Quizá ustedes recuerden la película Lincoln, una de las obras maestras de Steven Spielberg. Si hacen memoria, se acordarán de que el filme se centraba no solo sobre la personalidad de aquel presidente, sino sobre las angustias que hubo que pasar (y las trampas que hubo que hacer) para aprobar en la Cámara de Representantes, el 1 de febrero de 1865, la Decimotercera Enmienda a la Constitución estadounidense: la que abolía la esclavitud. Fue pocas semanas antes del final de la guerra de secesión.
Hay una escena que a mí me parece magistral. En la Cámara, el demócrata George Pendleton (de Ohio, contrario a la abolición de la esclavitud) se enfrenta al temible republicano Thaddeus Stevens, de Pensilvania, que llevaba 30 años defendiendo que los blancos y los negros eran seres humanos iguales y debían gozar de los mismos derechos. Pero la idea de la igualdad racial era demasiado revolucionaria para aquella sociedad de 1865. Todos lo sabían. Llegado el momento del debate, y ante el temor de que los propios republicanos que debían votar a favor se echasen para atrás y la propuesta fracasase, el trueno de Stevens se contuvo y declaró que “no creía en la igualdad en todas las cosas, solo en la igualdad ante la ley”.
Pendleton se indignó: “¡Stevens, llevas toda la vida defendiendo que blancos y negros son iguales!” El aludido replicó, inmutable: “Creo solo en la igualdad ante la ley. No en todas las cosas”. Pendleton chilló: “¡Lo que dices es indigno de un hombre blanco!”.
Y entonces llegó la magistral respuesta de Thaddeus Stevens, que les resumo: “George, yo no puedo sostener que todos los hombres son creados iguales porque tú eres la prueba de que algunos son inferiores. Tienes en las venas fango frío en vez de sangre caliente. Eres un cadáver moral. Eres más reptil que hombre, George, tan bajo y plano que el pie humano no podría aplastarte. Pero incluso tú, a quien deberían haber ahorcado por traición hace mucho tiempo, tienes derecho a ser tratado igual que los demás ante la ley. Por eso repito: no creo en la igualdad en todas las cosas, solo en la igualdad ante la ley”.
Ya saben ustedes que la enmienda se aprobó y que la esclavitud fue abolida.
Pausa para respirar.
El discurso del Rey
Recordaba esa escena genial cuando leía los comentarios de algunas personas, singularmente del diputado Gabriel Rufián, al mensaje de Nochebuena del rey Felipe VI. No voy a reproducirlos aquí: el “Ministerio de Propaganda” del secesionismo catalán, que tanto debe a las sapientísimas enseñanzas del doctor Joseph Goebbels (“una mentira mil veces repetida se convierte en una verdad”, por ejemplo) ya se ha encargado de que todos ustedes los conozcan.
A mí me parece muy bien que Rufián, de quien ya he dicho alguna vez que no tiene un apellido sino una definición, diga estas cosas que dice. Porque lo único que demuestra es que ni él ni quienes le ríen las chanzas tienen razón. España sí es un Estado de derecho en el que funcionan todas las garantías legales, y funcionan para todo el mundo. España sí es una democracia avanzada en la cual la ley ampara por igual a todos. Tan bien funciona aquí la igualdad ante la ley, la misma que reclamaba Thaddeus Stevens hace más de 150 años, que un espécimen como Rufián anda tranquilamente suelto por la calle como andamos los demás ciudadanos, y dice lo que le sale de los… Bien, de esa cabeza privilegiada con que le ha dotado la evolución de las especies, y aún más: ha sido elegido diputado en el Congreso. Esto, caramba, es prueba fehaciente, irrefutable, de que en España todos los ciudadanos tienen los mismos derechos, que la ley ampara y protege; y que esa igualdad ante la ley no depende de la catadura moral de nadie, ni de su inteligencia, ni de su sinceridad, ni de su honradez ni tampoco de su formación, asuntos todos ellos en los que el Cielo –reconozcámoslo– fue muy poco generoso con este muchacho.
