Al ministro Cristóbal Montoro le empiezan a crecer los enanos; opina y dice que los problemas del cine español no están en la reducción de subvenciones ni la alta tasa o impuesto del 21% en el precio de las entradas a las salas. “Se trata”, dice, “de una carencia de calidad”. La inexacta y patosa sentencia es brutal, ofensiva y cargada de odio. Se ve que otro ministro, el de Industria -ocupado en lo de la bolsa de gas inyectada sobre una falla costera y en lo de persuadir a ricos chinos y adinerados rusos proporcionándoles visados exprés para que gasten y compren lo poco que queda de terreno para inversiones foráneas- no tiene tiempo para explicarle que una cosa es la industria de Hollywood y otra la artesanía del barro de España, que no son comparables ni en estado de enajenación etílica. A Montoro, a Rajoy y a un montón de ministros más no solo no se les ve comprando DVDs en el top manta (cosa justificada pero no por falta de ganas), es que tampoco pasan por las salas de proyección.
Montoro nunca podría trabajar de mayordomo en una institución de alto copete como la Casa Blanca.
Ni a ellos ni a su extenso equipo de asesores para ilustrarles con fichas, listados y post-its de color amarillo en sus arengas sazonadas con lindezas acusatorias y matizables como la de “es que hay actores que no pagan sus impuestos”. La gran familia de los artesanos patrios de ese espectáculo de física recreativa llamado cine está -y con razón- indignada y con depresiones de caballo en su bajón de autoestima. Hay una gran ignorancia acerca de este negocio por parte de la ciudadanía. Creen, por ejemplo, que al comprar una entrada ese dinero va directamente al bolsillo de la familia Bardem; que cuando el actor malagueño-ceutí Jean Reno que trabaja en montones de cintas foráneas (donde sí es una estrella) debe su contribución al erario público español; o que las películas norteamericanas llegan aquí -incluso antes de que se estrenen en Massachusetts, Oregón o Memphis y Las Vegas- por su alta calidad fílmica.
Montoro jamás podría trabajar de mayordomo en una casa “de buena familia” como la de Batman y Robin o en una institución de alto copete como la Casa Blanca de la avenida Pennsylvania de Washington. Lo primero, por su tono arratonado de voz más cercano a Mickey Mouse o la del Ratoncito Pérez que ideó el padre Coloma en la calle del Arenal de Madrid. También por sus aires de Agente 007, James Bond de Castilla-La Mancha, sus camisas son impresionantes junto con las corbatas, nacidas por vocación para forros de cajas de bombones Forrest Gump o calzones de hip-hop de bandas raperas de jardín municipal de Ana Botella. Sé que lo que afirmo me expone a una auditoría fiscal en breve pero -qué quieren que les diga- para lo que me queda en este convento llamado vida, no pienso ni mover un dedo.
Presidentes de cine
No es un pulso contra un indocumentado, simplemente es que a mí el único que veo como mayordomo es a Anthony Hopkins en Lo que queda del día. Pero, ahora que caigo, el protagonista de Hannibal Lecter (donde no era del servicio doméstico) no es de raza negra. A diferencia de los criados del cine inglés donde todos son irlandeses, galeses o agentes del IRA encubiertos (recuérdese la serie Arriba y Abajo), son siempre descendientes de cosechadores de algodón donde Tom tenía su cabaña en mitad de una parcela. Se ha hablado -y muy bien- de la última película de Lee Daniels (Precious, Paperboy y Shadowbox, excelentes y muy duras) y tiene esos esperados tintes de superación y racismo. Se ha estrenado ya aquí en cines donde nunca irán a verla los miembros del gobierno de España. Y sin no van ellos ¿por qué voy a permitir que lo hagan a tumba abierta los españoles? No se pueden perder 132 minutos de la vida de nadie con una sobrevaloración publicitaria de El Mayordomo, avalada por excelentes comentarios críticos sobre la historia de Cecil Gaines (Forest Whitaker, actor de El último rey de Escocia), el mayordomo que trabajó más de treinta años en la Casa Blanca y sirvió a un total de ocho presidentes, desde Harry S. Truman en 1952 hasta Ronald Reagan en 1986, año en que -igual me da- se jubila, se le aplica un ERE o sencillamente no se le renueva contrato.
El cine de Hollywood habla con mucho respeto en estas ‘vidas ejemplares’ de presidentes en cintas poco rigurosas con su intimidad.
