En mi niñez y preadolescencia, en España no había televisión y causaban furor los llamados seriales radiofónicos. Se trataba de relatos novelados por entregas, cada uno caracterizado por un fondo orquestal que marcaba el ambiente y un argumento repleto de amores, desamores, padres severos, doncellas desvalidas, huérfanos de infancia desgraciada que acababan gozando de éxito y fortuna, crímenes truculentos o heroicas gestas bélicas de nuestro glorioso pasado imperial. Recuerdo uno que incluso se atrevió con una historia de aventuras interplanetarias situadas en el futuro, una especie de ciencia-ficción de mesa camilla. Los actores y actrices que se repartían los papeles principales de estas tramas en las ondas eran celebridades de la época, pero curiosamente su aspecto físico era irrelevante, de hecho, su rostro era casi desconocido y lo único que importaba era su voz.
No existen ya voces como aquéllas, de una calidad de dicción, plenitud armónica y capacidad de reflejar con una inflexión, una pausa o un trémolo conmovedor los más variados sentimientos o las más desbordantes pasiones. Era tal su virtuosismo expresivo que la visión de la fisonomía del personaje era irrelevante porque el oyente “veía” en el interior de su cerebro a las estrellas de esos seriales supliendo con su imaginación los rasgos faciales o los cuerpos, que tomaban forma milagrosamente gracias al sonido. Como era obligado entonces, la censura cubría con su púdico velo todo lo que pudiese desbordar el rígido perímetro de una exigente moralidad de relaciones familiares ejemplares y oscuras sacristías.
Hoy la fábrica de sueños, emociones y deseos que fueron los seriales radiofónicos se encuentra en las series televisivas. Da una cierta pena impregnada de nostalgia comparar la grandiosidad de los escenarios, las increíbles posibilidades de los efectos especiales, la maestría interpretativa de los elencos y la riqueza narrativa de las grandes series de televisión con aquellos humildes estudios acristalados en los que los truenos se reproducían mediante el choque de útiles de cocina, la lluvia se fingía con una regadera o los galopes de los caballos se hacían reales golpeando dos tazones huecos de madera.
Ha sido la industria norteamericana del espectáculo la que ha abierto brecha y ha acaparado audiencias, galardones y recaudación
Un género que ha alcanzado en los últimos años un éxito extraordinario en este ámbito es el que tiene como tema la política. Títulos como House of Cards, Game of Thrones o The West Wing, forman parte ya de la mitología de nuestro tiempo. Como siempre, ha sido la industria norteamericana del espectáculo la que ha abierto brecha y ha acaparado audiencias, galardones y volúmenes de recaudación. Europa iba, como en tantas otras cosas, a la zaga, hasta que ha surgido una creación francesa -e inequívocamente francesa- que no sólo ha recuperado el terreno perdido, sino que, a mi juicio, se ha puesto a la par y en algunos aspectos superado a productos estadounidenses similares.
Intrigas y bajezas
Baron Noir es, en efecto, un auténtico logro en este campo. Cualquier espectador de sus veinticuatro capítulos que desempeñe una responsabilidad pública o lo haya hecho, reconocerá las situaciones, los dilemas, las intrigas, las bajezas y las grandezas que se le ofrecen en la pantalla. El guion es magnífico y el trabajo de los intérpretes, desde las primeras figuras al más humilde secundario, magistral.
Hay una diferencia a su favor entre esta serie y sus homólogas del otro lado del Atlántico. En las norteamericanas, pese a la solidez y verosimilitud de las narraciones, siempre las limita una cierta inclinación a la obviedad, una deliberada simplicidad -no confundir con superficialidad- en busca de la efectividad directa, que adelgaza en ocasiones la fuerza cautivadora de los acontecimientos. A los estadounidenses les cuesta dibujar perfiles humanos complejos, inevitablemente caen en el trazo grueso, impactante, sin duda, pero escaso en matices.
Es impensable que en el script de las series norteamericanas dedicadas a los entresijos de la política aparezcan conversaciones con la abundancia de referencias históricas y literarias de Baron Noir
Los protagonistas de Baron Noir, en cambio, son de una densidad de virtudes y defectos, de una profundidad de pensamiento y de una complejidad emocional que hacen palidecer a Francis Underwood, Cersei Lannister o Josiah Bartlet. Es impensable que en el script de las series norteamericanas dedicadas a los entresijos de la política aparezcan conversaciones con la abundancia de referencias históricas, filosóficas y literarias que jalonan los episodios de Baron Noir y es prácticamente imposible que un seguidor de su itinerario pueda captar en toda su magnitud el derroche de bagaje intelectual que rezuman sus escenas si no está provisto de un apreciable equipaje en estos terrenos.
El carrusel trepidante de ambiciones, traiciones, engaños e ilegalidades que se encadenan en la fascinante andadura de Baron Noir hasta su trágico desenlace nos muestran una constelación de seres humanos que en no pocas ocasiones nos inspira desaprobación o repulsa por su flagrante falta de ética, de lealtad o de coherencia. Sin embargo, por encima de las miserias y egolatrías de las figuras que envuelven a Monsieur le Député-Maire de Dunquerke, presidiario y futuro presidente de la República, aletean un patriotismo y un sentido del Estado que al final, cuando parece que todo se derrumba y la Quinta República va a desaparecer para caer en las manos de un demagogo desaprensivo con ribetes de psicópata, se imponen y salvan a Francia del desastre. Philippe Rickwaert, Amélie Dorendeu, Daniel Kahlenberg, Cyril Balsan y Michel Vidal rebasan a menudo los límites del maquiavelismo más implacable, pero llevan en sus genes políticos y morales dos siglos y medio de tradición ilustrada y republicana, se saben herederos de predecesores de gigantesca estatura en cuyas obras y biografías han buceado incansablemente y a la hora de la verdad este imponente legado indeleblemente interiorizado les orienta y les redime.
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias se han declarado admiradores rendidos de Baron Noir. No hay por qué dudar de que la hayan disfrutado, pero es imposible que la hayan entendido.