Da igual la condición, el color político de los Ejecutivos o los galones de quién tenga que tomar la decisión en el Consejo de Ministros. Las pensiones y todos los interrogantes sobre su viabilidad transitan entre la historia de los gobiernos de nuestra democracia como ese melón abandonado en la despensa, con madura piel de sapo, pero cada vez con mayor hedor a pepino, que nadie se atreve a abrir en canal. Hacerlo, implicaría plantear un debate serio, necesario y vital para la sostenibilidad del sistema de pensiones, uno de los pilares básicos de nuestro estado del bienestar; implicaría tomar medidas traumáticas con un efecto directo en diferentes caladeros de votos. Por desgracia, los actos de valentía parecen descartados si conllevan una erosión en las urnas. Hemos vivido, vivimos y viviremos en la rutina de la patada a seguir. Incluso todo puede ir a peor, como ha sucedido en la historia reciente de los gobiernos saliente y entrante. El presidente caído entregó su alma al PNV, a cambio del apoyo a los Presupuestos –paradojas de la vida-, y sin ruborizarse anuló de facto la reforma de 2013, la que elaboró su mismo Ejecutivo hace ya más de cuatro años y que se basa en dos pilares: el índice de revalorización que sustituyó al IPC y el factor de sostenibilidad que pretende ligar las pensiones a la esperanza de vida. Rajoy no llamó a ningún ministro del ramo. A ninguno de la cosa económica. Nada sabían Cristóbal Montoro, Fátima Báñez o el imberbe Román Escolano de aquella famosa cita con el peneuvista Andoni Ortúzar en la que se fraguó la estocada a la sostenibilidad de las pensiones. Los primeros días del nuevo Ejecutivo han sido de manual. La llegada de Sánchez a Moncloa anticipaba el retorno al IPC como elemento troncal del sistema de pensiones. Dicho y hecho. Con apenas sólo doce días de gobierno, el PSOE volvía a vincular las pensiones al índice de precios.
El acuerdo de Rajoy suspendió temporalmente el nuevo índice de revalorización, regresaba al IPC y retrasa cuatro años la entrada en vigor del factor de sostenibilidad, hasta 2023. Eso aseguraba al Ejecutivo pepero una legislatura entera sin aplicar su propia reforma. Y el que venga después, que decida. O que arreé. Pues el relevo llegó antes de lo esperado por Rajoy. Magdalena Valerio, la nueva ministra del ramo, devolvió la revalorización de las pensiones al IPC sin rellenar las grietas que supone la medida. Todos los grupos coinciden en subir las prestaciones al ritmo de la inflación, e incluso por encima del nivel que marquen los precios en épocas de bonanza económica. Pero no está resuelto –no hay acuerdos entre las diferentes formaciones- qué hacer con la revalorización de las pensiones cuando aparezca una nueva recesión. PP, Ciudadanos y PDeCAT siguen reclamando una excepcionalidad en tiempos de crisis que permita desligarse del IPC y diferenciar entre las pensiones más altas y las bajas. PSOE, ERC y Podemos no están de acuerdo y quieren que se asegure siempre el IPC a todos los pensionistas, con independencia del ciclo económico. Rechazan de plano la posibilidad de hacer una distinción entre pensionistas y blindar solo las mínimas en la revisión de recomendaciones, aunque los socialistas, que quieren asegurar el consenso a toda costa, no se aferran tanto a esta petición y prefieren que el Gobierno lo negocie con las organizaciones sindicales y patronal.
Reto demográfico y Pacto de Toledo
Si algo han repetido hasta la saciedad los mayores expertos en pensiones estos meses es que las reformas de 2011 y 2013 aseguraban la viabilidad del sistema en el futuro. La combinación de los dos cambios iba a contener el fuerte aumento del gasto que provocará el reto demográfico y a hacer viable uno de los mayores pilares del estado de bienestar español. Pero hoy esta afirmación está herida de muerte. Para pagar el regalito ligado de la subida del IPC, que costarán unos 1.500 millones y 1.800 millones en 2019, el Gobierno hará algunas propuestas al Pacto de Toledo, como la creación de cuatro grandes impuestos para financiar las pensiones. Una medida que lejos de ser la panacea, no sirve ni de parche porque debe ir acompañada de otras reformas de carácter más estructural.
La reforma del sistema público de pensiones de 2013 introdujo el Índice de Revalorización de las Pensiones, que permite que las pensiones crezcan igual que la inflación siempre que el sistema esté en equilibrio a lo largo del ciclo económico, aumentando los ingresos o reduciendo el gasto (por ejemplo, mediante el aumento de la edad de jubilación o la disminución de la tasa de reemplazo de la pensión inicial). Por eso la reforma era integral y neutral: permitía cualquier opción sin poner en riesgo la sostenibilidad presente o futura del sistema. A falta de conocer los detalles, con la información que se ha dado a conocer hasta ahora, no puede decirse lo mismo de la propuesta que se está debatiendo actualmente. ¿Quién y cómo se va a pagar el coste de revalorizar las pensiones con la inflación sin tener en cuenta la restricción presupuestaria? ¿Se está extendiendo un cheque sin fondos y aceptando un compromiso que, llegado el caso, podría no mantenerse en el futuro?
