A Yolanda Díaz no le gusta Podemos… y se le empieza notar; Mucho, demasiado, diría yo, para alguien que debe todo de su fulgurante carrera política a los morados y, sobre todo, para quien tanto va a necesitarles si apunta tan alto como dice Iván Redondo y acaba siendo “presidenta” (sic) en sustitución de Pedro Sánchez. Siendo sincero, creo que esto último no lo veremos nunca, diga lo que diga el ex todopoderoso asesor áulico del líder socialista, pero en política nunca significa depende. Así que voy a dar un margen a tal hipótesis
Y desde esa perspectiva bien me parece que Díaz ejerza por los platós de estrella rutilante desideologizada -fashionaria la apoda algún malvado compañero socialista- cual personaje del año en los barómetros del CIS y en casi todos los sondeos, pero eso no predetermina nada. La valoración de líderes de una lista presentada al encuestado un minuto antes de su respuesta solo mide el grado de rechazo primario y cuasi visceral a un candidato, no su apoyo concreto a otro/a. Por no medir, la valoración de líderes no mide ni el grado de conocimiento, inducido por una lectura in situ y rápida de la lista.
Si estuviera vivo, a Díaz se lo podría explicar el arquitecto que fue de esta democracia, Adolfo Suárez. Después de ejercer de fraile cinco años en La Moncloa y dejarlo en 1981, nada menos que con 168 diputados de la UCD, quiso recorrer el camino inverso y volver a la cocina del Congreso para combatir al entonces todopoderoso Felipe González con aquel invento suyo precursor de Ciudadanos: el Centro Democrático y Social… Ese CDS del hoy añorado Suárez -cosas veredes, porque le echamos de forma infame y a punta de pistola con Tejero- nunca sacaría en las urnas más que 19 escaños (1986); y el caballero de la triste figura acabó confesando a todo el que le quería oír: “Me quieren pero no me votan”.
O José María Aznar. Sí. También Aznar podría explicar a la ministra de Trabajo cómo (no) funciona esto de la valoración de líderes; cómo, pese a la especial beligerancia que el electorado de izquierda siempre le ha mostrado en los sondeos, llegó a presidir el Gobierno en 1996 y, cuatro años más tarde, en marzo 2000, arrasó al socialista Joaquín Almunia con una mayoría absoluta de 183 diputados.
Me temo que Yolanda Díaz es víctima de un autoengaño muy común entre algunos políticos: confundir popularidad en las encuestas con apoyo; eso es lo que determina su peligroso alejamiento de Podemos y de Pablo Iglesias, al que tanto debe.
Me temo que Yolanda Díaz es víctima de un autoengaño muy común entre algunos políticos: confundir popularidad en las encuestas con apoyo electoral. Eso, pensar que los morados son una compañía en cierto modo indeseable en su estrategia moderada hacia La Moncloa es lo que, probablemente, está determinando su peligroso alejamiento de Podemos y de Pablo Iglesias, al que tanto debe. Y la gente toma nota; vaya si toma nota de una variable por la que nunca pregunta el CIS y debería: la coherencia del candidato.
Ungida por el ex vicepresidente como sucesora aprisa y corriendo tras el descalabro electoral en Madrid el 4 de mayo y su adiós a la primera línea política, Díaz ya empezó raro raro con un extraño llamamiento a desterrar los personalismos en la política… de la forma más personalista que cabe: ejerciendo un personalismo en negativo al amenazar a los suyos con un portazo durante una entrevista con Ángels Barceló en la Cadena SER: “Estoy rodeada de egos; Si hay ruido es probable que me vaya”.
Luego, a lo largo del otoño, la ministra de Trabajo intentó apropiarse de la reforma laboral sin tener en cuenta que la resultante nunca podría ser la “derogación” de la del PP (2012) que se ha desgañitado en proclamar para satisfacer a esa izquierda irredenta que, en el fondo, es y va a seguir siendo su principal caladero de voto. Le guste o no.