Del mundo exterior de estos presidentes se sabe mucho. Hay cientos de cintas con trabajadores de la Sala Oval. De lo que Cecil refleja están Harry S. Truman (Banderas de nuestros padres), Dwight D. Eisenhower (Ike, J. Edgar, Elegidos para la gloria, El día más largo, Cuna de héroes), John F. Kennedy (JFK, Forrest Gump, Trece días, Los Kennedy, La conspiración de Dallas), Richard Nixon (Todos los hombres del presidente, Nixon, El desafío, Frost contra Nixon, Aventuras en la Casa Blanca), Jimmy Carter (El último boy scout) y Ronald Reagan (El caso Farewell). El cine de Hollywood habla siempre con mucho respeto en estas ‘vidas ejemplares’ de presidentes reales y de los inventados en varios trabajos poco rigurosos con la intimidad de los mismos. El más manipulado es ese Lincoln de Spielberg con tantos miedos de mostrar una esposa demente, relaciones muy tórridas y las infinitas ganas que de verdad tenía Abraham de protagonizar Priscilla, reina del desierto o cantar algo con Locomía. De Lincoln se han gastado montones de kilómetros de celuloide pero la que más me fascina es la titulada Lincoln, Cazador de Vampiros.
Del sur segregado a la Casa Blanca
El Mayordomo empieza en 1926 y sigue a un joven que trata de escapar de la tiranía de un Sur duramente segregado, en busca de una vida mejor, y que consiguiendo un trabajo medio digno para la época. En la Casa Blanca se convierte en testigo directo de la historia y del funcionamiento interno del Despacho Oval, mientras se desarrolla el movimiento por los derechos civiles. A través de los ojos y de las emociones de la familia Gaines, la película de Daniels sigue los cambios que van sufriendo la política estadounidense y las relaciones entre razas; desde los asesinatos de John F. Kennedy y Martin Luther King a los movimientos de los Freedom Riders y las Panteras Negras, la guerra de Vietnam y el escándalo de Watergate. Cecil vive los efectos de estos sucesos tanto desde dentro como en su calidad de padre de familia. El privilegiado mayordomo empezó de joven trabajando como camarero en diferentes centros para turistas y clubes, pero con 33 años empezó a trabajar como friegaplatos presidencial. Su color de piel no supuso un impedimento para que el original de Scottsville (Nueva York) fuese ascendido con los años a maître, el puesto más considerado entre los mayordomos, y se ganase el reconocimiento de todos sus señores. Sin embargo, sí que vivió indirectamente la segregación racial que se respiraba en su país.
Pasan los años en Hollywood y con sus “vidas de santos” presidenciales siguen anclados en estereotipos de películas que se repiten una y otra vez. Esta es una de ellas, sigue las líneas clásicas de un biopic al uso que apenas deja lugar a la sorpresa, pretende trazar un ambicioso fresco del movimiento por los derechos civiles de la comunidad negra. Una aspiración demasiado elevada que se queda en la superficie al retratar sesenta años de la historia reciente estadounidense de forma atropellada y sesgada. El director, desde su tono descaradamente didáctico y lacrimógeno, construye una película a su falta de una tesis propia a la hora de retratar un momento tan importante de la historia americana contemporánea. Es una lástima que su guionista, Danny Strong, no se haya basado más en la historia real, publicada en The Washington Post (A Butler Well Served by This Election), escrita por Wil Haygood, sobre la vida de Eugene Allen, who worked as a butler in the White House, en vez de liarse en ese homenaje facilón a todos los que lucharon por los derechos civiles de la comunidad negra. Eso sí, desde ya Forest Whitaker volverá a ser nominado al Óscar. No hay otra.
La película corre el riesgo de la simplificación y el academicismo, que no acaba de sortear con éxito Daniels.
Pero el verdadero criado de la Presidencia del gobierno presenta lo mismo que la mucama o criada negra de Lo que el viento se llevó, cuando le apretaba los cordones de la faja a la señorita Escarlata. Un sueldo razonable –aunque inferior al que perciben sus iguales blancos– le permite sacar adelante a duras penas a su familia, aunque deberá afrontar el alcoholismo de su esposa Gloria (Oprah Winfrey), el activismo político, que no entiende, de su hijo Louis, y la decisión del otro, Charlie (David Oyelowo), por ir a luchar a Vietnam. De hecho son sus conflictos dramáticos los que mejor funcionan: el padre que ha conocido un estado de las cosas y desea lo mejor para su familia, confiando en el sistema, aunque acabará cuestionándose las cosas, al estilo de lo que hacía también en otras. La película corre el riesgo de la simplificación y el academicismo, que no acaba de sortear con éxito Daniels. De hecho los presidentes que desfilan por la pantalla son pobres esbozos sin alma. Especialmente ridículo resulta Nixon, al que John Cusack no logra insuflar el necesario carácter, más allá de que se quiera ofrecer de él una descripción decididamente poco partidaria. Dicen que cuando se la pasaron a Obama éste lloró como una magdalena de procesión de Semana Santa. No sé si Cristóbal Montoro o el mismísimo Rajoy hubieran entonado algún buchito de pena o nos hubieran soltado otra sarta de mentiras habituales. Les dejo el beneficio de la duda.