Derribar una estatua no es una proeza cualquiera. Se necesita empeño, ignorancia y cobardía. Al contrario del que lleva a cabo una pintada nocturna, el zoquete derribador de estatuas precisa algo más que una palpable frustración artística. Comparten ambos el amor natural por los platos calientes de mamá y la asignación de papá, pero el tenaz derribador exhibe, además, una orgullosa vertiente histórica. Es decir, rehistórica. El zoquete derribador es un ferviente apasionado de la reconstrucción manipulada de los hechos.
Ser zoquete es la profesión del futuro. Los esclarecidos dirigentes actuales, en cuyas manos descansa el floreciente destino de la pluripatria, bulliciosamente agrupados bajo la insigne bandera de la ley del menor esfuerzo, del visible acoso y desprecio al antaño encomiable mérito académico —la EGB ahora da para una portavocía de gobierno—, y con objeto de favorecer esta urgente transición hacia la más feliz y completa necedad del individuo, se han apresurado a mover ficha en el tablero educativo con elevada perspicacia y maestría: eliminemos la figura del escolar repetidor, que apruebe todo el mundo. Huelga confesar que las lágrimas provocadas por la emoción le impiden a uno trazar estas líneas con pulcritud.
Nuestra historia común
El zoquete derribador de estatuas no lee, pues le causa enorme fatiga. Por ilustrar esta singularidad: los dosificados mensajes que su madre le envía por teléfono no los lee, sino que brinca entre la prosa superficial y atiende únicamente a las palabras clave: «Comer arrocito, mañana, ven». Es de un optimismo abrumador esperar, pues, que este hombre del mañana dedique su valioso tiempo y su atención a navegar libros gordos y ominosos que versen sobre aburrida historia universal.
Seamos honestos: entre el porro, el videojuego y el selfie se le desvanecen a uno las horas del día. El zoquete derriba el monumento —en ocasiones, bustos de personas que cometieron en el pasado actos abominables, pero que conforman, nos espante o no, nuestra historia común— con alegre determinación, sin detenerse un solo instante a investigar la identidad de la figura o la razón de su ataque. Basta una furiosa consigna anónima a través de una red social cualquiera, y la estatua recibe al punto tres encendidos martillazos.
Imaginen en el inmenso océano de internet una fotografía de Marie Curie comiendo un filete, y a una turba de animalistas, a continuación, aporreando su busto con euforia y denigrando violentamente su legado. O una figura de Lorca ensartada en un palo y pisoteada con saña por los mismos botarates que ayer se conmovían exageradamente con su obra, pero que hoy, mientras redondeaban con dos dedos un moco, enfurecieron al descubrir con horror que Federico, como muchos intelectuales de su época, amaba el toro y la fiesta.