Tres días antes de la escabechina que se llevó por delante a siete ministros y al Jefe de Gabinete de Pedro Sánchez, Antonio Lucas le hizo una larga y pormenorizada entrevista a este último, Iván Redondo, un personaje envuelto en un halo de misterio del que se decía movía los hilos del Gobierno, incluido su presidente. A lo largo del relato del periodista y poeta, que se extiende a doce horas de la vida del entrevistado, desde los primeros albores de la mañana del miércoles 7 de julio hasta que el personaje radiografiado se dirige a una cena en el Hotel Palace, se nota que más que un examen a fondo del supuestamente todopoderoso consejero áulico, lo que se nos ofrece es un reportaje, bastante superficial, por cierto, de las actividades del altísimo cargo en el ejercicio de sus funciones. De hecho, no hay nada en las impresiones que se nos transmiten que vaya más allá de una descripción de gestos, actitudes y desplazamientos del bípedo objeto del trabajo periodístico. Que si Redondo mira siempre a su interlocutor de manera fija buscando el efecto de sus palabras en el que le escucha, síntoma probable de una cierta inseguridad, que si dirige los ojos al suelo cuando camina, lo que refleja timidez disimulada si se contrasta con el hábito anteriormente citado, que si sonríe suavemente con frecuencia, signo de distanciamiento irónico o quizá de bobería y que es capaz de hacer seis cosas a la vez, es decir, que padece de hiperactividad o de dispersión.
Sin embargo, a pesar de que lo que leemos es estrictamente epidérmico, como si al afamado columnista no le pareciera demasiado interesante la tarea que sus superiores le han encargado, sí se pueden separar algunas frases interesantes de la escasa información que se desprende del texto en cuestión, y digo interesantes no porque sean brillantes, profundas o acertadas, sino porque permiten sacar algunas conclusiones sobre el sujeto analizado y sobre los gurús políticos expertos en comunicación en general.
Afortunadamente no todos los primeros mandatarios son como su aconsejado, los hay preparados, cultos, íntegros e inteligentes, que sirven a sus países con sabiduría, entrega y honor
Así, nos informa de que en la política “todo es un fraude” y también “puro sentimiento”. La verdad es que uno no sabe cuál es la peor de estas dos afirmaciones que se supone son fruto de la experiencia o de la percepción del mundo del que las emite. Si la política es irremisiblemente un fraude, o sea, un engaño, una mentira, una estafa, una tomadura de pelo, la respuesta que surge de inmediato es: “Oiga, joven, será la que usted practica porque la que desarrollaron Pericles, Cicerón, Marco Aurelio, Justiniano I, Lorenzo de Medici, el Papa Julio II, los Reyes Católicos Isabel y Fernando, Carlos I de España y V de Alemania, el cardenal Richelieu, George Washington, Bismarck, Disraeli, de Gaulle y Churchill, por citar algunos ejemplos de distintas épocas, se tradujo en obras gigantescas que dejaron una huella perenne. Ahora bien, si a lo que usted se refiere es a presentar una tesis infame y copiada con un tribunal amañado, no dejar una promesa electoral solemne por incumplir, aliarse con los peores enemigos de la Nación para gobernarla y corretear como un faldero al lado de un presidente de Estados Unidos que mira al frente durante cincuenta y ocho segundos, entonces tiene razón, pero afortunadamente no todos los primeros mandatarios son como su aconsejado, los hay preparados, cultos, íntegros e inteligentes, que sirven a sus países con sabiduría, entrega y honor”.
Estrepitosa derrota
En cuanto a lo del puro sentimiento, que equivale a negar que los votantes puedan tomar decisiones racionales porque son seres dominados completamente por sus emociones a los que se puede convencer pulsando primitivos instintos primarios, sin negar que la parte límbica de nuestro cerebro influye a la hora de acudir a las urnas, no hay que ignorar que, afortunadamente, los ciudadanos que responden a una convocatoria electoral también son capaces de analizar sensatamente las distintas opciones y hacer cálculos coste-beneficio. Buena muestra de ello fueron las últimas elecciones autonómicas madrileñas, donde la estrategia zafia y zigzagueante de Redondo le valió una estrepitosa derrota, circunstancia no ajena a su posterior defenestración inmisericorde por parte de su asesorado.
Otra cosa que llama la atención del ya ex-fontanero máximo de La Moncloa es su sentencia ante un grupo de conspicuos representantes de empresas del Ibex 35 en la que define a España como “una nación existencial más que constitucional”, sorprendente aserto en un sujeto que ha contribuido activamente durante dos años a que aquellos que pretenden que España deje de existir consigan su propósito. Desde esta perspectiva, se entiende que considere la política como un fraude porque el primer defraudador ha sido él.
Mercenario sin escrúpulos
Lo demás son frases de libro barato de autoayuda o simples cursiladas -hay que anticiparse, es más importante saber parar que perder o ganar, el Gobierno ha de acompañar a los jóvenes en su alegría de vivir, estrategia más que táctica, la exuberancia en la victoria o en la derrota siempre es mala-… A semejanza de otro spin doctor recientemente desaparecido en combate, Dominic Cummings, el que fuera consejero principal del premier británico Boris Johnson, Redondo se enorgullece de no pertenecer a ningún partido y de haber trabajado sucesivamente para las dos principales formaciones, lo que permite deducir que es un mercenario sin escrúpulos ni convicciones. Esta conclusión se ve reforzada cuando nos confiesa que “su ideología es su generación y Pedro Sánchez”. Dejando aparte que atribuir a una generación la condición de ideología es una sandez monumental, otorgársela a un especialista en carecer de ella es una burla cruel a los españoles. Será curioso ver si, como ha hecho Cummings, se revuelve contra su antiguo empleador y le acusa de las mayores tropelías. Su comportamiento futuro dependerá lógicamente del beneficio que extraiga del mismo. Al fin y al cabo, nos hemos enterado con sorpresa de que se autodefine como “un humanista”, desfachatez suprema que nos permite esperar lo peor.