Me resultaba interesante conocer la opinión de Miguel Ángel Quintana Paz sobre las elecciones de Italia, con los resultados recién salidos del horno. La idea era saber la opinión de este profesor de Filosofía y director del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) sobre Giorgia Meloni y sobre las motivaciones que han impulsado a los habitantes de los barrios de este país, y de otros lugares de Occidente, a apostar por las fuerzas políticas que algunos consideran de ‘derecha radical’, otros de ‘derecha’ y otros de ‘ultraderecha’.
Conversamos durante casi dos horas en su casa del barrio madrileño de Chamberí, en tono cordial y sin un cuestionario bien definido. No obstante, la conversación aborda las causas de este cambio de orientación demoscópica, del malestar de los ciudadanos europeos y de la voracidad de esas élites que Quintana Paz agrupa bajo el concepto de establishment.
Pregunta: Me pongo en la posición de un lector de prensa que haya visto estos días las palabras ‘Giorgia Meloni’. ¿Se ha puesto usted en su piel? Es decir, ¿ha pensado en aquel que, sin saber más de un candidato de lo que dice un titular, ya le teme?
Respuesta: Es una posición curiosa: gente cultivando el miedo que otros les han dicho que deben cultivar. Pero ya al día siguiente de las elecciones, Renzi, rival suyo en ellas, incidió en que atemorizar llamando a Meloni ‘fascista’ o ‘antidemócrata’ era un disparate. Massimo Cacciari, un filósofo italiano de cabecera, que fue alcalde de Venecia con la izquierda, se pronunció en la misma línea.
P: ¿Y qué opina usted?
R: Me llama la atención que se defina a Meloni como una “populista” que es un peligro para la democracia. Hay cierta contradicción en los términos, dado que ‘democracia’ es el gobierno del demos, es decir, del pueblo; y eso en latín es populus, ese populus que ahora nos aseguran que debemos temer. En fin, todo ello refleja una paradoja: los votantes están padeciendo ciertas cosas, el establishment se muestra incapaz de detectar ese malestar y, cuando el pueblo se lo comunica, ese establishment se queda tan despistado que reacciona recurriendo a términos extravagantes, como “¡fascismo!”. Es una actitud similar al despotismo ilustrado: élites ciegas ante la realidad y sordas al pueblo que se queja de ella.
P: Es una interpretación optimista sobre el establishment…
R: Lo es. Porque también se puede pensar que la élite sabe de sobra lo que está haciendo y sabe que eso perjudica al pueblo, pero ni siquiera tolera que este se pronuncie contra ello. Así que lanza a sus intelectuales o medios de comunicación cómplices contra quien sí recoja ese malestar.
P: ¿Se ha tiranizado la democracia?
R: Todo señala hacia su degradación. Se percibe, por ejemplo, en que instancias supranacionales, globales, acaparan más y más poder, lo cual va restando progresivamente relevancia a lo que votamos en cada elección. Ya Von der Leyen advirtió a los italianos que, si no votaban como debían, tenía herramientas con que amenazarlos. Aquí pasa algo: ciertas élites occidentales están convencidas de que el bien está de su parte y de que no hay ningún impedimento para censurar o aplastar todo aquello que no esté a favor de ese ‘bien’.
P: Ocurre con países y con agentes económicos…
R: Que también tienen una influencia similar. Es el caso, por ejemplo, de grandes multinacionales o magnates: Bill Gates, Microsoft, Google, Facebook, Amazon… Atesoran el poder económico de varios países de la Tierra juntos, cada una de ellas, una potencia nunca vista, como un nuevo Leviatán. Y con una misma idea del ‘bien’ por la que pugnan casi al unísono.
P: Son tiempos complejos…
R: Es que este comportamiento rompe la dualidad típica de lo que Hobsbawm llamaba “siglo XX corto”, el que va desde 1917 hasta 1989. Ese período estuvo marcado por la lucha entre el poder inmenso del Estado, el que ejercía la URSS, y el compartido entre las instituciones y las empresas, en el mundo libre, con Estados Unidos a la cabeza. Hay quien interpreta el orbe todavía así, pero no se da cuenta de que la Guerra Fría terminó hace treinta años y, por lo tanto, no tiene sentido seguir explicando la realidad igual. Hoy el mayor poder político y el mayor poder de las grandes empresas están imbricados, casi fusionados. Tienen una misma idea de la sociedad y persiguen objetivos similares. Su guerra acabó en alianza.
