Un viejo monarca divide su reino entre sus tres hijas, pidiéndoles a cambio que le expresen cuánto lo aman. Goneril y Regania se prodigan en halagos y alabanzas. Cordelia, la menor de las tres y su favorita, dice quererlo como padre y nada más. Al rey le parece poco, y como castigo la deshereda. Lear decide entonces alternar su vida entre las casas de sus otras dos hijas, pero las cosas salen mal. Goneril da orden al servicio de que no lo atienda y ella misma lo trata como a un viejo senil. Su hermana Regania hace lo mismo y hasta lo expulsa. Despojado del trono, el hombre comprueba el tamaño de su error: Cordelia era la única digna del trono. Pero ya es muy tarde. Lo ha perdido todo.
Esta leyenda de la historia antigua inglesa sirvió a Shakespeare para crear Rey Lear, una tragedia que comenzó a escribir en 1603, en medio del desconcierto sobre la sucesión de Isabel I, que había muerto sin dejar descendencia. Como en la mayoría de las obras del británico, los protagonistas llevan dentro de sí el germen de su propia destrucción. En Lear, la desventura se desencadena cuando decide trocear su reino, juzga equivocadamente a sus hijas y lleva al caos tanto al Estado como a su familia. Lear lo destruye todo, incluso a sí mismo.
El Juan Carlos I desbocado de sus últimos años guarda un aire de familia con el rey shakesperiano. Cansado de la brega política y aposentado en la ceguera, el Borbón se creyó intocable. Podía hacer lo que quisiera, porque no había nacido el insensato que osara pedirle cuentas. Pero, como Lear con sus hijas, Juan Carlos se equivocó. Cuando se dio cuenta, ya era muy tarde para dar marcha atrás: había perdido su trono e incluso se había extraviado a sí mismo. Nada tenía que ver el achacoso y estropeado anciano con el Jefe del Estado que puso en marcha la transición y gozó del respeto de una sociedad que hoy no recuerda la importancia de su papel.
El antiguo rey, como Lear, ha propiciado su propia ruina, hasta consumar incluso su temor más oscuro: morir en el ostracismo
Nadie le quitará a Juan Carlos su condición histórica, es él quien ha renunciado a ella y así como la tragedia de Lear se desencadena cuando desmiembra su reino, la suya comienza cuando decide olvidar quién ha sido y renuncia a defender su legado. Cada nueva intervención del emérito amplificaba su error anterior: la cacería, su postración ante Corinna, el manejo opaco de sus dineros y su desconexión de una España en crisis. Cada mácula en su vida privada fue un mandoblazo contra la Corona que tanto le costó recuperar, incluso al altísimo precio de matar al padre, como ha tenido que hacerlo Felipe con él si quiere asegurar la continuidad de la institución. Y si los soberanistas, nacionalistas y hasta Pablo Iglesias han puesto precio a su cabeza, es porque el propio rey se ha puesto a tiro.
Nadie imaginó que España acabaría gobernada por un hombre sobrepasado por el resentimiento que alberga, ya no contra su propio partido y los barones que lo despreciaron, sino contra el sistema. Si pudiera, Pedro Sánchez se coronaría a lo Bonaparte. Por eso el presidente de Gobierno defiende a la monarquía con la boca chiquita, porque el hombre a abatir no es el emérito, sino el actual monarca: Felipe VI, el mismo que se ha visto obligado a apartar, repudiar y expulsar a su padre. Pero la verdad, o lo que se parece a ella, es ésa: el emérito arrasó su reinado hasta convertirlo en una estepa yerma y estéril. Tiene razón Carmen Calvo: Juan Carlos I no huye, lo han echado. Lo suyo no es un exilio, es un destierro.
El antiguo rey, como Lear, ha propiciado su propia ruina, hasta consumar incluso su temor más oscuro: morir en el ostracismo. En el primer acto de la tragedia de Shakespeare, el rey de Bretaña pregunta, en casa de su hija Goneril: "¿Alguno me conoce? ... ¿Anda así Lear? ¿Habla así? ¿Dónde están sus ojos? O pierde la cabeza y sus sentidos están aletargados. ¿Despierto? No es verdad ¿Hay alguien que pueda decirme quién soy?". "La sombra de Lear", contesta el bufón. Lo mismo le ocurre a Juan Carlos I, pero él no tuvo si quiera bufones que le advirtieran. De tener, lo que se dice tener, a Juan Carlos I ya no le queda ni la silueta menguante del hombre que fue. Y puede que esa ausencia sea su mayor tragedia... Y la de su hijo también, como lo fue para Cornelia.