Hace unos días, en una cadena de TV de cuyo nombre no quiero acordarme, se debatía sobre la injerencia del Gobierno en la judicatura. Uno de los contertulios, Gonzalo Miró, nos iluminó con el siguiente hallazgo: los jueces también tienen ideología, ¿en qué mejora la cosa el hecho de que se elijan o no entre ellos? Qué pena que nadie le preguntara por qué debía importarnos su opinión, más allá de haber sido siempre hijo y novio de distintas señoras y señoritas. Obviaré también la respuesta evidente desde la teoría política, el propósito de Montesquieu, etc. para centrarme en lo importante. Y lo importante, -sorpresa, sorpresa- es que lo comenta Gonzalito tiene su punto, aunque no el que él supone.
En primer lugar, demuestra el complejo que tenemos desde el inicio de la modernidad de dejar las cosas “atadas y bien atadas”, procurar la perfección y evitar el error a través de la penetración racional en el ser de las cosas (en este caso, de las personas y sus formas de organizarse). Desde este prisma hemos buscado siempre la organización perfecta que dejara ideas e ideítas -personales y sociales- al margen de la maquinaria política, ya fuera el paraíso socialista o el paraíso de prosperidad de la mano libre de mercado. El problema de Miró “¡los jueces también tienen ideología!” es la versión tontorrona del que lleva la filosofía política moderna tratando de resolver desde hace unos siglos: ¿quién vigila al vigilante? La respuesta siempre ha tratado de centrarse en el cómo: cómo hacer que el vigilante no vigile mal y, en el caso de hacerlo, cómo darle puerta, patada, a tomar viento, adiós muy buenas, a fer la má (valencianos, guárdenme el secreto). Todo esto a través de un proceso completamente aséptico, no susceptible de ser acusado de arbitrario. Esto ocurre porque la filosofía moderna es la cuna de la filosofía de la sospecha: homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre; mulier, mulieri, vipera).
No es lo mismo corromperse por diez euros (si hay que ir se va, pero ir pa’ na’ es tontería) que por las cifras que corren por delante de un presidente de Gobierno, especialmente si está pensando en su “jubilación”
A efectos prácticos, resulta razonable considerar que la maldad, la picaresca, la debilidad de la carne, la avaricia y todo lo malo que nos transita de extremo a extremo comparece en cualquier situación cotidiana; la política y la justicia no sólo no están libres de todo esto si no que avivan sus efectos. No es lo mismo corromperse por diez euros (si hay que ir se va, pero ir pa’ na’ es tontería) que por las cifras que corren por delante de un presidente de Gobierno, especialmente si está pensando en su “jubilación”.
El problema radica en el planteamiento de base: si por delante nos organizamos presuponiendo que actuaremos mal, esa concepción irá empapando todos y cada uno de los movimientos que hagamos. Construiremos una sociedad sobre la premisa de que a uno lo van a engañar y explotar, o que uno va a engañar o explotar a los demás, de forma que la única salida que nos queda es legislar todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida, que es justo lo que nos viene ocurriendo desde hace décadas sin que nos demos cuenta.
No podemos extrañarnos entonces de que ahora nos encontremos con expresiones como “los hijos no son de los padres” (en alusión al contenido que deben recibir los estudiantes en las escuelas) o el famoso “sólo sí es sí”. En breve necesitaremos de un notario para mantener relaciones sexuales. “Nuestro notario está de baja” será el nuevo “me duele la cabeza”. Hace un siglo, lo único que necesitaban los arroceros de la Albufera de Valencia para sellar sus pactos era la palabra dada. Ahora todo es burocracia y procesos absurdos para asegurarnos de la rectitud que de normal procuraban la bonhomía y el sentido común.
Una constitución, por más perfecta que sea, es sólo papel mojado, igual que la máquina más perfecta deja de funcionar si se desconecta la batería que la alimenta
Bonhomía y sentido común es algo que deberíamos ver como algo no sólo natural, sino también exigible, en personas con cargos de especial responsabilidad, como el de los jueces (también el de los diputados, y los miembros del Gobiernno) y, en general, de todas las personas que manejan “la cosa pública”. Por eso, el planteamiento de Gonzalo Miró nos suena absurdo, no sólo por Montesquieu, sino porque presuponemos honradez al poder judicial. Ahora bien, el apunte de Miró tiene sentido en una sociedad en la que se pretende obtener justicia y eficacia ignorando el componente humano -la ideología-, como si dicha justicia y eficacia no fueran, precisamente, objetivos que se ha planteado de forma concreta una sociedad dada. Pregunten a un chino, a un hindú o a un camerunés qué entienden por justo y eficaz.
Gonzalo, por supuesto que los jueces tienen “ideología”, pero no la que tú piensas, o la que ellos mismos piensan: de momento todos compartimos ciertas ideas de cómo deberíamos tratar a las personas, cómo organizarnos, qué es lo bueno y qué es lo malo.
Debemos dejar de dar todos estos puntos de partida, valores y virtudes por supuestos y tratar de fomentarlos, porque sólo si los defendemos todos a título individual y a capa y espada es cómo mantendremos nuestra sociedad. Una constitución, por más perfecta que sea, es sólo papel mojado, igual que la máquina más perfecta deja de funcionar si se desconecta la batería que la alimenta.