En el parlamentarismo bisoño hay dos fases. La primera corresponde al periodo electoral y se caracteriza por las declaraciones de enemistad. Los partidos señalan al adversario con el que nunca llegarán a un acuerdo, ya sea porque su programa se basa en deshacer lo que hizo el otro, o porque lo consideran nocivo. Es la fase de la negación, que recoge el voto del feligrés y de aquellos que desprecian al enemigo. Se trata de tomar asiento propio en el tablero político.
Luego viene la segunda fase, claro, en la que debido a un recién estrenado parlamentarismo dividido, equilibrado y polarizado, se produce el acuerdo político entre los otrora enemigos. Es el gran momento de la responsabilidad sobrevenida.
No ya las encuestas, sino un simple vistazo al panorama político nos muestra que lo más probable es que tras las elecciones vayamos a una situación de bloqueo institucional. La repetición de la situación de 2016 está a la vuelta de la esquina. Una vez como tragedia, y otra como farsa, que mintió Marx enmendando a Hegel.
Cambio del panorama político
Nada se repite. Las circunstancias de hoy no son las de hace tres años; especialmente porque la fuerza de los partidos ha cambiado, los actores políticos han aumentado, el presidente del Gobierno es otro, en Andalucía ya no administra el PSOE, y, sobre todo, pesa el golpe de Estado en Cataluña.
La clave de la estabilidad en los parlamentarismos no fundados en un bipartidismo es la delimitación previa de los aliados. No se trata únicamente de dar fortaleza al gobierno que surja de una cámara representativa, sino que el elector se sienta partícipe de la política de pactos. Es una cuestión de considerar que la democracia es algo más que poder votar; es mantener el vínculo entre el pueblo soberano y sus representantes.
En las democracias de consenso se trata con más respeto al pueblo soberano. Las alianzas electorales son públicas y abiertas, y la sensación de escamoteo es menor
Por eso, en los últimos cuatro años hemos oído a los nuevos partidos tomar sitio en el tablero anunciando su negativa a hablar con otros, a pactar, demonizando a aquel al que quieren absorber. Es cierto que surgieron como una reacción a lo existente, y crecen, o eso creen, según aumenta su crítica a los demás.
En la campaña electoral de 2015, Albert Rivera aseguró que descartaba “apoyar al señor Rajoy o a Pedro Sánchez”. Es más, el líder de Ciudadanos dijo que no entraría en ningún gobierno que no presidiera. Sí, ya sé que es marketing electoral, colocarse siempre la vitola de ganador porque nadie vota lo contrario. También dijo que no iba a firmar un pacto de investidura porque la regeneración pasaba por el fin del bipartidismo.
Pasadas las elecciones hizo todo lo contrario: apoyó primero a Sánchez, luego a Rajoy sin entrar en el Ejecutivo y, finalmente, y con los dos en momentos distintos, llegó a un acuerdo de gobierno. Cs apeló a la responsabilidad, no podía ser menos, pero esa es una cualidad que debe manejarse en todo momento, incluso en campaña electoral. Es lo que se hace en las democracias de consenso, donde las alianzas son electorales, públicas, abiertas, discutibles, y la sensación pública de escamoteo es menor. Es una cuestión de colocar el respeto al soberano por encima del gancho electoral.
No menos hizo Podemos en aquel entonces, cuando el Caudillo se paseaba por los círculos abarrotados de enfervorizados seguidores que gritaban “tictac, tictac”. Le seguían la cohorte de fundadores, hoy carne de foto vintage. Es inaudito cómo un partido que hace poco se decía ganador, incluso alguna encuesta amiga daba a Podemos como primera fuerza de España en intención de voto, está hoy casi en la funeraria.
Eran los tiempos en que demonizar al PP de Rajoy no era suficiente, sino que, al viejo estilo de Anguita, se motejaba al PSOE de “socialfascista”, de pánfilo colaborador de la crisis social que empujaba a la gente a la miseria. Creían los podemitas que podían hacer el sorpasso a los socialistas, como pensaba Cs hacerle al PP, y su bandera era la negación de pactar con ellos, como hicieron en la casi investidura de Sánchez. Era un cóctel explosivo de ambición, adanismo y mal cálculo. Tampoco podían hacer otra cosa, porque una de las condiciones perversas del populismo es que anunciar pactos con la casta, el “enemigo del pueblo”, no renta en las urnas.
Irene Montero, con esa pose enojada con la que intenta captar a los españoles cabreados con el ‘patriarcado capitalista’, deja para la letra pequeña una realidad: sin el PSOE no son nada
Ahora les ocurre también. Ya pasó en Andalucía, donde Teresa Rodríguez centró su campaña en equiparar al PSOE de Susana Díaz con el resto, salvo Vox, que era directamente Satanás. Y está pasando en esta campaña (lo de “precampaña” no existe), en la que Irene Montero, siempre enojada, en esa pose con la que intenta lograr la empatía de los españoles cabreados con el “patriarcado capitalista”, deja para la letra pequeña una realidad: sin el PSOE no son nada.
Irrupción de Vox
Vox, el último nuevo partido en salir a escena, no se escapa a la bisoñez de los que aún no han entendido el parlamentarismo en tiempos de quiebra. Los de Abascal se alimentan de la cantinela de la “derechita cobarde”, de ese pasado de ser “el verdadero PP”, la reacción a la “traición” de Rajoy frente a las amenazas para la idea de España: el secesionismo y las izquierdas colaboracionistas.
A esto le añade un nuevo enemigo: Ciudadanos y su líder, el 'cosmopaleto' de Rivera, un “petit Macron”, el jefe del “partido veleta”. Sí; pero si los voxistas no pactan con el PP y Ciudadanos, ¿para qué vale votar sus candidaturas? Lo del voto testimonial, lo de la voz de protesta en el Parlamento está muy bien, pero, pasado el subidón tras la retahíla de insultos, se acabó todo. Una nueva “montaña parlamentaria” es muy decorativa, abre informativos, nos da para escribir columnas, pero es inútil.
El teatro político tiene estas cosas. Solo nos falta que el régimen parlamentario sin bipartidismo que hemos estrenado, basado en grupos competitivos con similar fuerza, madure de una vez.