P: Entiendo que todo ese proceso de homogeneización provoca que los ciudadanos reciban mensajes más ‘incuestionables’ a través de los medios. Por ejemplo, los que defienden que cuando no gana unas elecciones un candidato del establishment es porque los votantes han sido intoxicados. ¿A esto se le puede poner el adjetivo de ‘democrático’ o el de ‘libre’?
R: El problema de usar etiquetas como ‘fascismo’ o ‘nazismo’ no es el de emplearlas, sino que hoy se les da un uso inadecuado. De hecho, opuesto al que resultaría más iluminador. ¿Por qué? Veamos, el sueño fascista era fusionar el poder político con el económico. Impulsar colaboraciones de beneficio mutuo. En ese sentido, ¡lo más neofascista que tendríamos ahora sería el proyecto de las nuevas élites, el de la Agenda 2030! Pues aúna a poderes económicos más fuertes que nunca con poderes políticos más globales que nunca. Además, tienen la capacidad de imponerse casi sin violencia, desde luego sin camisas negras: les basta movilizar a sus terminales mediáticas, culturales, educativas… Incluso pueden silenciar a quien disiente de ellos. YouTube (o sea, Google) retiró el fragmento de discurso más visto de Meloni dos días después de las elecciones, en cuanto alcanzó más de 20 millones de visitas.
¡Lo más neofascista que tendríamos ahora sería el proyecto de las nuevas élites, el de la Agenda 2030!
P: El otro día citaba Víctor Lenore en este periódico a Pasolini, quien dijo que el fascismo era una cosa del pasado, pero que, sin embargo, ahora (en su época) hay un poder indetectable, el de los medios de comunicación, que provoca que las personas se sometan de forma voluntaria y casi inconsciente al poder. ¿Algo de eso se produce ahora?
R: Pasolini es admirable, pues lo vio todo ya en los años 70. En una etapa muy embrionaria, antes de la era digital y de la globalización desenfrenada.
P: Cuando lo leí, recordé lo que ocurría durante el confinamiento del primer estado de alarma. Los policías multaban de forma legítima a dos compañeros de piso que salieran a la calle y caminaran juntos hacia el supermercado. Pero es que los ciudadanos los afeaban, los llamaban asesinos o los delataban ante la policía…
R: El establishment siempre ha tenido la capacidad de penetrar en las mentes de otras personas, pero ahora tal poder aumenta a toda velocidad. Y ese es el problema de esta nueva sumisión. Recordemos: que haya una cierta obediencia al poder no es problemático. El problema es que ese poder incremente su control, imponga medidas absurdas, nos dirija a una meta perjudicial para la mayoría… y buena parte de sus subordinados colaboren entusiastas. Así que no estoy haciendo ningún cántico anarquista. Yo no me opongo a las élites en general: me opongo a estas élites. Las que durante el confinamiento lanzaban helicópteros para perseguir a corredores por la playa, sin preocuparse de la huella de carbono de tal despliegue, pero te culpabilizan ahora si usas calefacción para no helarte este invierno.
P: Hablábamos del ciudadano que ve el titular y se atemoriza sin reclamar más información, por esa sumisión. Pero reflexionemos, si le parece, sobre el fenómeno contrario, el del habitante de un barrio obrero, de nivel económico medio-bajo, que apoya a Meloni. ¿Por qué cada vez es mayor el apoyo en estas zonas a estas fuerzas políticas?
R: Mira, en la España post-1978 ha habido siempre un reparto de papeles. De la derecha se decía que gestionaba bien y de la izquierda, que defendía las causas sociales. Eso daba a la izquierda cierta hegemonía moral. Es decir, una posición equiparable a la que había tenido la Iglesia católica en España durante siglos. Es lo que algunos llamamos ‘el PSOE state of mind’: esa mentalidad que admite en su seno al concejal socialista que acude a una procesión de Semana Santa y, a la vez, al que recoge firmas para eliminar crucifijos; todo con tal de no cuestionar que quien mande sea al final el PSOE. Cuando tienes la hegemonía moral, cuentas con la ventaja de ser siempre tú quien decide quiénes son los buenos y quiénes los malos.
