Los ecos del otoño catalán van a resonar con fuerza durante toda la campaña electoral. Hay a quien parece molestarle inmensamente que esto sea así y se lamentan de que el debate público verse sobre la defensa de la Constitución y no sobre los problemas de “la gente”, como si a las personas no les afectara el ajuste a la ley de sus gobernantes o como si los no nacionalistas en Cataluña no fueran gente porque su mayor amenaza son los políticos que les gobiernan. Es la falsa dicotomía de la España que frena desahucios y la que saca la bandera constitucional, que van a seguir entonando, por ejemplo, los dirigentes de Podemos, empeñados en esa cantinela. Su aflicción por tener que hablar de banderas sería mucho más creíble si no llevasen tantos años bailándole el agua a los nacionalistas catalanes y uniéndose a ellos cada vez que tenían ocasión de sumarse a sus consignas contra la democracia española.
Sea como fuere, la conclusión de que se va a votar pensando en Cataluña es generalizada. La izquierda asume con pesadumbre que toca defender los cimientos de una democracia que durante años han vendido como débiles para justificar su retórica siempre inflamada. Y los partidos nacionalistas, cómplices de ese mismo pecado de exagerar hasta lo absurdo las similitudes de España con ciertas dictaduras, temen un plebiscito contra sus intereses en las próximas elecciones generales. En realidad, todo interés particular es difícilmente conciliable con el interés general, pero en este país los sostenes nacionalistas a los sucesivos gobiernos han legitimado los egos territoriales en esas negociaciones. En cualquier caso, la preocupación del separatismo catalán, como la del PNV, es consecuencia de haber tomado nota del consenso que fulminó el golpe institucional de 2017. Lo sorprendente es que no lo hayan hecho otros.
Los nacionalistas, cómplices del pecado de exagerar hasta lo absurdo las similitudes de España con ciertas dictaduras, temen un plebiscito contra sus intereses en las elecciones generales
La primera la lección que el otoño catalán nos dejó fue que basta con convertir en realidad una consigna que se finge consensuada como para que el falso consenso se revele como un auténtico sometimiento frente al que decir basta. Recordemos el 'Som una nació' en la pancarta que el socialista Montilla paseó por Barcelona. Cuando los partidos nacionalistas han querido hacer la nación, la sociedad catalana se ha fracturado y una mitad se ha descolgado irreversiblemente del relato oficial que les excluyó durante años. Así son los consensos. En su día fue el Estatut, como puede serlo hoy el mantra que Torra y Puigdemont repiten en los hoteles belgas a falta de Parlamento Europeo. Es sencillamente ingenuo pensar que, en unas elecciones que convocan al conjunto de los españoles con el telón catalán de fondo, esa conmoción no va actuar como aliciente electoral, con una similar potencia para dar al traste con otros constructos igualmente artificiales.
El mantra de que la aplicación de la ley es confrontación ya no tiene cabida siquiera en Cataluña, pero la equidistancia entre la oposición y el separatismo que hace este Gobierno -en el mejor de los casos y ahora que está en campaña- es solo el primer consenso caduco del que debe tomar nota el PSOE. Otro, que debe ser más importante para ellos porque tiene que ver con sus siglas, es el fin del centro gravitacional socialista en España. Pedro Sánchez ha creído que no importaba cuánto se alejase del pacto entre constitucionalistas mientras el país se moviese al compás del partido. Sólo eso explica, por ejemplo, la reacción de toda la órbita socialista ante el rechazo de Ciudadanos a pactar con el PSOE tras el 28-A. Es como si se creyeran con el derecho divino de llamar fascista a cualquiera que durante cinco minutos no comulgue con sus parámetros morales y ofenderse más tarde si llega la sangre al río.
La superioridad moral puede ser una forma graciosa de distanciarse de lo que le queda a uno a la derecha. Los españoles llevamos tiempo acostumbrados a ello y lo hemos asimilado con una naturalidad generosa. Pero la demonización del adversario, la equiparación con la extrema derecha y las graves descalificaciones que ha vertido el PSOE sobre la oposición impiden una respuesta condescendiente y piden rectificación. El PSOE ha jugado a eso pensándose inmune y creyendo que el consenso alrededor de su centralidad era más fuerte que el consenso constitucional. Habrá que ver cuántos le acompañan.