Hay un grupo de derechos inherentes al individuo, que emanan de nuestra dignidad como persona y que la mayoría son capaces de identificar aun careciendo de conocimientos jurídicos: son los llamados derechos fundamentales. Su importancia es tal que constituyen uno de los tres pilares esenciales sobre los que se sostienen los Estados liberales y democráticos de Derecho, junto con la división de poderes y el principio de legalidad.
Cuando se vulneran de manera sistemática uno o varios de estos derechos, los cimientos de la democracia liberal se resienten y empiezan a amenazar ruina, vislumbrándose a través de las grietas la alternativa autoritaria: sistemas en los que se anula al individuo y los derechos de la persona pasan a ser los de las masas, representadas por un Estado identificado con un líder y un partido único. Aunque no descarto que vayamos a conocer nuevas formas de totalitarismo en un futuro cercano, la historia contemporánea y la rabiosa actualidad evidencian que los dos regímenes en los que el ejercicio del poder conlleva intrínsecamente una violación de los derechos fundamentales son el comunismo y el fascismo.
Me da la sensación de que mucha gente ignora la importancia y trascendencia que adquiere este derecho en la conformación de las civilizaciones democráticas
Y aunque la mayoría es capaz de relacionar un buen número de los derechos del individuo que estos regímenes han vulnerado y vulneran (derecho a la vida, a la libertad de expresión y/o de información, igualdad ante la ley, etc.), me sorprende que muchos ignoren que uno de los primeros derechos que muerden el polvo cuando el totalitarismo se abre camino es la presunción de inocencia. Es más: me da la sensación de que mucha gente ignora la importancia y trascendencia que adquiere este derecho en la conformación de las civilizaciones democráticas.
Quizá sea porque recurrentemente se asocia la presunción de inocencia con una garantía que “sólo favorece al delincuente”, siendo ésta una condición a la que el común de los mortales se declara ajeno. Cuántas veces habremos oído o leído eso de “si no has hecho nada malo, no tienes de qué preocuparte”. Es que es el recurso favorito de aquéllos que quieren identificar presunción de inocencia con criminalidad para que aplaudamos con agrado el atraco a nuestro sistema de garantías y derechos.
Incontables problemas nuevos
Efectivamente, la importancia de la presunción de inocencia radica en que, además de ser un derecho en sí mismo, su demolición constituye la llave con la que se activa la destrucción de muchos otros. La exigencia de que quien acusa a otro de haber cometido un delito tenga que probarlo en un proceso con todas las garantías ante un tribunal independiente es un dique infranqueable para aquéllos que precisan de juicios rápidos en los que el juez también sea parte, y las cualidades ideológicas y políticas del acusado primen sobre el hecho cuya comisión se le imputa. La causa para violentar la presunción de inocencia siempre es presentada como una demanda social y un imperativo moral, pero la realidad es que no será más que un medio a través del cual alcanzar un fin ajeno al motivo aducido como excusa. Realmente la vulneración de la presunción de inocencia no sólo no acaba con el problema que sirvió de pretexto para sacrificarla, sino que genera incontables problemas nuevos, algunos mucho más graves que el original.
Han convertido algunas instituciones en una engrasada maquinaria que vulnera sistemáticamente y por principio la presunción de inocencia
Y es que no hay mejor forma para detectar a los aprendices de totalitario que repasar sus declaraciones, posiciones u opiniones en relación con la presunción de inocencia. Por eso me produce enorme desasosiego la actual dinámica de la sociedad española en general y de la política española en particular. Si antes de llegar el poder destacados miembros del Ejecutivo, presidente incluido, no dudaron en tergiversar y manipular resoluciones judiciales para crear un caldo de cultivo de conflictividad social con el que arengar a los suyos, desde que han tocado moqueta la cosa ha ido de mal en peor, hasta el punto de que han convertido algunas instituciones en una engrasada maquinaria que vulnera sistemáticamente y por principio la presunción de inocencia.
Cada vez que una mujer muere de forma violenta, aparece un tuit de la Delegación de Gobierno contra la Violencia de Género confirmando presuntamente el asesinato en manos de su marido o pareja/expareja. Y al tuit plantilla de la Delegación de Gobierno, le siguen el del presidente y sus ministras, ministros y ministres desde cuentas institucionales “confirmando” algo que no pueden ni deben confirmar: la condición de culpable del cónyuge o persona con la que mantenía una relación análoga. Eso sí, siempre que se cumpla una condición indispensable: que quien ellos identifican como autor confirmado de asesinato sea un hombre y la víctima una mujer. Si es autora y no autor, o se trata de una pareja del mismo sexo, el respeto a la presunción de inocencia es asombroso: silencio sepulcral.
Falso culpable
Alguien bien pensado intentaría explicarles que se puede mostrar pesar por la muerte violenta de una persona sin emitir juicios previos sobre el autor y las causas, pero eso ya lo saben. Prueba de ello es, precisamente, que sólo publican las condolencias cuando entienden que pueden instrumentalizar el hecho luctuoso para sus cuitas políticas. Y si hay que arrastrar la presunción de inocencia por los suelos, se la arrastra. En lo que va de año han metido la pata varias veces en su empeño de confirmar asesinos presuntos que luego no lo han sido, y no pierdan el tiempo buscando las disculpas porque no las encontrarán.
Otro ejemplo lamentable del tratamiento que se da desde la política a la presunción de inocencia es la vorágine creada tras el comunicado del rey emérito en el que anuncia su traslado fuera de España mientras la Fiscalía abre una investigación sobre el posible cobro de comisiones, aunque a día de hoy no haya sido imputado. Desde luego que es un tema muy atractivo desde el punto de vista periodístico que da para distraernos de la que tenemos encima. Pero que en el empeño por hacernos mirar para otro lado los ministros de Podemos se dediquen a vilipendiar la presunción de inocencia de una persona (por muy real que sea su condición) y que la diputada autonómica Teresa Rodríguez afirme en twitter que la inocencia hay que demostrarla en un juicio, resulta inasumible e intolerable.
Se impone a las autoridades que, en sus declaraciones públicas, no se refieran a un sospechado o acusado como culpable en tanto que no haya recaído sentencia firme
Lo que por favor les pido es que no compren el argumento de mercadillo tras el que se escudan quienes, para justificar a nuestra calamitosa clase política, están dispuestos a matizar la presunción de inocencia afirmando que esta es un principio que sólo trasciende en el ámbito judicial. Claro que ha de desplegar todos sus efectos en los tribunales, pero su dimensión social, como principio que debe guiar la actuación y declaraciones de las autoridades, tiene también reflejo legislativo, concretamente la Directiva 2016/343. En ella se impone a las autoridades que, en sus declaraciones públicas, no se refieran a un sospechado o acusado como culpable en tanto que no haya recaído sentencia firme. Se trata de una obligación que debe cumplirse no sólo cuando existe un proceso penal en curso, sino también antes, cuando el sospechoso ni tan siquiera ha sido imputado. Y que, como todos ustedes saben, nuestras “autoridades” se saltan a la torera.
Pero esto pasa porque estamos aupando al poder a personas que no son merecedoras de la autoridad que conlleva el cargo. Un diputado o ministro que alardea pública y reiteradamente de su desprecio por la presunción de inocencia no debería ser merecedor de nuestra confianza y respeto. Pero mucho me temo que, en estos casos, los políticos sí son un reflejo de la sociedad española, que parece gozar con los linchamientos públicos tanto o más que sus instigadores. Habrá que seguir clamando en el desierto.