La Fiesta Nacional del 12 de octubre ha vuelto a celebrarse con las dimensiones que solía tener antes de la pandemia y la verdad es que ha salido muy bien. Muy vistosa, muy dinámica, muy bien de ritmo. No sé quién será el director de escena, si lo hay, pero ha hecho un buen trabajo.
Pero no hace todavía un mes que nos hemos hinchado a ver cómo hacen estas cosas los británicos, que son los mejores del mundo. Los diez días de duelo por Isabel II, llenos de desfiles callejeros, ceremonias y procesiones fueron un ejemplo insuperable de cómo hay que hacer todo eso. Podremos volver a comprobarlo el mes que viene, cuando en el Reino Unido celebren el Memorial Day, que es lo más parecido que hacen a nuestro 12 de octubre. Algo podemos aprender.
Primero, la gestión de los tiempos. El retraso de unos segundos del presidente del Gobierno, que hizo esperar un momento a los Reyes en el vetusto Rolls Royce, me parece una anécdota sin importancia a la que no hay que buscarle ni tres pies ni más que los que tiene (y no tiene ninguno), pero es un error. Esto a los británicos no les pasa jamás.
Lo dijo una vez el papa Pablo VI: “En las ceremonias nos está viendo todo el mundo y no se puede cometer un solo error”. Días después, durante la apertura de la Puerta Santa, le cayó encima al Papa un montón de cascotes que se habían quedado en el dintel y que casi lo descalabran, y todo delante de las cámaras. Esto demuestra que nadie está libre de accidentes ni de equivocaciones. Pero hay que intentarlo.
Mientras el Rey camina hacia la tribuna, suena la banda con el chunda-chunda habitual; de pronto se oye un cornetín que desafina, un golpe de bombo y zas, silencio. La música se corta “a capón”
Un ejemplo: la música. Los británicos, en sus celebraciones, conceden una importancia esencial a la música. En realidad, y desde un punto de vista escenográfico, es la que manda. Escogen las piezas que se van a interpretar con exquisito cuidado y de hecho, si se fijan, es la música la que marca los tiempos. Los diferentes momentos de las ceremonias se diseñan en función de la duración de las obras musicales, para que no haya que “cortar a machete” ninguna pieza, que es lo que hacemos aquí. En Londres, cuando el cortejo (el que sea; es un ejemplo) echa a andar, comienza a sonar el órgano, el coro, la orquesta, la banda o lo que haya. Y la llegada de los caminantes a su punto de destino coincide exactamente con el final de la pieza que se esté interpretando. No hay que cortar ni interrumpir nada, han calculado la duración de la música y la velocidad de los pasos para que encaje. Eso es dificilísimo, ya lo sé, pero el efecto es espectacular. Aquí no. Aquí, mientras el Rey camina hacia la tribuna (es otro ejemplo) suena la banda con el chunda-chunda habitual; de pronto se oye un cornetín que desafina, un golpe de bombo y zas, silencio. La música se corta “a capón”. Eso es feo.
La muerte no es el final
Los ingleses jamás, pero jamás ilustrarían la ceremonia de homenaje a los caídos con una… bueno, con una cosa como la canción La muerte no es el final, del cura Cesáreo Gabarain. No porque el tipo fuese un depredador sexual que metía mano a los niños, que eso sería lo de menos, sino por lo mismo, porque es fea. Es cursi, untuosa, almibarada y, por decirlo de una vez, mediocre, cutre. No hace más de treinta años que se interpreta. No es una tradición tan larga. No estaría de más cambiarla por algo verdaderamente solemne. Si los británicos lo hacen tan bien, ¿por qué nosotros no?
Hubo en el desfile cosas admirables. Tiene un mérito enorme encajar el paso rapidísimo de la Legión, o el paso lento y elegante de los Regulares de Melilla, con el paso de todos los demás militares, que eran varios miles. Eso se hizo espléndidamente.
Pero los españoles, en el desfile de nuestra Fiesta Nacional, tenemos un problema: los gamberros. Esto no pasa en ningún otro país. En Italia, en Francia o en el Reino Unido, todo el mundo tiene claro que la fiesta nacional es un día de unidad y de satisfacción común. Nunca se mezcla la política de partidos en esos momentos. A nadie se le ocurre ponerse a insultar a gritos al presidente del Gobierno, que es lo que pasa aquí desde hace décadas. Da lo mismo quién sea el presidente. El primero al que la chusma berreona puso verde fue Felipe González. Luego parecieron tomarse un relativo descanso con Aznar, pero volvieron al chillido con Zapatero, después con Rajoy (algo menos, tampoco mucho) y ahora con Sánchez.