El discurso del Rey en Nochebuena estuvo lleno de matices, de sugerencias, de veladuras, de todo lo que ustedes quieran. Es verdad. Pero contenía, a mi manera de ver, sobre todo una cosa: el afán de señalar lo que hacemos bien y no lo que hacemos mal. Esto es muy poco frecuente. Nos pasamos la vida fustigándonos las espaldas a nosotros mismos y sobre todo al vecino. El Rey pretendió todo lo contrario: señalar que somos, en realidad, buena gente; que cuando nos ponemos a hacer cosas juntos no nos gana nadie; que somos creativos, generosos, solidarios (la mención a los 41 premiados con la medalla al Mérito Civil, por ejemplo) y capaces de llegar a acuerdos casi imposibles; que tenemos problemas, cómo no, y Cataluña es uno de ellos, pero que somos, en fin, un gran país en el que la ley ampara a todos por igual, incluido a este rufián que, como sus secuaces, se empeña en ignorar que el Rey puede que corrija, matice o pula su discurso; pero que no lo escribe él. Es la voz del Gobierno, como no podía ser de otro modo en un país democrático en el que el Rey es un símbolo y no tiene poder ejecutivo.
Entonces, ¿por qué este rufián –y no es el único– se empeña cada año en insultar al Rey y en descojonarse de él cada vez que habla en Nochebuena? Pues, en primer lugar, porque es lo único que sabe hacer bien este semoviente que, cada día que pasa, me recuerda más al Millán Astray que sale en la película de Amenábar. En segundo lugar, porque tiene que alimentar a sus propias fieras, a su propia extrema derecha ultranacionalista, que le abuchea si se atreve a decir que no le parece bien que quemen las calles cada vez que se les antoja: necesita tener contentos a esos “fascistas con estelada”, como él mismo los llamó (en voz baja) hace unas semanas. Y por último, porque incluso este rufián, que tiene las luces que tiene y ni un vatio más, sabe que el Rey es uno de los más poderosos, eficaces y respetados símbolos del Estado con el que él quiere acabar, que es España. El prestigio y la fuerza mediática de Felipe VI son enormes, por eso hay que combatirle, ridiculizarle, escupirle. Y para esas cosas el rufián tiene una habilidad fuera de toda duda. Habilidad que ejerce gracias a que la ley le ampara y protege igual que a todos los demás, repito, sean listos, tontos, honrados, canallas o incluso como el rufián.
¿Habrá visto este matoncete de patio de colegio el discurso del Rey? Yo creo que no. No le hace falta. Las pijadas que ha dicho valen, en realidad, para cualquier discurso: es fácil que las tuviese preparadas desde antes. Esto es una suposición, desde luego, pero lo que es evidente es que, si lo vio, no entendió nada. Algo que, admitámoslo también, no es nuevo en él ni debe sorprender a nadie.
Lo que sí es alarmante es que sea precisamente este cantamañanas uno de los que estén negociando con el PSOE la investidura de Sánchez. De qué hablarán. En qué términos. Cómo le explicarán las cosas para que las entienda. Prefiero no imaginarlo…
–Pero Luis –dice mi padre, que anda por la casa–, si este chaval es tan elemental como dices, ¿por qué estás hablando otra vez de él?
Pues hombre, porque estamos en navidades. Es tiempo de cariño, de buenos sentimientos y de hacer felices a los demás. Y a este histrión, como a todos los histriones (no quiero usar la palabra payaso porque me parece una profesión dignísima), lo que más le gusta en esta vida es que hablen de él, que le jaleen, que comenten lo que hace. Lo ha demostrado muchas veces con sus shows en el Congreso, que tanto recuerdan, en el fondo y en la forma, a los del memorable clown Martínez Pujalte. Pues qué mejor regalo para este gañán que dedicarle un par de folios, que para eso hace lo que hace, lo único que en realidad sabe hacer.
Así que, hala, feliz año nuevo a todos. También para este rufián, caramba. Bueno, quizá para él un poco menos, ¿eh?