P: La democracia del PSOE…
R: Además, cayó el Muro de Berlín y la izquierda comenzó a buscar espacios para no morir. Ahí fue cuando recurrió a esto de las ‘identidades’: de lo LGTBI, el feminismo, el indigenismo, los nacionalismos en España… ¿Cuál fue el problema? Que eso la separó de las preocupaciones del pueblo. Este se sintió más y más alejado de la izquierda política y de todas las grandes empresas que se adhirieron a esa nueva causa ideológica. Una causa que yo diría que se creen a menudo ellos mismos, ¿eh? Nuestras élites están convencidas de que son tan listas y bondadosas que sus ideas son sinónimo de bien. Yo es que pienso que Ana Patricia Botín cuando habla de feminismo se cree de veras que lo ha pasado mal como mujer.
P: ¿Esa izquierda se ha distanciado de los barrios o de la realidad?
R: A ver, todas esas nuevas causas de la izquierda crean damnificados. El feminismo lo hace, por ejemplo, dado que ha derivado en leyes discriminatorias que hacen sentirse perjudicados a más y más varones. ¿Y el ecologismo? Ahí está una gran clave. El ecologismo izquierdista ha tomado una serie de decisiones fiscales y energéticas, como la destrucción de centrales, que no podían sino acabar dañando a la población. Y ya ha llegado el momento de percibir esos daños. En nuestro bolsillo. Así que cada vez resulta más inevitable que los ciudadanos deduzcan que no vamos por buen camino. Y empiecen a votar nuevas opciones.
P: ¿La izquierda ya no pisa las tabernas?
R: No lo necesitan. Ellos se creen de verdad que el gran problema que existe en el mundo es el peligro de extinción de las ballenas, y no hay ballenas en un bar de barrio. Nuestros dirigentes han tomado una decisión: entre masas populares que contaminan muchísimo y cualquier especie animal o vegetal, prefieren que quien lo pase cada vez peor sean esas malditas masas contaminantes. De hecho, consideran que deberían poco a poco, si no extinguirse, sí al menos ir disminuyendo de población. Más ballenas y menos obreros: ese es su mundo ideal.
P: ¿No cree que en los barrios obreros la gente está más preocupada sobre cómo las nuevas familias ‘tipo’, de uno o dos hijos, van a cuidar a sus padres cuando sean muy ancianos y no puedan valerse por sí mismos?
R: De eso no se habla. Y es curioso, porque es lo que más condiciona la vida de las personas: preguntas como ¿quién nos cuida? O ¿quién nos cuidará? O ¿a quién debo cuidar?
P: Y los de abajo, mientras tanto, votan a las nuevas fuerzas políticas… las que el establishment achacan al nuevo discurso del odio.
R: Fíjate qué paradoja: ahora estamos ansiando que llegue un invierno lo más caluroso posible porque no tenemos energía… pero no tenemos energía por culpa de medidas tajantes que intentaban frenar justo ese calentamiento que ahora ansiamos.
Estamos ansiando que llegue un invierno lo más caluroso posible porque no tenemos energía… pero no tenemos energía por culpa de medidas tajantes que intentaban frenar justo ese calentamiento que ahora ansiamos.
P: ¿Cómo se defiende la democracia frente a la voracidad de esa élite? Ya hemos mentado a Von der Leyen y sus amenazas a los países ‘díscolos’ con dejarles sin ayudas europeas…
R: Yo lo tengo muy claro. Lo primero es la batalla cultural. La razón está de nuestra parte, y el único motivo por el que no triunfa es que no nos jugamos la piel por ella. Alguien nos ha convencido de que batallar por ideas contundentes es ser mala persona y de que para ser buenos habría que ser moderaditos.
Por otro lado, dado que las élites mundiales, económicas y políticas, están a lo mismo, no bastan contra ellas las ideas ni la cultura: hace falta confrontar su inmenso poder con otro poder. Y el mejor poder que nos queda, aunque cada vez más maltrecho y denostado, es la soberanía nacional. Algo que tampoco ha funcionado tan mal: solo en naciones soberanas ha sido posible la democracia. Y solo en ellas hemos podido implantar cierta justicia. Nadie espera que venga un casco azul de la ONU o una ONG internacional a evitar que te violen en tu barrio; de hecho, son esas instituciones las que suelen impulsar la llegada a tu barrio de gente desde países donde es frecuente la violación. Si no es el Estado-nación, ¿quién va a mirar cara a cara a empresas y poderes supranacionales enormes?
