Nada menos que 140.000 millones, de los cuales 72.700 llegarán en forma de ayudas a fondo perdido. Una cantidad increíble de dinero. Una lluvia de millones convertida quizá en la última oportunidad en mucho tiempo que va a tener España para recuperar aliento y volver a situarse en el grupo de las economías más ricas del mundo. El último tren al que subirnos en marcha y desde el que frenar nuestra caída en la irrelevancia y el empobrecimiento, senda en la que llevamos ya tiempo instalados, con riesgo incluso de pérdida de esas libertades tan escasamente disfrutadas a lo largo de los siglos. Con más de 45.000 muertos provocados por la pandemia, España se apresta a vivir la peor crisis económica y social de su reciente historia, con guarismos de PIB, tasa de paro y deuda pública aterradores.
Una crisis que nos coge con las defensas muy bajas, tras haber gastado lo mejor de nuestras energías en superar la de 2008 y sin que desde finales de 2013 se haya acometido una sola reforma de fondo, digo más, con las dos únicas emprendidas por el Gobierno Rajoy, laboral y pensiones, desnaturalizadas por el Gobierno Sánchez. Un país que creciendo por encima del 3% durante años ha sido incapaz de embridar déficit público y paro lacerante. Unas cuentas públicas con un desequilibrio presupuestario crónico, urgidas todos los años a pedir prestados cerca de 40.000 millones solo para mantener en marcha la maquinaria del Estado asistencial. Con una clase política depauperada, carente de esa dignidad, llámenle patriotismo democrático, que consiste en decirle la pura verdad a la gente de la calle, darle la mala noticia de que no hay economía que soporte tanta deuda y que deberá acostumbrarse a hacer más con menos, porque el dinero, como la cigüeña, no viene de París. Y un español tipo cada vez más infantilizado, más atraído por los cantos de sirena de un estatismo atroz, que reclama más y mejores servicios, más sanidad, más educación, más pensiones, más ingreso mínimo vital, más todo gratis total, en una orgía reivindicativa tan desvergonzada como extenuante ante la cual esa cobarde clase política no solo no se planta, sino que se dedica a darle gusto al gatillo del gasto a más y mejor. Y el que venga atrás que arree, que se trata de ganar elecciones.
Un país que se creyó rico gracias al ladrillo y al dinero gratis y al que el estallido de la burbuja despertó del sueño para plantarle, abatido y silente, ante el desfile de la desindustrialización, la pérdida de competitividad, el desempleo permanente, la falta de inversión en I+D, el aumento constante del gasto y el descontrol de las variables macroeconómicas. La continua expansión del estado del bienestar acapara todos los recursos y encadena déficit tras déficit, sin que quepa pensar en asuntos relativos a productividad, inversión o innovación. El Estado elefantiásico gasta más y mejor para asegurar la paz social a costa de capar la capacidad de crecimiento y la creación de riqueza y empleo. Empresa y empresario son vistos como bichos raros a los que literalmente hay que brear a insultos y freír a impuestos. La situación se ha descontrolado con la llegada a Moncloa de un Gobierno de izquierda radical empeñado más en poner en marcha una agenda ideológica que incluye el desmoche de la Constitución del 78 que en asegurar riqueza y empleo. Un Gobierno dispuesto a darle el golpe de gracia definitivo al crecimiento mediante la subida generalizada de impuestos.
España se halla en un punto crítico, sin margen para el error. Sin posibilidad de marcha atrás. Los efectos de una pandemia cuya erradicación, todavía pendiente, ha exigido enclaustrar a la población y parar la economía, han sido tan devastadores que Pedro Sánchez y su séquito se dieron pronto cuenta que la única posibilidad de sobrevivir a la enfermedad y seguir en el machito consistía en reclamar la solidaridad de la UE, pedir auxilio a los socios comunitarios para volver a reflotar un país embarrancado en los bajíos de una crisis terminal de deuda. De la tortuosa cumbre de Bruselas del pasado fin de semana salió la decisión de la Comisión Europea (CE) de endeudarse en el mercado de capitales en 750.000 millones, dinero que cederá a ese fondo de recuperación (“Next Generation EU”) encargado de transferirlo a los Estados miembros para financiar programas concretos de inversión de duración limitada, cuya presentación deberá efectuarse antes del 31 de diciembre de 2023, proyectos que van a estar sometidos a severas condiciones de elegibilidad y condicionalidad, y a un control estricto en su ejecución no solo por parte de la CE, sino del Consejo y de los propios Estados miembros. Del señor Rutte de turno.
Bueno para España, malo para Sánchez
Aunque lejos de las pretensiones iniciales de Giuseppe Conte, presidente italiano, que aspiraba a mutualizar deuda en cantidades astronómicas, o en su caso a emitir deuda perpetua, un tren al que se subió un Sánchez sin iniciativa propia alguna, el español volvió a Madrid con los 140.000 millones citados en la mochila, una cantidad impresionante de dinero que debería servir de catapulta modernizadora de nuestro aparato productivo. Un buen acuerdo para España y un mal trago para Sánchez. Un regalo envenenado para el Gobierno PSOE-Podemos, porque no está de más recordar que los resultados de la cumbre suponen un radical correctivo, una enmienda a la totalidad del programa de la coalición que en enero pasado le llevó a la presidencia, circunstancia que ahora le obliga a suscribir un nuevo acuerdo de legislatura sobre el papel mojado de aquellos compromisos.
