Los abrazos ya nunca volverán. Me refiero a todos esos que no hemos dado en estas tres semanas de confinamiento. Puede que los abrazos del futuro tampoco sean posibles en los próximos meses. Parece que, cuanto menos, tardarán en volver a ser cotidianos. El propio concepto del abrazo va a cambiar. Quizás lo reservemos a los más allegados o quizás incluso desaparezca de nuestras costumbres. Cuando comprendes este cambio que, más que avecinarse, se ha instalado ya entre nosotros, también entiendes que el miedo te ha vencido. Salvo si eres un niño.
Es obvio que el miedo al coronavirus nos ha vencido a todos como sociedad. Y, de paso, nos ha idiotizado bastante. Vivimos sumidos en la psicosis del contagio. Nos comportamos de forma completamente distinta en cada movimiento que hacemos en la calle -las pocas veces que salimos- porque sentimos pavor a contraer o transmitir el bicho. Además, en cuanto tenemos algo parecido a uno de los síntomas de la enfermedad, nos ponemos nerviosos, incluso histéricos en muchos casos, porque temblamos solo de pensar que lo hayamos cogido. ¿Hay alguien que no haya llamado al teléfono de posibles contagiados? Claro que 10.000 en pocas semanas constituyen un poderoso argumento para infundir temor y nerviosismo hasta al más valiente y templado.
Tal vez sería más digno, incluso heroico, tomárselo de otra manera, pero de la dignidad y del heroísmo no se come ni se sobrevive. Que un miedo esté justificado, basado en la jodida realidad, y que resulte lógico o hasta inteligente no lo convierte en algo esencialmente positivo, sino más bien al contrario. Es deprimente que estemos así. Andar acobardados por la vida puede que sea lo más responsable ahora mismo, de acuerdo, pero tampoco es posible sentirse felices por ello.
Ocurre que el miedo es demasiado poderoso como para resistirse. Es el principal aliado de esta pandemia que está matando a los que puede y acongojando al resto para lograr finalmente cambiarnos a todos. No sé si les pasará a ustedes, queridos lectores, pero yo vivo esta situación con un sentimiento de permanente ambivalencia: a ratos pienso que nos hemos vuelto majaras por renunciar a tanto y a ratos creo que nos hemos quedado cortos porque el momento requiere todos los esfuerzos posibles.
La paradoja, una más, es que los padres seguimos abrazando con fuerza a nuestros hijos. Lo hacemos porque desde el poder nos han dicho que no les vamos a hacer daño ya que el virus no les afecta y son asintomáticos -otra palabra nueva en nuestro vocabulario-, pero creo que los abrazaríamos igualmente aunque nos dijeran lo contrario. En cambio, a los adultos no los queremos ni tocar, al menos por ahora.
Todos participamos de la misma hipocondría. Todos menos ellos, los niños. Su inocencia les salva de nuestra incertidumbre colectiva. Me di cuenta del tamaño de dicha incertidumbre este jueves, durante mi visita semanal al supermercado. En la lista habíamos puesto "cervezas" porque ya se sabe que somos la única especie que tropieza dos veces en la misma piedra. La estantería correspondiente estaba tan vacía como la semana anterior.
Me quedé paralizado contemplando el hueco enorme, como embobado, pensando que esa imagen engloba el drama grotesco que estamos viviendo y corroído por la absurda duda de si en estos siete días habría habido o no packs colocados allí en algún momento. Un par de minutos después me topé de repente con M., una conocida que, ni corta ni perezosa, se me abalanzó y me abrazó con aire desenfadado.
Fue el primer saludo afectuoso fuera de mi domicilio en las últimas tres semanas. El primer contacto físico con alguien distinto al pequeño y la pareja. Acabábamos de incumplir las órdenes estrictas de las autoridades -en puridad fue ella pero me faltó capacidad de reacción-, pero la verdad es que me supo a gloria bendita. ¿Cómo definir ese momento? ¿Fue un pecado imperdonable en estas circunstancias o fue una chorrada que evidencia nuestro delirio? Cavilé sobre ello sin obtener una respuesta satisfactoria, terminé la compra y volví a casa.
-¿Has dejado fuera el calzado? -dijo a lo lejos mi pareja cuando entré.
-No, que no hace falta, lo dijo el doctor Simón en rueda de prensa -respondí con seguridad.
-¿Ese es el mismo doctor que decía hace un mes y medio que en España solo habría "algún caso diagnosticado" y que ahora tiene coronavirus?
-Sí, es ese.
-Pues eso.
Dejé el calzado en su sitio y, tras quitarme los guantes, lavarme con fruición las manos y aplicarme el desinfectante en la cara, abracé al pequeño como si llevase un mes sin hacerlo.