P: ¿Y los votantes?
R: Las élites piensan que son unos pardillos que se han vuelto fachas, que berrean y que no se enteran de nada. Es decir, los consideran niños. Eso deja mucho más claro que hay que librar la batalla de las ideas y luchar por la soberanía. Hay que reivindicarse frente a los mensajes que infravaloran al pueblo y a las naciones. Se trata de exhibir cerebro y madurez.
P: Librar la batalla cultural… ¿con qué armas?
R: Con las de siempre. Con el inmenso legado de nuestra civilización. Con Atenas, Roma y Jerusalén. No es casual que, mientras en la educación de antes se enseñaba la cultura clásica, ahora se dedique a analizar cuántas actrices negras lesbianas aparecen en películas de Netflix. Mientras nos fijamos en esto último, no aprendemos a nutrirnos de nuestros mayores, de nuestros padres. De todo lo bello, bueno, verdadero y santo que nos legaron. Porque hay una nueva élite que quiere ser nuestro nuevo papá y darnos, en vez de aquel alimento sólido que nos daban los clásicos, su papilla.
No es casual que, mientras en la educación de antes se enseñaba la cultura clásica, ahora se dedique a analizar cuántas actrices negras lesbianas aparecen en películas de Netflix.
P: Pero esa enseñanza de la sabiduría siempre se ha transmitido en comunidades educativas que iban más allá del mero intercambio económico (yo te pago, tú me das un título académico). ¿Quedan aún redes que nos aúnen, más allá del mercado?
R: Ese es otro de los rasgos terribles del mundo al que nos quieren llevar. En una sociedad dividida, que nos enfrenta a unos contra otros por motivos de sexo, orientación sexual, raza… ¿cómo vamos a colaborar unos con otros? Solo queda un vínculo posible: el del dinero. Quizá yo no comparta identidades con mi antenista, incluso nos hayan enfrentado a él y a mí en muchos sentidos, pero siempre queda que yo le dé 60 euros y él me preste su servicio. Es terrible un mundo en que ya solo podemos cooperar unos con otros comprando y vendiendo, porque todo lo demás nos separa. Pero es un mundo que parece complacer a nuestra élite política y, desde luego, económica: en un mundo en que solo importa la economía, ellos serán los que más importen.
P: No me resisto a hacerle una pregunta. Tiene que ver con el indulto a José Antonio Griñán y la defensa de Fernando Savater. Muchas personas se fijan en este intelectual, le creen y ahora están defraudadas…
R: El pobre Savater ha sufrido ahí un efecto paradójico. Él siempre ha abogado por el libre pensamiento, pero a la vez ha surgido una escuela de “librepensadores”… que solo se fijan en lo que hace o dice él. Pero no es culpable de eso (ríe). Por otra parte, una cosa que siempre me ha llamado la atención de Savater es lo injusto que es al hacer un balance de la herencia cristiana: sostiene que ha sido mucho más negativa que positiva. Me parece un juicio cruel, voltairiano: implica ignorar las universidades, los hospitales, la ciencia, las comunidades de ayuda mutua que nos ha legado el cristianismo… No querría caer en el mismo error con Savater, pero si nos pusiésemos tan tajantes como lo es él, no sé si saldría bien parado del balance. A un lado deberíamos destacar su muy loable lucha contra ETA, sí. Pero al otro tendríamos que incluir sus coqueteos batasunos en los 80, su apoyo al mal llamado “proceso de paz” de Zapatero, sus alegatos en pro de la “Educación para la ciudadanía”, también de Zapatero (que hasta el Tribunal Supremo reconoció que podía ser adoctrinadora), su obsesión antieclesial…
P: Y lo de Griñán…
R: Algo bueno de Savater es que siempre ha insistido en que él no es un filósofo, sino un profesor de filosofía. Desde luego, resulta contradictorio llevar décadas defendiendo la igualdad ante la ley, la Constitución, el Estado de Derecho… y luego argumentar que se debe indultar a un ladrón solo porque es un amigo suyo de la hípica: el mismo tipo de razonamiento que podríamos esperar en una trattoria de Palermo por cualquier capo siciliano. Pero una contradicción sería algo grave en un filósofo. En un profesor, es simplemente una debilidad.