Ganó el premio Donostia y el León de Oro en Venecia. El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, defendió que deberíamos celebrar esto último “como si hubiéramos ganado un Mundial” (que ganas de decir a la gente cómo debe sentirse). Siguiendo la tradición, El País Semanal sacó la la película en portada y los diarios progresistas le hicieron entrevistas que parecían publirreportajes. El telediario de la televisión pública redecoró su plató, convirtiéndolo en una especie de sala de cine donde mantener una charla especial. A pesar de todo, La habitación de al lado no ha tenido un buen arranque, quedando como cuarta película más vista de nuestro país, con 568.389 euros de recaudación y 77.847 espectadores los tres días que van de viernes a domingo.
El dato más fiable al que podemos agarrarnos es que en este fin de semana ha recaudado la mitad que Dolor y gloria, su anterior estreno, que llegó a las pantallas en 2019. Algunos medios de derecha atribuyen el bajón la polarización de las críticas de cine, donde hay elogios y 'palos' a partes iguales, pero hace mucho que la crítica de cine solo influye de manera residual en la recaudación. De lo contrario, Santiago Segura no rompería en taquilla y Víctor Erice sería Steven Spielberg. El factor más probable para el naufragio de la cinta en los primeros días es la dureza de sentarse a ver una cinta sobre la eutanasia, tratado además en tono de apología (que no es el enfoque preferido de un país culturalemnte católico). El segundo factor es el hecho de estar rodada en inglés, que también echa para atrás a una parte significativa del público. El tercero, aquí ya si entra la política, es que Almodóvar se ha pasado la promoción insultando los votantes de la derecha española, desde su superioridad moral autoatribuida. Cuesta más pasar por caja si el director de una película te ha menospreciado en público.
De las tres cintas que han superado a Almodóvar, una juega en otra liga. Me refiero a Robot salvaje, cinta familiar que trata sobre la capacidad sobrevivir en condiciones adversas. Otra es Smile 2, secuela de una franquicia de terror donde una estrella pop termina atrapada en una espiral de sangre y vísceras, un género que cuenta con su público fiel. El título más interesante de los que han pasado por encima del manchego es La infiltrada, de Arantxa Echevarría, una historia sobre ETA en la que espectadores y críticos coinciden en que evita la habitual glamurización o equidistancia de la banda terrorista que casi siempre ha caracterizado al cine español. Mientras el festival de San Sebastián desplegaba la alfombra roja a Almodóvar, ignoraba por completo la película contra ETA, dejando claro el sesgo ideológico de su criterio de selección, por si aun quedaban dudas tras No me llames Ternera (2023), de Jordi Évole.
Aprender a morir
El premio de Almodóvar en Venecia también pude considerarse político, debido al intenso sesgo progresista de Alberto Barbera, director del certamen que ha sido mantenido en su cargo -contra todo pronóstico- por el ministerio de Cultura de Meloni. El pasado 27 de agosto, El País celebraba la sorpresa con un texto que reconocía a Barbera como una figura militante, más que un gestor cultural: “Puede que, verbalmente, Barbera se haya escudado en la neutralidad, pero él mismo reconoce el abismo que le separa la selección de sus filmes de las posturas del gobierno”, escribía Tomasso Koch. Antes había recordado lo siguiente: “Las pantallas del festival acogen historias de transexuales, y refugiados, combaten la discriminación de los débiles, reivindican el feminismo y el antifascismo. Temas ausentes en la agenda de la líder de Hermanos de Italia, salvo para atacarlos”, resumía.
"Una película inoportuna que no sale de los alrededores de Madrid, del Madrid pijo", lamentaba el filósofo Fernando Broncano
Aunque la crítica de cine no mueve ya grandes cifras de espectadores, es verdad que los cuestionamientos a la película de Almodóvar desde otras tribunas han sido más duros de lo habitual. En el campo antiprogresista, Pedro Narváez -subdirector de La Razón- escribía hace unos días que “sus soflamas contra el cambio climático y la ultraderecha son de primero de parvulario, como si Greta Thunberg se lo hubiera tragado. No. No es que no guste que Almodóvar hable de política sino de qué manera tan cutre lo hace (…) Almodóvar está en su derecho de practicarse la eutanasia intelectual, pero que en el camino no nos invite a ver si su puerta está cerrada o abierta porque irrita profundamente a los que pensábamos que el mayor causante del CO2 era el olor a pies de Ángel de Andrés en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? o los pedos de Carmen Maura en Volver. Una moribunda con un jersey de la última colección de Loewe se muere menos”, satiriza.
Desde el campo progresista, el profesor Fernando Broncano -uno de los mejores expertos en estética de España- comentaba lo siguiente en su página de Facebook: “Siento tener que coincidir con Boyero, pero es una película superficial, fruto de una mirada que no logra hacer de la experiencia de la cercanía de la muerte un relato que interpele a alguien. Demasiados modelos de alta costura, chalets e interiores de diseño, de buenos hospitales. Una película inoportuna que no sale de los alrededores de Madrid, del Madrid pijo, no del que el otro día pedía en la calle el derecho a tener un hogar (también para poder morir con dignidad). Demasiados primeros planos sin sentido (qué infinita diferencia con Cerrar los ojos de Víctor Erice, que sí era una profunda reflexión sobre el final de la vida). Demasiados colores que olvidan los matices del atardecer de la vida. Más que una película me pareció una columna más de El País. Una banalidad que nada aporta a quienes, como el que escribe, consideran que, siguiendo a Séneca y Montaigne, la filosofía no es otra cosa que aprender a morir”, escribía.