¿Por qué lo hacen? Pues también está claro: para que se hable de ellos, para salir en la tele; para liarla, como las hordas de fanáticos futboleros
Lo que esto quiere decir está muy claro. A ese hato de gamberros, por lo general bastante jóvenes aunque no todos, les importa una reverenda m... España, la bandera, el ejército, el Rey y todo lo demás. La Fiesta Nacional, la fiesta de todos, es nada más que un pretexto para juntarse, comportarse como animales y reventar todo lo que puedan: han llegado a vocear incluso durante el solemne momento de la oración por los muertos. No cabe mayor falta de respeto ni por la nación ni por lo que los símbolos de la nación significan. ¿Por qué lo hacen? Pues también está claro: para que se hable de ellos, para salir en la tele; para liarla, como las hordas de fanáticos futboleros. Lo que en cualquier otro país civilizado sería motivo de vergüenza –sabotear la fiesta nacional–, para ellos es una especie de heroicidad. Es difícil de entender pero es así.
¿Qué hacer con esa gentuza? Pues se me ocurre una solución: integrarlos en el desfile. Tampoco son tantos, apenas unas decenas. Aparte de los megáfonos y de los chiflos que ya traen ellos de casa, se les podrían proporcionar instrumentos musicales, como por ejemplo cornamusas (si los Regulares llevan chirimías, a ver por qué no va a haber cornamusas), se les viste de payaso y que desfilen al final del todo, saludando, después de los caballos: el escuadrón de soplagaitas reventadores y tocagüevos de la Fiesta Nacional. Luego se les invita a unas cañas, que eso no lo van a despreciar nunca, y hala, hasta el año que viene. Asunto resuelto.
Un caso de cara dura togada como se ven pocos, porque luego sí estuvieron en la recepción del Palacio Real; al desfile no pero al canapé sí
Algo habría que haber ese también, al menos este año, con algunos magistrados que llevan semanas y semanas saboteando desde dentro el órgano de gobierno de los jueces y dilatando perversamente el nombramiento de dos de ellos. Luego decimos que la culpa de los cuatro años de retraso en la renovación del CGPJ la tienen los políticos. Anda, pues ¿y estos? No lo digo por Carlos Lesmes, que no estuvo en el desfile del 12 de octubre por la simple razón de que ya no era presidente ni del Consejo General ni del Supremo; me refiero a los demás, que se negaron a ir porque no les habían invitado con la suficiente antelación. Eso fue lo que dijeron. Un caso de cara dura togada como se ven pocos, porque luego sí estuvieron en la recepción del Palacio Real; al desfile no pero al canapé sí, ¿eh? ¿Qué hacer con ellos? Pues, por mí, también al desfile, pero estos en figura de diciplinantes, que decía Cervantes en el Quijote: con una coroza en la cabeza y el sambenito sobre los hombros, y dándose unos a otros de latigazos como justa penitencia por su pecado de vanidad, sabotaje y canapé.
Este año faltaron, como es costumbre, los presidentes autonómicos de Cataluña y el País Vasco. El mensaje de estos dos, que son los máximos representantes del Estado en sus comunidades, es el mismo: no nos sentimos parte de ese Estado. Bueno. Pues allá ellos. Urkullu sabrá lo que hace, porque en el País Vasco no hay una “fiesta nacional” propiamente dicha (había una y la quitaron en 2014), pero Pere Aragonès debería pensarse lo de presentarse en Madrid para el desfile. No sé, igual aprende algo o se lleva ideas para sus propias celebraciones. Aquí, a pesar de los gamberros (que son muy pocos), el desfile salió verdaderamente bien. En Barcelona no tienen desfile militar, pero lo de la ofrenda floral a Rafael Casanova, cada 11 de septiembre, es algo bastante parecido al rosario de la aurora. Si en Madrid hay un hatajo de voceones cada 12 de octubre, lo de allí es casi una gallera.
Es lo que decía (frase atribuida) Raimundo Fernández Cuesta, amigo que fue de José Antonio Primo de Rivera y luego ministro de Franco: “No hay nada mejor que la lealtad de los camaradas”.