Una democracia donde el ejecutivo deshace el estado y regala el país a trozos para seguir en el poder, y donde la oposición casi se limita a pensar que lo peor no puede suceder porque es imposible, es una democracia perdida. Es nuestro caso. Y esta creciente brecha entre destrozos ejecutivos e impotencia legislativa y judicial para impedirlos obliga a prepararnos para lo peor. Ahora la atención se concentra en Cataluña y Puigdemont, pero consideremos lo que puede pasar en el País Vasco tras las elecciones autonómicas, y teniendo muy presente el precedente de Pamplona.
La hegemonía regalada al nacionalismo vasco
Nadie duda de que las elecciones vascas serán ganadas por el PNV o Bildu; la suma de ambos compone una mayoría abrumadora. Esta hegemonía nacionalista es la consecuencia de la renuncia a derrotar a ETA y al nacionalismo obligatorio cuando fue posible, olvidando la historia reciente, renunciando o traicionando al constitucionalismo vasco y practicando el blanqueamiento de la herencia de la banda. Por eso la pelea por Ajuria-enea se libra entre Bildu y PNV, con los demás reducidos al papel de comparsas. Ante este panorama parece increíble que hace poco más de veinte años fuera posible un gobierno vasco constitucionalista, oportunidad desbaratada por los socialistas en la persona del inefable Patxi López (pero esa es otra triste historia).
El PSOE prefirió aislar a “la derecha” representada por el PP en vez de al nacionalismo, su socio histórico. Las demás fuerzas vivas, incluida esa derecha, tuvieron otras razones. Aceptaron con resignación, como fatalidad histórica, el casi olvidado Pacto de Estella (o de Lizarra) entre ETA y el PNV. Fue suscrito en 1998 y provocado por la movilización democrática tras el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, que arrinconó a la banda y puso en bandeja la oportunidad, perdida, de instaurar la hegemonía del constitucionalismo (también perdido).
El PNV se arriesgó pactando con la reprobada rama terrorista del arbusto abertzale, pero conocía muy bien la cobardía de las élites políticas y económicas españolas y, sobre todo, entendía el riesgo mortal de que la caída de ETA-Batasuna arrastrara al conjunto del nacionalismo. El Pacto de Estella debía salvar a ETA a medio plazo, a cambio del abandono del terrorismo, para impedir la derrota del PNV. Bastaba con convencer a la opinión pública de que la normalidad política no era otra cosa que el fin voluntario del terrorismo, y de que sería mejor gestionada que nadie por los propios nacionalistas (también ayudó el aplaudido modelo de pacto del Ulster).
Se aceptó el cambalache de negociar con una ETA derrotada para legalizar otra marca heredera de Batasuna (ilegalizada en 2003), presentando ese acuerdo ruinoso e injusto como la conquista de la paz
Como es sabido, así fue: aunque el fin del terrorismo ya se había logrado, y a costa de grandes sacrificios y mucho sufrimiento, se aceptó el cambalache de negociar con una ETA derrotada para legalizar otra marca heredera de Batasuna (ilegalizada en 2003), presentando ese acuerdo ruinoso e injusto como la conquista de la paz, la reconciliación generosa y otras engañifas sentimentales que han sido tan beneficiosas para los Eguiguren y Ternera como dañinas para la democracia. En realidad, se consolidó in extremis la hegemonía abertzale con dos ramas convencionales de derecha e izquierda, como manda la tradición democrática. La jugada les salió redonda, y parece lógico pensar que quieran reeditarla, porque el espantoso Gobierno de Sánchez y la patente debilidad de las instituciones españolas ofrecen una oportunidad de oro.
Muchos dan por hecho que los socialistas harán el papel arbitral decidiendo si el próximo gobierno vasco va al PNV o a Bildu. Ambos son socios privilegiados de Sánchez, pero Bildu no sufre el desgaste del PNV por esa asociación simbiótica, sino todo lo contrario: solo consigue ventajas. Respecto al PP, bastante tendrá con mejorar sus resultados y salir del hoyo en que se metió él solo durante la era Rajoy, aceptando perezosamente la fatalidad de la hegemonía abertzale a cambio de mantener al PNV como socio (y sufrir la previsible traición de la moción de censura).
Una nueva comunidad vasca incluyendo Navarra, y desde luego Cataluña, pueden acabar siendo de facto estados confederados solo levemente ligados a una España muy debilitada
Después de las elecciones, y siguiendo la convención actual de mentir a los electores sobre sus intenciones futuras, PNV y Bildu podrían suscribir un segundo e histórico “pacto de Estella” para un proceso soberanista apoyado en una mayoría absoluta del Parlamento vasco como tarjeta de presentación internacional. La independencia al estilo antiguo es muy difícil hoy, pues la Unión Europea rechaza la ruptura de los Estados miembros en nuevas unidades nacionales (ni siquiera alentó a los europeístas escoceses a romper Gran Bretaña), pero admite el caso de Bélgica. De facto, Bélgica es un estado doble confederal con un monarca decorativo y capital común en Bruselas (compartida con la UE, lo que facilita la ficción).
España ya está metida, y desde antes de Sánchez, en una deriva confederal comparable. Una nueva comunidad vasca incluyendo Navarra, y desde luego Cataluña, pueden acabar siendo de facto estados confederados solo levemente ligados a una España muy debilitada. Y de todos modos, los vascos seguirían hablando español, disfrutando del cupo, consumiendo más jamón ibérico que nadie y pasando las vacaciones en Benidorm o Canarias.
Al nacionalismo vasco le basta con un acuerdo que deje definitivamente fuera de juego a las instituciones españolas y su débil presencia actual: bastaría con un poder judicial vasco, asumir todas las competencias decisivas del Estado y en las fronteras sustituir a las FSE por la Ertzaintza. Todo invita a pensar que las protestas contra la desintegración nacional de España no podrían impedir la centrifugación confederal, que la izquierda promueve en nombre de la diversidad y muchos consideran inevitable y, en todo caso, preferible a un conflicto que implique el uso de la fuerza. Al fin y al cabo, España ha ido aceptando pasivamente el avance de la desigualdad jurídica y política, con la inevitable disolución progresiva de la soberanía, unidad y autoridad estatales mediante el exitoso método del hervido lento de la rana. Ahora es el momento del escorpión.
Evidentemente, esto que les adelanto puede pasar o no, o solo en parte, y también fracasar -quizás violentamente-, pero de algo estoy convencido: confiar en que el futuro inmediato seguirá las reglas escritas e implícitas de la política bipartidista de la Transición es un autoengaño. Y un gran regalo a quienes las han traicionado, como un tal Sánchez y sus socios en la demolición, como el separatismo que ve llegar su gran oportunidad.