Moncloa, con la copa del mundo, a recibir la felicitación del presidente del Gobierno. Estaba Rubiales, cómo no. Una por una, en fila, las chicas fueron pasando ante Sánchez, quien las iba felicitando y les daba dos castísimos besos en las mejillas. Cuando pasó Rubiales, con cara de dolor de estómago, el presidente se limitó a estrecharle la mano.

Qué ocasión perdida. Qué oportunidad para que Sánchez hubiese cogido la cara del gañán con las dos manos y le hubiese atizado un beso en plenos morros. A ver qué le habría parecido, caramba. A ver cómo le habría sentado…

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