Opinión

Nuevo curso, viejos debates

Ningún alumno está condenado a la ignorancia, a la infelicidad o a la marginalidad por mucho que las leyes compliquen el trabajo, por mucho que la burocracia consuma buena parte de la jornada y por mucho que la confianza en nuestra labor esté por los suelos

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La vuelta a clase trae de nuevo uno de los debates más incomprensibles de nuestra época. Se trata del que enfrenta a los partidarios de la jornada escolar continua y a los de la jornada partida. Es un debate incomprensible cuando se centra en los aspectos pretendidamente racionales, los pedagógicos, pero se entiende perfectamente cuando se va a los verdaderos motivos detrás de cada postura: unos quieren llegar pronto a casa, los otros no pueden llegar pronto a casa. Ahí está el centro y la periferia del debate. Todo lo demás es retórica y racionalización. 

Los partidarios de la continua, los profesores, defienden un modelo que les permite terminar antes su jornada laboral y tener las tardes libres. Los de la partida necesitan que sus hijos permanezcan más tiempo en el centro escolar. Todos deberían pensar únicamente en lo mejor para quienes están a su cargo; para los docentes son alumnos y para los padres son sus hijos, pero las necesidades son idénticas. Y lo que parece claro es que pasar poco tiempo en la escuela aumenta determinados riesgos que pueden ser muy perjudiciales para los niños y adolescentes, especialmente los que provienen de familias con menos tiempo y recursos.

Más tiempo en el centro escolar supone menos tiempo en redes sociales, frente a la pantalla o tirado en el sofá. Hay familias que pueden evitar estas ocupaciones fáciles y perjudiciales con las extraescolares; hay familias que no se lo pueden permitir. Para todas, pero especialmente para las últimas, la jornada partida -con clases normales o con actividades extracurriculares, horas de estudio o apoyo escolar- proporciona beneficios reales y evidentes, más allá de los intereses personales de sus defensores. La escuela no es un mero aparcamiento de adolescentes, como se suele decir desde el otro bando.

La vuelta a clase ha traído también otro debate recurrente, éste con más enjundia. Precisamente, el debate sobre lo que ocurre en el tiempo que los niños y adolescentes pasan en las aulas. Hace unos días publicaban en El País una entrevista a dos expertos en educación. El titular era contundente: “El debate de la bajada de nivel de los estudiantes es falso, inútil e interesado”. La respuesta a la primera pregunta (¿A quiénes se refieren cuando hablan de los descontentos de la educación universal?) era aún más directa: 

La educación es un deber de los padres hacia los hijos, de los profesores hacia los alumnos y de los adultos hacia los jóvenes. Y, además de un deber personal y particular, es algo que proporciona numerosos beneficios sociales

“Los descontentos son los que alertan de la bajada del nivel. Los que desde siempre han pensado que educar a todo el mundo, que la gente llegue tan lejos en la escolarización, educar a las mujeres, a los pobres no era especialmente buena idea. Y que la educación buena, de calidad, por definición tiene que ser elitista. Y sobre todo a partir de la primaria tiene que ser restrictiva y selectiva”.

Pocas veces se ve un hombre de paja tan burdo, vago e insultante como el que abre la entrevista. Juan Manuel Moreno es un experto en educación con un libro recién publicado y entrevista promocional en El País. El problema es que lo que defiende es lo mismo que defiende cualquier ciudadano español. Vamos a poner el 80% de los españoles para no pillarnos los dedos, porque en España sí hay culturas con evidentes problemas para integrar a las mujeres. Como decíamos, en Occidente no se discute la educación universal. La educación es un deber de los padres hacia los hijos, de los profesores hacia los alumnos y de los adultos hacia los jóvenes. Y, además de un deber personal y particular, es algo que proporciona numerosos beneficios sociales. Si la educación mejora a las personas y a las sociedades, nadie querría reservarla para unos pocos. Al contrario; queremos la mejor educación, una educación excelente, para todos. 

Un proceso de transmisión individual

El problema del autor es que defiende lo mismo que la mayoría de los españoles, pero también otras cosas menos evidentes. Por ejemplo, al parecer, que el nivel de la educación en España no ha bajado. Éste es un debate más complejo que el de la universalización de la educación. Requiere definir previamente qué es la educación, cuáles son sus principales objetivos, cuál es su estado actual, qué se está consiguiendo, qué se ha dejado de hacer. Requiere manejar herramientas que nos permitan analizar cuantitativa y cualitativamente un sistema complejo. Requiere establecer comparaciones entre diferentes centros educativos, diferentes modelos educativos, diferentes regiones y diferentes países. Y requiere también ir al detalle, porque la educación es siempre y ante todo un proceso de transmisión individual. Por encima de PISA, de las evaluaciones diagnóstico, de los análisis comparativos, de las estadísticas, de las medias, de las recomendaciones de empresas y de los sesudos apuntes de los expertos en un arte al que no se han querido dedicar, la educación es lo que pasa en cada aula de cada escuela. El debate sobre la educación requiere pasar tiempo con los alumnos y con los docentes. Observar los efectos de las sucesivas políticas educativas que se han ido implantando en España. De las nuevas metodologías, de la gamificación, la flipped classroom, los estímulos constantes, el trabajo por proyectos, los dispositivos electrónicos omnipresentes, la desaparición del papel, de la concentración o del trabajo individual. Es un debate que requiere pisar el aula. Y no todos tienen tiempo y ganas para eso. De ahí surgen titulares como los de la entrevista y declaraciones como las de la primera respuesta. Es un debate falso, nada menos, y los que alertan de la bajada de nivel no quieren enseñar a los pobres ni a las mujeres. 

La educación sólo podrá llamarse universal cuando al alumno pobre, inmigrante o problemático se le exija lo mismo que a cualquier otro; y cuando reciba lo mismo     

En la docencia se tiende demasiado al fatalismo y a los mensajes apocalípticos. No hay nada que hacer, los alumnos están condenados y nosotros no podemos hacer nada, decimos. La culpa es de las leyes, de los padres y de las autoridades, añadimos. Pero hay mucho que hacer. Ningún alumno está condenado a la ignorancia, a la infelicidad o a la marginalidad por mucho que las leyes compliquen el trabajo, por mucho que la burocracia consuma buena parte de la jornada y por mucho que la confianza en nuestra labor esté por los suelos. Lo más importante es lo de siempre: lo que se hace en el aula. Por eso el de la bajada de nivel no es un debate falso; es un debate esencial. No basta con que todos los chavales pasen el mismo tiempo en clase. La educación sólo podrá llamarse universal cuando al alumno pobre, inmigrante o problemático se le exija lo mismo que a cualquier otro; y cuando reciba lo mismo. 

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