Cada 6 de Diciembre desde hace cuatro décadas con motivo de los festejos constitucionales se repite una reflexión colectiva sobre los logros de la Transición y su encarnación normativa, la Ley de leyes de 1978. Aunque los discursos oficiales son invariablemente laudatorios de nuestro ordenamiento básico y sus fundamentos conceptuales, políticos y morales, es imposible no advertir el lento, pero ininterrumpido, deterioro de nuestras instituciones y de la cohesión entre españoles, así como de la presencia y capacidad de acción del Estado en demasiadas partes del territorio nacional. En este cuadragésimo primer aniversario de la aprobación ampliamente mayoritaria en referéndum de la aún vigente Norma Suprema, una sensación descorazonadora, mezcla de desazón y de posibilidad real de fracaso, impregna el ánimo de nuestra sociedad, desde las elites más encumbradas hasta el más sencillo hombre de la calle, un desánimo profundamente arraigado fruto de una larga cadena de decepciones que han ido debilitando la fe en un proyecto que nació pleno de esperanza y de energía renovadora.
Los signos de que podría avecinarse un desastre de grandes proporciones se multiplican sin que la necesaria y deseable reacción tanto de la ciudadanía como de los dos principales partidos supuestamente constitucionalistas se atisbe por ningún lado. Al contrario, el actualmente más votado cava con afán para hacer más hondo el hoyo embarrado en el que estamos atrapados y el siguiente en apoyo electoral no sale de sus complejos, acogotado por el miedo a zafarse del pensamiento único autodenominado progresista, más atento a las encuestas que a las que teóricamente son sus convicciones. Las cuadernas de nuestro sistema político, institucional, económico y jurídico crujen bajo los embates de la demagogia, el populismo, la corrupción, el revanchismo, el partidismo y el oportunismo, de tal forma que el interés general aparece como la última de las preocupaciones de los líderes de los distintos grupos parlamentarios. No hay nación capaz de sobrevivir a la entrega de su Gobierno a aquellos que tienen como obsesión hacerla desaparecer.
La causa remota de la presente descomposición está en el tan celebrado pacto civil de la Transición, recibido en su día dentro y fuera de nuestro país como un admirable ejemplo de sensatez
Y si en este primer cuarto del siglo XXI España se encuentra en manos de sus peores y más encarnizados enemigos interiores, cabe preguntarse quién es el responsable de esta desgracia y cuáles han sido los factores que nos la han traído. Por duro y decepcionante que suene, la causa remota de la presente descomposición está en el tan celebrado pacto civil de la Transición, recibido en su día dentro y fuera de nuestro país como un admirable ejemplo de sensatez, reconciliación, responsabilidad y generosidad. Sus inventores y sus muñidores estuvieron inspirados por la mejor de las intenciones y su destreza táctica y su voluntad de diálogo fueron sin duda encomiables. Ahora bien, a la luz de la experiencia de los últimos cuarenta años hemos de concluir, aunque nos pese en el alma, que pusieron unos cimientos agrietados que el tiempo ha ido corroyendo hasta poner todo el edificio entonces tan trabajosamente construido al borde del derrumbe.
La ofensiva separatista de carácter golpista, las fisuras en la independencia del poder judicial, los antiguos terroristas en puestos de representación institucional, la práctica inoperancia del Estado y del imperio de la ley en Cataluña, la colonización de la sociedad civil y de los medios de comunicación por los partidos, el reparto inmisericorde por cuotas de siglas de los órganos constitucionales y reguladores, la venalidad desatada -en ocasiones convertida en casi sistémica-, la entrega a los secesionistas de los instrumentos ejecutivos, financieros, educativos, culturales y de creación de opinión para que fueran preparando ante la pasividad dolosa de los Gobiernos de la Nación la liquidación de la unidad nacional, la implantación irracional de barreras al mercado único dentro de nuestras propias fronteras mientras participábamos en el establecimiento del europeo, el endeudamiento público desaforado, la suicida aceptación de la inmigración irregular masiva, una estructura territorial disfuncional, ineficiente y fomentadora de particularismos aldeanos, una educación pública de nivel claramente insatisfactorio, son las consecuencias de un diseño defectuoso de la arquitectura constitucional.
Si bien es verdad que, aplicada por políticos honrados, preparados, patriotas y competentes, la Constitución de 1978 nos hubiera conducido a una situación incomparablemente más favorable para la estabilidad, la prosperidad, el orden y la paz civil, no se puede olvidar que la base de una democracia saludable es la desconfianza en los gobernantes y para nuestra desgracia la Transición no tuvo en cuenta esta verdad innegable, preparando así el terreno a los que nunca han renunciado a pulverizarla.