El próximo 6 de noviembre se celebran elecciones legislativas en Estados Unidos. Son las famosas elecciones de medio mandato porque caen dos años después de las presidenciales. Se renovará toda la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Habrá también elecciones a gobernador en 39 Estados, algunos de primera fila, como California, Illinois, Nueva York o Florida.
Toda una prueba de fuego para el presidente Trump, que gobierna plácidamente con una cómoda mayoría en la Cámara Baja y otra no tan cómoda pero suficiente en el Senado. El Partido Demócrata, que concluye ahora sus primarias, va a por todas. No quiere dejar un solo fleco suelto y para ello ha reelaborado su mensaje en un tono más izquierdista, ha apartado a Hillary Clinton y ha requerido los servicios de Barack Obama, que hace unos días dio el pistoletazo de salida durante el funeral del senador republicano John McCain.
La irrupción de Obama en la campaña ha sido en cierto modo una sorpresa. Nadie pensaba que el expresidente iba a colocarse de nuevo en primera línea menos de dos años después de abandonar la Casa Blanca.
Obama es un personaje controvertido que genera sentimientos encontrados dentro de la sociedad estadounidense. Para buena parte del Partido Republicano es un tipo peligroso, una amenaza para la democracia, al menos tal y como la concibieron los Padres Fundadores hace ya dos siglos y medio. Para el votante demócrata, sin embargo, es el heredero natural de Franklin Delano Roosevelt, un hombre milagroso, que sacó a EEUU del marasmo en el que le había metido George Bush.
Para el votante demócrata Obama es el heredero natural de Roosevelt, un hombre milagroso que sacó a EEUU del marasmo en el que le había metido Bush
A diferencia de otros presidentes demócratas como Bill Clinton, Obama no deja indiferente a nadie. Podría decirse que se le ama o se le odia y no hay mucho espacio entre medias. Se esté en un bando o en el otro, todos concuerdan en que las dos legislaturas de Obama supusieron un antes y un después para muchas cosas. Unos dirán que para las cosas malas, otros que para las buenas.
Tras su salida de la presidencia, en enero de 2017, Obama ha permanecido en silencio. Lo lógico, por lo demás, en los ex presidentes, entre cuyas funciones no figura enmendar la plana a su sucesor. No lo hizo Bush con Clinton ni Clinton con el tándem Bush-Reagan.
No ha debido ser fácil, porque Donald Trump no es un presidente al uso. Protagoniza polémicas, a menudo incluso las desencadena él mismo desde su cuenta de Twitter, y buena parte de su acción de Gobierno tiene como base nunca ocultada el antiobamismo.
Conociendo a Obama era previsible que ese silencio autoimpuesto tuviese una fecha de caducidad que acaba de vencer con motivo de la campaña para las legislativas de noviembre. Las encuestas bendicen -una vez más- a los demócratas. En honor a la verdad, esas mismas encuestas de poco le sirvieron a Hillary Clinton hace dos años. La demoscopia está muy desprestigiada por la vía de los hechos, por hará mal el Partido Demócrata si se deja guiar por los maravillosos números que le ofrecen medios afines como la cadena ABC o el Washington Post.
Crisis de liderazgo
La cuestión es saber por qué Obama ha tenido que salir en auxilio de un partido que, a la vista de los sondeos, no parece necesitarlo. Quizá porque no se fían mucho de esos sondeos o quizá porque el Partido Demócrata atraviesa una crisis de liderazgo. Tras Obama llegó Hillary, y luego el vacío.
Los demócratas no tienen hoy por hoy a nadie con peso para hacer frente a la armada trumpista, que ha cerrado filas con el Partido Republicano tan pronto como han empezado a sonar los tambores de guerra. Obama otorga a los demócratas un aura de invencibilidad y conjura los fantasmas que surgieron tras la humillación de 2016. Esa es la principal razón por la que Obama ha saltado a la arena. A falta de capitanes competentes, se sabe el único capaz de aunar voluntades, recaudar fondos y dirigir la nave.
Eso y el hecho que a nadie se le oculta de que los Obama no pretenden esfumarse del escenario tan pronto. Suenan con fuerza dos candidaturas demócratas para las presidenciales de 2020, las dos femeninas. Por un lado la de Chelsea Clinton, hija de Hillary y Bill, que lleva desde hace dos años dejándose querer. Por otro la de Michelle Obama que, en opinión de muchos, fue el auténtico poder en la sombra durante los años de su marido en la Casa Blanca.
Tanto para una como para la otra es preciso mantener vivo el apellido Obama en la mente del electorado, aunque no tanto por el pasado como por el futuro. Si se presenta Chelsea la hará cabalgando sobre el legado de Obama. Si lo hace Michelle su mensaje será de pura continuidad con el obamismo interrumpido accidentalmente por un inexplicable traspié en noviembre de 2016.
Claro que para las elecciones presidenciales aún falta mucho. Antes tendrán que sortear el escollo de las legislativas, de las que en última instancia depende que el Partido Demócrata se presente en 2020 como una apisonadora o como un viejo tractor averiado. De la ahí la importancia de la cita de noviembre. Trump se la juega sí, pero Obama arriesga mucho más.
En el debe del expresidente hay que apuntar que durante sus dos mandatos se quedó en minoría en ambas Cámaras y el partido perdió el control de doce Estados
Los demócratas tienen actualmente 193 diputados en la Cámara de Representantes. Necesitan 23 más para hacerse con la mayoría absoluta y, con ello, de la principal cámara legislativa. Esos 23 escaños van a tener que sacarlos de circunscripciones complicadas en Florida y el Rust Belt, que hoy son feudos trumpistas.
¿Es Obama el señuelo adecuado? A la luz de los hechos no lo parece. Cuando Obama dejó el cargo el Partido Demócrata se encontraba en uno de los momentos más bajos de su historia. Durante sus dos mandatos no sólo quedó en minoría en las dos cámaras, sino que el partido perdió el control de doce Estados.
De los 50 Estados de la unión sólo 16 están en manos demócratas. Cierto que mantienen el Gobierno en Estados importantes como California, Nueva York o Pensilvania, pero hace tiempo que se despidieron de otros como Illinois, Ohio o Indiana. Hace diez años, cuando Obama llegó al poder, los demócratas gobernaban en 28 Estados. Desde entonces no han hecho más que perder influencia y penetración local.
¿Fue todo culpa de Obama? Obviamente no. Algunos Estados se perdieron por la incapacidad manifiesta de sus gobernantes demócratas. Ídem con los representantes, pero la influencia del obamismo sobre el partido no fue precisamente positiva. Puede tratar ahora de recuperar el tiempo perdido y mitigar parte del daño que le causó al partido años atrás. Pero eso es tan sólo una hipótesis que tendrá que ser refrendada en las urnas.