El afán de superación e innovación está en la esencia del ser humano. Desde las pinturas rupestres de animales con varios pares de patas, el hombre había querido representar el movimiento. La invención de la fotografía a principios del XIX ofrecía nuevas posibilidades, más allá de las sombras chinescas o la linterna mágica. La fotografía era capaz de capturar la realidad, aunque de forma estática –antes se llamaba “instantáneas” a las fotos- pero ahí se entreveía la posibilidad técnica.
En 1872 un multimillonario americano hizo una apuesta. Sostenía que un caballo al galope mantiene sus cuatro patas en el aire en algún momento. El dinero no era problema para Leland Stanford, magnate del ferrocarril, así que pagó a un investigador de la fotografía, Eadweard Muybridge, para que lo demostrase. El estudio duró seis años, pero al final logró fotografiar con una batería de doce cámaras la secuencia completa del galope del caballo, que efectivamente mantenía cuatro patas en el aire.
El cine estaba ahí, sólo faltaba que a alguien se le ocurriese ensamblar los negativos en una secuencia –la película- que pudiera proyectarse con un haz de luz. Como ocurrió con otros grandes inventos de la época –el teléfono, la luz eléctrica, la radio- fueron varios los inventores simultáneos, aunque la gloria quedaría para los hermanos Lumière.
El norteamericano Edison, que era un depredador, engañó a Muybridge, le plagió las ideas y en 1891 presentó el kinetoscopio, la primera máquina de cine. Pero a Edison no se le había ocurrido que aquello pudiese convertirse en un espectáculo de masas, para Edison, que tenía una auténtica fábrica de inventos, en gran parte robados a otros, era una especie de juego de laboratorio.
En Francia, Auguste y Louis Lumière, dos hermanos que tenían una empresa de fotografía, robaron al ladrón. Compraron un kinetoscopio, lo estudiaron y vieron sus posibilidades. Perfeccionaron el invento, desarrollando una máquina de proyectar sencilla y manejable. Necesitaban un nombre, y se aprovecharon del que se le había ocurrido a otro “inventor del cine”, Leon Bouly, que tres años antes había registrado la patente del “cinematógrafo” (del griego kinematos, movimiento), pero había dejado de pagar la tasa a la oficina de patentes y perdido los derechos.
El 22 de marzo de 1895, hace justo 125 años, los Lumiére realizaron la primera sesión cinematográfica en el local de la Sociedad para el Apoyo de la Industria Nacional, proyectando Salida de los obreros de la fábrica Lumière. Y el 28 de diciembre hicieron la primera sesión pública en el Salón Indio del Grand Café de París. Acudieron 35 espectadores que pagaron 1 franco por entrada. Había nacido el espectáculo más visto del mundo.
La tragedia
Sin embargo, el cine estuvo a punto de morir en el huevo, pues en su segundo año de existencia la máquina de los Lumière provocaría el incendio del Bazar de la Charité. El bazar era un rastrillo benéfico organizado por señoras de la más alta sociedad, incluida la realeza. Lo dirigía Su Alteza Real Sofía Carlota de Baviera, hermana de Sissi, emperatriz de Austria, y casada con un príncipe de la Casa de Orleans, aunque solía usar el tratamiento de duquesa de Alençon. Tras una vida llena de crisis mentales y escándalos amorosos (empezó por hacerse amante de un fotógrafo mientras era la prometida de Luís II de Baviera, el Rey Loco), se hizo terciaria dominica y se dedicó a la caridad, creando ese bazar que era uno de los principales eventos sociales en el París fin de siècle.
Para la edición de 1897 alquiló una gran nave industrial, pues cada vez iba más gente, donde construyeron un decorado de madera y cartón piedra que figuraba una calle del París medieval. Era espectacular, aunque altamente inflamable. Además les pidió a los Lumière que instalaran esa curiosa máquina, el cinematógrafo, convertido en el espectáculo del que todo el mundo hablaba. Los operadores llevaron tres películas: La salida de la fábrica, la primera de la Historia, Llegada de un tren a la estación, que asustaba muchísimo al público, pues sentían que se les iba a echar encima la locomotora, y El regador regado, la primera película con argumento, que hacía a todos reír… Pero terminaron llorando.
El pueblo, quería cine, y en el extranjero se iba expandiendo. Los hermanos Lumière inventaron otra lámpara más segura para su máquina y el cine sobrevivió a la rancia sociedad
Las proyecciones sólo duraban unos minutos, y hacían una sesión tras otra. A las 4 y cuarto de la tarde, el operador tuvo que recargar la lámpara de éter de la máquina y le pidió “luz” a su ayudante, que encendió una cerilla en vez de retirar la cortina. Pero se habían expandido vapores de éter que inmediatamente se inflamaron. En ese momento había unas mil personas en el local de las que sólo 40 eran hombres, el resto eran damas encopetadas y sus doncellas. Hacía solamente unos minutos que se había marchado el nuncio apostólico, el embajador del Papa que había bendecido la inauguración.
Las casetas del bazar, de madera y cartón piedra, ardieron como la yesca y se provocó el comprensible pánico, aunque Sofía Carlota de Baviera intentó organizar la evacuación. Como el capitán de un barco dijo “yo saldré la última” y encontró el martirio, un final coherente con su agitada existencia de amores locos y encierros en el manicomio. Hubo 126 muertos y 200 heridos, y la lista de víctimas parece una página de Proust. Además de la princesa bávara fallecieron dos marquesas, nueve condesas, seis vizcondesas, tres baronesas y la embajadora de España, por no hablar de las esposas de millonarios.
Las presiones de la alta sociedad impusieron la prohibición del cinematógrafo, pero fue ponerle puertas al campo. La gente, el pueblo, quería cine, y en el extranjero se iba expandiendo. Los hermanos Lumière inventaron otra lámpara más segura para su máquina y el cine sobrevivió a la rancia sociedad de En busca del tiempo perdido.