El sistema público de pensiones presenta un déficit persistente desde 2011, que en 2017 supuso casi 19 mil millones de euros. Una cifra equivalente a unos mil euros anuales por afiliado a la Seguridad Social y unos dos mil euros por pensión. Las previsiones a medio plazo apuntan a que, incluso en un escenario de fuerte creación de empleo, el déficit no desaparecerá en los próximos años, antes de que empiecen a jubilarse las generaciones pertenecientes al baby boom. De cumplirse las proyecciones de la Comisión Europea (2018), el déficit actual aumentará desde el 1,6% al 6,3% del PIB en 2050, salvo que se actúe con una estrategia integral de largo plazo.
De cumplirse las proyecciones de la Comisión Europea (2018), el déficit actual aumentará desde el 1,6% al 6,3% del PIB en 2050
¿Cuáles son las opciones para evitar este desequilibrio entre ingresos y gastos? Una posibilidad es mantener la edad de jubilación y la tasa de reemplazo actual (78,7% en 2016 en España frente al 46,3% de la UE), y aumentar los ingresos del sistema lo que sea necesario para asegurar que las pensiones se revalorizan con la inflación. Con esta alternativa se traspasa todo el riesgo económico y demográfico a los contribuyentes, aumentando la presión fiscal progresivamente desde 1,6 pp del PIB en el presente hasta 6,3 pp adicionales en las próximas tres décadas. Para hacernos una idea de lo que esto supone, los ingresos por cotizaciones sociales de jubilación tendrían que aumentar desde el 10,1% del PIB actual hasta el 16,4% (un aumento equivalente a unos cuatro mil euros anuales por afiliado). Este aumento de los impuestos tendría efectos distorsionadores que provocarían una caída superior a los 6 puntos porcentuales del PIB y del empleo. “Con la evidencia empírica disponible, es muy difícil justificar que una mayor redistribución intergeneracional de la renta a la ya existente dé lugar a un aumento de la demanda agregada que pueda llegar compensar estos efectos distorsionadores de la mayor presión fiscal”, aseguraba Rafael Domenech, economista jefe del servicio de estudios de BBVA, en una tribuna publicada en este medio. “Al final las pensiones terminarían siendo más bajas, a pesar de mantener su tasa de reemplazo sobre salarios que serían inferiores a los que existentes en ausencia de este aumento de impuestos”, concluye.
“Por desgracia, los políticos no deben ser conscientes de que una subida tan elevada se consolida cada año y es otra fuente importante de tensión al sistema”, aseguran otros economistas consultados. Entre los expertos económicos, Fedea ha defendido en varias ocasiones la posibilidad de blindar solo las pensiones mínimas ligándolas al IPC y mantener el índice de revalorización actual para el resto. Esto costaría un 0,4% al año, algo asumible, mientras que volver a tomar de referencia la inflación para todas las prestaciones obligaría a tomar medidas muy duras para poder financiarlo, como, por ejemplo, subir el IRPF un 35% en 2040.
Pese a que la reforma de 2013 no era la gran salvación, ni mucho menos, sí ponía una realidad matemática en forma de ley
Pese a que la reforma de 2013 no era la gran salvación, ni mucho menos, sí ponía una realidad matemática en forma de ley. Para calcular el gasto de pensiones tomaba en cuenta dos componentes. Por un lado, el crecimiento de los ingresos de la seguridad social. Si el número de trabajadores y/o los impuestos que estos pagan al sistema aumenta, el sistema tiene más recursos, y las pensiones aumentan. Si no lo hace, o crecen con lentitud, las pensiones crecerán lentamente. Por otro lado, la ley también tiene en cuenta el coste de los pensionistas en base a cuántos años van a estar recibiendo pensiones. Cuanto mayor sea la esperanza de vida a los 65, más difícil será para los trabajadores actuales sostener esos pagos. La fórmula incluye unos cuantos ajustes adicionales (las medias se calculan a 11 años vista, para suavizar el impacto de las recesiones, por ejemplo), pero el efecto final es muy simple: si en España aumenta el número de trabajadores y/o su productividad y con ello las cotizaciones a la seguridad social en proporción al número de jubilados, las pensiones suben. Si esa proporción disminuye, las pensiones bajan. Esa es la aritmética del sistema. Por tanto, la pérdida de poder adquisitivo de las pensiones no responde a un capricho de los Dioses de Bruselas, entonces. Es simplemente la ley adaptando el sistema a la realidad de una demografía, la nuestra, que es cada día que pasa más atroz.
Toda esa lógica ha sido despreciada en el nuevo acuerdo de Rajoy con el PNV. Una subida dirigida en un doble plano: el apoyo a los presupuestos y calmar a la calle, a la masa de pensionistas cabreados. Los mismos que seguirán igual de cabreados cuando vean que la subida ligada al IPC, en caso de llegar a concretarse –hay una puerta de atrás si existe acuerdo dentro del Pacto de Toledo para ligarlo al IPC pero con factores correctores- apenas llegará a entornos de 20 euros al mes en la mayoría de los casos. La lógica para hacer sostenible el sistema obliga a lo contrario. A una rebaja del 1%-2% durante, al menos, un par de décadas para que la solidaridad intergeneracional siga existiendo, y los que pagan ahora puedan gozar de una mínima pensión pública en el futuro. ¿Quién se atreve a poner el cascabel a ese gato si la congelación de las pensiones ha sido históricamente un arma electoral arrojadiza en el bipartidismo? Rajoy está visto que no. Sánchez, tampoco.