Opinión

China y el imperio del 'Gran Hermano'

La cuestión es qué futuro quiere Xi Jinping, neomaoísta que parece creer menos que sus predecesores en las virtudes de la economía globalizada y más en el poder a la vieja usanza

  • Xi Jinping, presidente de China -

Cualquier cosa que haga China afecta al resto del mundo, como hemos comprobado con ocasión de la pandemia, y con el apoyo a Rusia en Ucrania. Es una consecuencia de la importancia natural del país en todas las esferas, de la economía a la política. También de su voluntad de volver a ser la gran potencia del pasado imperial, incluso la hegemónica del planeta o, al menos, la otra superpotencia mientras Estados Unidos le dispute la partida. La cuestión es qué futuro quiere Xi Jinping, neomaoísta que parece creer menos que sus predecesores en las virtudes de la economía globalizada y la prudencia política, y más en el poder a la vieja usanza: un gran ejército y la capacidad de usarlo cuándo y cómo le convenga.

Como es sabido, Deng Xiaoping ganó la batalla por el poder tras la muerte de Mao en 1976, e impuso su pragmatismo materialista. Consistía en abandonar las locuras económicas maoístas para adoptar un capitalismo adaptado a las condiciones chinas y, por supuesto, bajo la dictadura del partido único. Así China dejó de ser oficialmente un régimen socialista para edificar el sistema que llama “socialismo de mercado” (oxímoron tan conseguido como “alegre tristeza”).

Deng había entendido que la supervivencia del régimen exigía un giro estratégico de 180º: atraer inversores, privatizar empresas y tierra, reabrir la Bolsa y permitir la competencia. Contaba con la ventaja de que esto coincidía con los deseos de la gran mayoría de los chinos: el desarrollo económico basado en los negocios privados. La famosa consigna de Deng, “enriquecerse es glorioso”, resumía ese programa. También incluía que China, de cultura etnocéntrica, nacionalista y xenófoba por tradición, volviera a ser respetada y temida como antes de la espantosa decadencia y humillación del siglo final del Imperio, y de las guerras y experimentos apocalípticos de Mao, con sus secuelas genocidas de millones de muertos (¿50, 100, 150? Nadie lo sabe porque la historia reciente es tabú oficial).

Los largos años maoístas impusieron el abandono de virtudes tradicionales: el altruismo, la devoción por el estudio y el respeto a los mayores

El capitalismo a la china ofrecía la oportunidad de alcanzar ambos objetivos manteniendo intacta la dictadura del partido comunista, aunque de lo segundo solo tenga ya el nombre. La democracia nunca ha sido una aspiración mayoritaria allí. Primero, porque su evolución histórica ha sido diferente a la nuestra; la filosofía moral y política fundada por Confucio y sus discípulos hace 2.500 años, oficial durante el Imperio y actualmente rescatada como neoconfucianismo, tiene por valores principales la disciplina, la lealtad a la familia y al Estado, la obediencia a la autoridad legal y la laboriosidad. Fuera de las élites de intelectuales disidentes, como los estudiantes masacrados en Tiananmen en 1989 o exiliados al estilo de Ai Weiwei, la libertad e igualdad no son muy apreciadas. Además, los largos años maoístas impusieron el abandono de virtudes tradicionales: el altruismo, la devoción por el estudio y el respeto a los mayores, sustituidos por el materialismo pedestre, el desprecio a los débiles y el individualismo apolítico. Por tanto, los intereses de dictadura y pueblo soberano han confluido durante la meteórica conversión de China en superpotencia económica y militar.

¿Pero qué ocurriría si los intereses de la dictadura se apartaran demasiado de los deseos populares?: esta es la gran encrucijada estratégica china que nos afecta a todos. Por el hermetismo del régimen no es posible saber, más allá de ocasionales indicios y rumores, si Xi Jinping tiene apoyos suficientes en la cúpula del partido para su política de subordinar la economía a la estrategia hegemónica basada en la fuerza pura. Los corresponsales testimonian el descontento de la población por la agresiva estrategia sanitaria para erradicar el covid19 a base de confinamientos gigantescos y limitaciones inaceptables de la libertad de movimientos; esto solo es posible en un régimen tan autoritario y tecnológicamente avanzado, pero está lleno de riesgos. En efecto, las rebeliones populares contra el mal gobierno y la injusticia son una tradición china tan antigua como el año nuevo y sus desfiles de dragones.

Ha llevado a sus últimas consecuencias las grandes posibilidades de control de la tecnología actual: drones que vigilan noche y día las zonas confinadas, no solo ciudades sino edificios particulares

El combate chino contra la pandemia parece directamente plagiado del 1984 de George Orwell: un Gran Hermano panóptico que vigila y ordena la vida de todo el mundo mientras repite “la enfermedad es salud” y “el encierro es libertad”. Ha llevado a sus últimas consecuencias las grandes posibilidades de control de la tecnología actual: drones que vigilan noche y día las zonas confinadas, no solo ciudades sino edificios particulares; apps de instalación obligatoria en el móvil para saber exactamente donde se ha estado al minuto, y con quién se ha estado o podido estar. Pero puesto que el sentido común dice que el covdi19 no se podrá erradicar de esa manera si el resto del mundo no hace lo mismo, hay que preguntarse por el objetivo real de esta estrategia. Tiene un alto costo económico con pérdida de reputación; paraliza el comercio mundial, y Europa se replantea la desindustrialización que nos ha entregado a la industria china. ¿Qué persiguen medidas estrafalarias como los tests a los pescados del mercado y exigir uno diario a los extranjeros de paso, confinados en hoteles al arbitrio policial? ¿Es un macroexperimento de control tecnológico total del espacio público y privado, acabando con la intimidad?

El grave error alemán

El racionalismo económico clásico concluiría que los intereses materiales de la dictadura deberían imponerse a los riesgos del control desmesurado, ofensivo y ruinoso a la larga. Pero es el modo erróneo de pensar en el que incurrió la clase política y empresarial alemana cuando decidió entregarse alegremente al gas ruso creyendo que no existe vínculo más poderoso que hacer buenos negocios juntos: Putin podría ser un déspota sin escrúpulos, pero no arruinaría su economía ni la de Alemania invadiendo Ucrania. No cometamos el mismo error con China, que nos tantea en el este de Europa y Taiwan. Aunque cueste admitirlo, los intereses del poder irracional a menudo se imponen a los económicos más racionalistas: el dinero no es ni mucho menos lo máximo… para quienes juegan a ganarlo todo.

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