El asunto ha sido más o menos así. Hace casi un mes, en pleno Ramadán, una pandilla de fanáticos religiosos judíos se dirigió hacia la ciudad vieja de Jerusalén gritando “muerte a los árabes”. Era una obvia provocación. Los palestinos están muy quemados: se empeñan en creer que las restricciones de movilidad impuestas por las autoridades a causa de la pandemia son un pretexto para impedirles celebrar sus rezos, ritos y reuniones. Así que respondieron. Acudieron a vocear contra los que voceaban y, de paso, agredieron a unos chicos judíos que iban a rezar al muro de las Lamentaciones. Mal empezaba la cosa.
Unos días después, los nacionalistas israelíes desfilaron por aquellos mismos lugares para celebrar, como cada año, la victoria sobre los árabes en la guerra de los Seis Días de 1967. Los palestinos les estaban esperando. Las autoridades intentaron desviar el desfile de los israelíes por otras calles para evitar problemas. Pero eso es difícil cuando todo el mundo quiere que haya problemas, así que los unos (los hunos, habría dicho Unamuno) fueron a por los otros y viceversa, se liaron a palos, la policía intervino, hubo cientos de heridos… Y ahí fue cuando los palestinos de Hamás, desde la franja de Gaza, empezaron a lanzar sobre Israel una lluvia de cohetes. Decenas, cientos de cohetes. Muy mejorados, por cierto, respecto de los que lanzaron la última vez, o las últimas veces: matan mucho más, pero siguen siendo claramente más imprecisos y caseros que las armas con que cuenta el Tsahal, las Fuerzas de Defensa de Israel. Estas respondieron con toda contundencia, como estamos viendo a diario, y ya hemos perdido la cuenta del número de muertos que han causado los rencores y las armas de unos y de otros.
¿Era la marcha o manifestación de los ultras sionistas una provocación nueva e intolerable para los palestinos? No, es algo que se produce al menos una vez al año y, por lo general, con más frecuencia. ¿Era la airada reacción de los palestinos una novedad? Tampoco, eso también es el pan suyo de cada día. ¿Justificaban todos estos alborotos callejeros (que, insisto: no tienen nada de nuevos) el súbito y masivo lanzamiento de cohetes asesinos desde la franja de Gaza a territorio israelí? Yo creo que es razonable pensar que no.
El odio inextinguible les lleva envenenando desde hace más de setenta años. Y tiene que ver, creo que esto sobre todo, con el fanatismo religioso de unos y de otros
Pero es que no estamos hablando de razón. Este asunto no tiene nada que ver con la capacidad del ser humano para razonar. Tiene que ver con la imposibilidad, cien veces demostrada, de dos grupos humanos para resolver sus diferencias. Tiene que ver con el odio inextinguible que les lleva envenenando desde hace más de setenta años. Y tiene que ver, creo que esto sobre todo, con el fanatismo religioso de unos y de otros, fanatismo ferozmente alimentado por los respectivos grupos de clérigos o líderes incendiarios.
Y ya está liada. Los fanáticos de Hamás atacan con todo lo que tienen, el gobierno israelí responde con su habitual contundencia (¿alguien esperaba que dieran las gracias a los palestinos por los cohetes?), los escombros empiezan a llenar las calles, los muertos se multiplican y la gente, en Europa, empieza a llevarse las manos a la cabeza. Otra vez. Aquí, Almudena Grandes –no es más que un ejemplo, hay muchos– escribe su artículo contra la iniquidad pero sobre todo contra Israel y la gente de izquierdas, casi como un acto reflejo heredado de generación a generación durante siete décadas, toma partido por los palestinos, que en este episodio son, incuestionablemente, los agresores. Otra vez, otra vez más, la izquierda (gran parte de ella, al menos) se pone del lado de los fanáticos islamistas y en contra de la única democracia razonablemente digna de tal nombre que hay en la zona. Es algo que yo no he entendido nunca.
La tierra de otros
Entre nosotros, la discusión, más vieja también que la orilla del río, suele acabar en un punto inevitable: “Es que los israelíes no tenían que estar allí. Están invadiendo la tierra de otros. Esa tierra es de los palestinos”. Sí, es verdad. El Estado de Israel nace en 1948 por decisión de las Naciones Unidas, después de varias emigraciones de judíos a la zona (se llaman aliyás) que se remontan al siglo XIX y después de que los británicos lograsen sacar las manos de aquel avispero. Es un Estado que tiene un origen, si se quiere, “artificial”.
Pero vamos a ver: desde que los acadios, hace bastante más de 4.000 años, invadieron la tierra de los sumerios (lo que hoy es el sur de Iraq) y, después de someterles, se casaron con ellos, hicieron negocios, construyeron una cultura común y siguieron viviendo juntos hasta que llegaron los siguientes invasores, son miles los grupos humanos que, a lo largo de la historia, se han metido en la tierra de otros y han acabado conviviendo con ellos sin mayores tragedias. O al menos sin tragedias eternas.
¿Por qué esto no les pasa a los israelíes y a los palestinos? Solo se me ocurre una razón: los dioses. Los dioses y, desde luego, los clérigos de cada dios. Ahí está el problema. Los dioses (todos ellos, y la historia registra como 4.500 religiones) son el utilísimo instrumento que inventaron los hombres para explicar lo que no entendían, para vencer el miedo a la muerte y para dotarse de esperanza ante la dureza de la vida. Pero israelíes y palestinos tienen dioses muy peculiares y, a la vez, muy parecidos: celosos, intransigentes, iracundos, de un carácter muy difícil, y para comprobarlo no hay más que leer los libros sagrados de cada uno de ellos. Los numerosísimos clérigos radicales de Yahvé y de Alá reclaman para cada uno de los dos la condición de único, lo cual conlleva la negación del otro… y la persecución de quienes no reconozcan al suyo, esto muy especialmente en el caso de los musulmanes.
Los palestinos pretenden la destrucción de Israel, no ya por razones históricas sino por mandato divino. Y eso es inextinguible
Así, mientras que los israelíes pretenden, en lo esencial, sobrevivir y prosperar en la tierra que les dio la ONU (pero sus fanáticos gritan “muerte a los árabes”), los palestinos pretenden la destrucción de Israel, no ya por razones históricas sino por mandato divino. Y eso es inextinguible.
Ha habido, en estas últimas décadas, decenas y decenas de acuerdos, pactos, guerras, invasiones, bombardeos y hasta buenas voluntades. Ahora mismo, Israel está gobernada por un hombre que a mí me parece terrible, Netanyahu. Pero eso es igual: cada vez que ese país ha sido agredido, ha respondido con toda contundencia, gobernase quien gobernase, lo mismo la izquierda que la derecha; algo que parece bastante fácil de comprender porque se juegan su supervivencia. Los judíos ultraortodoxos y radicales quizá sean menos numerosos (por puras razones de demografía), pero no son menos fanáticos ni menos peligrosos que los fanáticos islamistas. En esa zona del planeta, todo, hasta la democracia, hasta el urbanismo, hasta el aire y el agua, está teñido, dominado por los dioses. Y por sus respectivos y peores clérigos, que son los que atizan el odio, también generación tras generación.
¿Cuál es la solución? Yo no veo ninguna. El ser humano es incapaz de acabar con los dioses que él mismo inventa, la historia lo ha demostrado mil veces. Tienen que morirse solos y, por lo general, de viejos, o cuando son reemplazados por otros nuevos, como ha ocurrido en tantas ocasiones y lugares. Pero eso tarda muchísimo. Y los muertos, sin embargo, caen todos los días, mientras quizá esperan su paraíso. Mala cosa, pues.