Sin tiempo que perder. El ejecutivo español está obligado a presentar a lo largo de 2021 y 2022 proyectos de inversión equivalentes al 70% de aquellos 140.000 millones (el 30% restante durante 2023), planes con fecha de ejecución limitada, diciembre de 2026, como el cobro de los últimos reembolsos. En el ruedo ibérico existe cierta expectación por ver cómo Sánchez y su equipo presentan proyectos bastantes con calidad y credibilidad suficiente para pasar los filtros de Bruselas. El problema de Sánchez ya no es Pablo Iglesias, un personaje amortizado, teórico jefe de un partido sin votantes, ni su señora esposa. Nuestros Ceaucescu harán lo que sea menester, incluso disfrazarse de lagarteras en el consejo de ministros, con tal de seguir enchufados a un grifo que todos los meses proporciona a la ilustre pareja entre 15.000 y 20.000 euros. Ni siquiera lo es ya el nacionalismo vasco y, en particular, el independentismo catalán, de cuyo apoyo Sánchez depende para seguir en Moncloa.
Los resultados de la cumbre europea suponen un radical correctivo para Sánchez, una enmienda a la totalidad del programa de la coalición que en enero pasado le llevó a la presidencia
El problema de Sánchez, evidente desde la moción de censura, sigue siendo Sánchez. Caben pocas dudas de que esta podría ser una ocasión pintiparada para consagrarse como el mejor presidente de la democracia. Está en su mano. Es sencillo. Solo hace falta altura de miras y cierto sentido de Estado. Y la voluntad de gobernar para todos los españoles y no solo para la mitad. Se lo dijo Mark Rutte a la cara cuando lo visitó en La Haya: “Busquen la solución dentro de España”. Es decir, no gasten más de lo que ingresan, controlen el déficit, reduzcan deuda, paren la bola de nieve de las pensiones sin ceder a la demagogia partidaria, flexibilicen el mercado laboral y no toquen la reforma Rajoy, reduzcan la presión fiscal sobre empresas y trabajadores para facilitar la creación de empleo, alienten el emprendimiento, liberalicen sectores, aborden una reforma de la administración para hacer más con menos, atrévanse a meterle mano a un Estado autonómico que ha mostrado todas sus ineficiencias con la pandemia, liquiden privilegios, cierren cacicatos sindicales como el de RTVE o políticos (TV3), y tantas otras cosas.
No lo va a hacer porque no está en su naturaleza. Cada decisión sedicentemente liberalizadora que adopte para cumplir con Bruselas deberá ser compensada con carnaza populista para satisfacción de sus bases. Pero esa “canción del verano” que este año conforman cambio climático y digitalización difícilmente conseguirá engañar a una Comisión, a un Consejo y a unos Ruttes que reclaman a nuestro país la adopción de medidas para aumentar la potencialidad del crecimiento, la reducción drástica del paro y la mejora sustancial de la eficacia del gasto social. Gastar no es reconstruir. Salir del socavón que se nos viene encima implicará, a partir de 2021, aplicar severas medidas de ajuste para recortar déficit y reducir deuda. En suma, liberar corsés para que la economía pueda crecer y crecer con fuerza, única religión a la que los españoles deben rendir pleitesía en aras a acabar con las desigualdades sin el piadoso recurso a la caridad, pública o privada.
Cambio económico y cultural
Cambio económico y cambio, también, cultural. Movilización de los resortes morales de un país obligado a trabajar más y exigir menos, a valorar responsabilidad individual y esfuerzo. A construir una España menos cigarra y más hormiga. Hacer reformas para enviar señalas claras a los mercados financieros de que España es un cliente solvente. Los 140.000 millones aludidos son, aunque importantes, poca cosa comparada con las necesidades de financiación –deuda nueva y renovaciones- de la economía española para el periodo 2021-2026, que solo para el próximo año oscilarán entre los 300.000 y los 330.000 millones (en torno al 25% del PIB). Asumiendo que el BCE pueda quedarse con 120.000 millones de las nuevas emisiones y que ingresemos la parte alícuota que la bendita solidaridad que los Rutte, el “holandés valiente”, y sus frugales nos han concedido (pongamos que otros 25.000), España se verá obligada a pedir prestados una cantidad superior a los 150.000 millones. Perseverar en la línea ideológica que sustenta el Gobierno de Pedro & Pablo, insistiendo en primar la redistribución sobre la producción y la protección social sobre la innovación, el gasto desbocado sobre cualquier estrategia de recuperación coherente, no parece la mejor forma de convencer a esos mercados de la solvencia futura del Reino de España y su capacidad para devolver los préstamos.
Pedro Sánchez puede estar llevando a España a la desesperación de un endiablado callejón sin salida. El Gobierno más inadecuado en el peor momento del país
Cuentan en Holanda que el pasado fin de semana Mark Rutte llevó a Angela Merkel “al borde de la desesperación” con su negativa, al final vencida, a dar dinero en forma de subvenciones a los alegres chicos del “Club Med”. Pedro Sánchez puede estar llevando a España a la desesperación de un endiablado callejón sin salida. El Gobierno más inadecuado en el peor momento del país. Como el resto de socios comunitarios, España acaba de entregar en Bruselas una nueva porción de su soberanía para someterse a los dictados de ese imperio burocrático denominado UE. Nuestros PGE han pasado a ser pieza de un engranaje global, parte de un puzzle obligado a encajar como un guante en la senda de la armonización fiscal comunitaria que viene. Ya no hay espacio para travesuras bolivarianas. ¿Cómo enfrentar un contrasentido semejante en el marco ideológico y mental de un Gobierno social comunista? ¿Por dónde le estallarán las costuras al bello Sánchez? ¿Cuándo? La solución al enredo no puede demorarse mucho. Cuestión de meses. Mientras se desvela la incógnita, insistir en la fatalidad que para España supondría desaprovechar la última oportunidad de incorporarse al pelotón de las economías más desarrolladas de la Unión por falta de estrategia, coraje político e impulso reformista. Estamos ante un cruce de caminos que conduce a la condenación o a la gloria.