En una nueva comparecencia con más dudas que certidumbres, Pedro Sánchez informaba este martes de los detalles del plan de desescalada aprobado por el Consejo de Ministros. Un plan que, a pesar de que, al parecer, lleva gestándose varias semanas, transmite serias dudas sobre su conveniencia y eficacia, por cuanto su aplicación va a depender de factores que el Ejecutivo dista mucho de poder controlar. La única certeza que se desprende de lo anunciado por Sánchez es la pretensión de ampliar, hasta al menos el 22 de junio, el estado de alarma, mientras los países de nuestro entorno ultiman planes para clausurarlo y volver cuanto antes a la normalidad; a la normalidad política e institucional, pero también, y cuanto antes, a la económica para atenuar las graves consecuencias sociales de la pandemia.
Resulta además paradójico que el Ejecutivo presente un plan de desescalada mucho más estricto que las propias comunidades autónomas, que pretendían poner fin al confinamiento durante el mes de mayo. Es también irritante el hecho de que, en lugar de pactar con estas los términos del calendario, Sánchez pretenda imponer un sistema que parece diseñado sólo y exclusivamente para contentar a sus socios de investidura, especialmente al PNV, que ya ha manifestado su intención de celebrar elecciones en julio y evitar así el impacto que puedan tener en las urnas los demoledores efectos otoñales de la crisis económica.
PP, Ciudadanos y PNV no pueden apoyar un plan no consensuado que da la puntilla al tejido productivo
Se trata, por tanto, de un plan no consensuado, opaco en su elaboración y arbitrario, que confirma la escasa voluntad de acuerdo de Sánchez y dilata la anómala situación de concentración de poder en la que el presidente del Gobierno parece moverse como pez en el agua. No hay razones de peso, ni sociales, ni tampoco sanitarias, ni desde luego económicas, que a fecha de hoy justifiquen la decisión de ampliar prácticamente dos meses más una excepcionalidad que afecta de forma severa a nuestras libertades. Y menos aún hacerlo de manera unilateral y, en el peor de los casos, atendiendo únicamente los intereses de minorías cuya preocupación por el interés del conjunto de los españoles es perfectamente descriptible.
Por ello, los principales partidos con voz y voto decisivos, empezando por el PNV, partido íntimamente ligado al empresariado vasco y socio de investidura de Sánchez, y siguiendo por el PP, que gobierna en seis comunidades autónomas, deberían oponerse a este plan de desescalada, tendiendo a la vez la mano al presidente para, desde una posición de colaboración leal, pactar unas condiciones de salida mucho más sensatas, ajustadas a la realidad de cada territorio y a sus urgencias sociales y económicas, y al tiempo compatibles con poner punto final cuanto antes a esta situación de insólita y a poco que nos descuidemos despótica excepcionalidad.
En este sentido, esperamos que la pretensión apuntada por Sánchez de mantener ciertas medidas extraordinarias “hasta que llegue la vacuna” tenga exclusivamente que ver con la faceta sanitaria de la crisis o solo sea otro desliz de esos a los que tan acostumbrados nos tienen los portavoces gubernamentales. De otro modo, estaríamos ante un intento tan grave como extravagante de perpetuar una situación de excepcionalidad cuyo único propósito no podría ser otro que el de mantener parcialmente limitadas las atribuciones constitucionales del Parlamento y otras instituciones del Estado, para así condicionar la agenda política y amortiguar las reacciones políticas, sociales y judiciales a la muy deficiente gestión de la pandemia.