Cultura

El Milagro de Anna Sullivan: una dosis de realidad brutal perfectamente ejecutada

Hoy hablamos de una cinta dolorosamente terrenal, que muestra la recompensa a la tenacidad, la perseverancia y el esfuerzo. En “El Milagro de Anna Sullivan”, William Gibson adapta de manera formidable su pieza teatral dando como resultado esta película que rezuma la fuerza de Athur Penn, su director.

Hoy hablamos de una cinta dolorosamente terrenal, que muestra la recompensa a la tenacidad, la perseverancia y el esfuerzo. En "El Milagro de Anna Sullivan", William Gibson adapta de manera formidable su pieza teatral dando como resultado esta película que rezuma la fuerza de Athur Penn, su director. El film describe la odisea por la que pasa una joven institutriz (Anna Sullivan) casi invidente, con un pasado traumático marcado por la muerte de su hermano, para educar a una niña ciega, sorda y muda tan salvaje que dejaría en un vergonzoso aprieto al mismo demonio.

Emotivo, sincero y bien tratado, así se muestra este trabajo narrado con gran fluidez, donde tienen cabida diálogos con bastante precisión y alguna que otra bala irónica que da un poco de ligereza a la tensión que se va acumulando escena tras escena.

La película, basada en hechos reales, angustia por su excesiva carga emocional y se presenta como una historia expuesta con mucha fuerza y dramática tensión, quizás con demasiada magnitud en la exhibición y alguna que otra reiteración visual que puede resultar cargante. Sin embargo, huye de clichés y sentimentalismos baratos. Arranca con un comienzo que corta la respiración pero da paso a una narración donde jamás se pierde el optimismo.

Nos encontramos ante un cine sincero, casi sin adornos, una especie de maratón interpretativa donde las dos actrices principales entregan su alma al personaje. Pocos actores han conseguido trasmitir sentimientos tan puros y representarlos de tal manera que consigan fatigar al espectador.

Es de merecida mención el papel que realiza Anne Bancroft como educadora, una interpretación que roza los bordes de la perfección. Patty Duke tampoco se queda demasiado lejos en su papel de pupila impertinente hasta las náuseas. Hay que elogiar la sublime destreza con la que esta niña de por aquel entonces 16 años se mete en la piel de una criatura que sólo puede comunicarse a golpe de movimientos y manotazos. Magnifico y excelente el mimetismo con el que ambas encaran sus personajes, trabajo que les hizo merecedoras de un Oscar como actriz principal y mejor actriz de reparto respectivamente.

No se trata de un milagro, ni de un análisis sobre la educación; es una película del año 62 que ha conseguido traspasar la barrera visual de la ceguera para ser recordada a golpe de color.

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