Sus compañeros de viaje ideológico han cogido la matrícula a la vicepresidenta; hasta este punto surrealista en que la convalidación del decreto ley más importante del gobierno de izquierda fracasará si no la acaba apoyando una extraña mezcla regionalista y de derechas
Así que, tras tanta ida y vuelta, tanto silencio táctico y tanta proyección mediática inflada a mayor gloria del barómetro del CIS, parece que sus compañeros de viaje ideológico le han cogido la matrícula; hasta este punto surrealista en que la convalidación en el Congreso del decreto ley más importante del gobierno de izquierda en esta legislatura fracasará si no la acaba apoyando una extraña mezcla regionalista y de derechas: Ciudadanos, el PdeCat, Íñigo Errejón y Más País, Compromis, Ana Oramas, Nueva Canarias, Teruel Existe… y hasta la derecha de Unión del Pueblo Navarro (UPN).
O votan sí a la reforma laboral todos esos partidos o no sale. Porque Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Bildu y el PNV, además de estar presionados por el marco laboral de sus sindicatos locales -sobre todo los nacionalistas vascos, ELA y LAB-, no comulgan con el doble juego que atribuyen a Díaz a beneficio propio y se van a unir a PP y Vox en el rechazo.
Se lo ha advertido esta semana mi tocayo Gabriel Rufián, con aquello de que “ERC no vota proyectos personales” y, a su muy particular manera, también Podemos mediante mensajes encriptados dentro de informaciones que hablan de distanciamiento con el resultado de la negociación abanderada por la ministra de Trabajo pese a que el final sus 35 diputados vayan a votar sí. Informaciones que hablan a las claras de que ésta reforma de derechas “no es la de Díaz, es la de Sánchez”; es decir, no es la de Podemos.
Estoy seguro de que el electorado de Podemos agradece el esfuerzo de quien fue su líder, pero no tengo tan claro que apoye en votos su simulacro de vuelta a la cocina solo porque la cocinera no aparece; y tampoco sé si Díaz tiene claro que la factura del descalabro se la van a pasar a ella… no a Pablo Iglesias
Con todo, si me apuran, más peligroso para el liderazgo de Díaz en las urnas veo otros tres sucedidos de las últimas semanas: su frío apoyo al ministro de Consumo, Alberto Garzón, en la polémica por las macrogranjas; sin solución de continuidad, su alejamiento de la campaña electoral morada para las elecciones en Castilla y León el 13 de febrero -no vaya a ser que un batacazo de la carne la salpique-; y ese clamoroso silencio respecto al tumultuoso conflicto PSOE/Podemos a cuenta de Ucrania.
Pablo Iglesias que, otra cosa no, pero olfato tiene, mucho, para detectar necesaria su presencia cuando el proyecto amenaza ruina -véase Madrid, que le costó el puesto-, acudió raudo el pasado fin de semana a Valladolid a socorrer la sigla de la única forma que puede/sabe hacerlo: como elefante en cacharrería. Marca de la casa intentar que los medios y adversarios políticos -Margarita Robles, incluida- hablemos al día siguiente de su No a la Guerra… y a la OTAN. A ver si de paso, consigue sacar de la modorra que produce en Podemos el manoseado liderazgo transversal de Yolanda Díaz y arañar unos votos para el candidato en Castilla y León, Pablo Fernández.
Se puede estar de acuerdo con Iglesias o no, pero hay que reconocerle ese olfato de político de raza que no está teniendo su táctica sucesora… porque, si realmente fuera tan estratega como pretende, a estas alturas intuiría ya que un electorado tan cafetero en lo ideológico como es el de Podemos distingue a la legua coherencia y postureo. En la seguridad de que ese electorado agradece el esfuerzo de quien fue su líder, no tengo tan claro que apoye en votos su simulacro de vuelta a la cocina solo porque la cocinera no aparece; y tampoco sé si la cocinera es consciente de que la factura del descalabro se la van a pasar a ella, aparezca finalmente o no.