Cervantes podía haberse ido a vivir a China. Él mismo cuenta en el prólogo de la Segunda Parte del Quijote que el emperador de la China “en lengua chinesca me escribió una carta… suplicándome que se le enviase” un ejemplar de la célebre novela, pues iba a fundar un colegio donde se enseñara lengua castellana “y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Junto a esto me decía que fuese yo a ser rector del tal colegio”.
El escritor se habría adelantado así a los 5.091 españoles residentes oficiales en China antes del coronavirus. Aunque naturalmente la historia es inventada, un truco de Cervantes para hacerse publicidad, como si la fama del Quijote hubiese llegado hasta la China. Luego el manco de Lepanto liquida su historia de forma chusca, le pide dinero para el viaje al mensajero portador de la carta, y cuando éste dice que no trae, se excusa con que “yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje, además que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros”.
El caso es que el artilugio publicitario de Cervantes no es tan descabellado, pues su novela alcanzó una difusión inmediata por Europa y América. China obviamente estaba más allá, era como el fin del mundo, pero en realidad ya se había abierto a Occidente gracias a portugueses y españoles. A principios del siglo XVII, cuando se publicó la Segunda Parte del Quijote (1615), los jesuitas ya se habían asentado en China, adonde llevarían la ciencia y las ideas europeas a la vez que daban noticia cierta a Occidente del misterioso país.
El centro del mundo
La idea tópica de China era –y seguiría siéndolo hasta el siglo XX- la de un país aislado, una civilización milenaria encerrada en sí misma. La imagen más simbólica de China, la Gran Muralla, transmitía esa impresión; incluso el nombre que ese país se daba a sí mismo, Zhongguó, significaba “el país del centro”, en el sentido de que se consideraban el centro del mundo y no les interesaba la periferia.
Era imposible, en todo caso, mantener un aislamiento total del mundo. Existían contactos comerciales desde la antigüedad, la Ruta de la Seda, pero China no abrió sus puertas a un europeo hasta que fue conquistada por Gengis Khan, el caudillo mongol. La idea geopolítica de los mongoles era la opuesta a la de los chinos, soñaban con un estado universal y casi lo consiguieron. Gengis y sus descendientes conquistaron toda Asia y por Europa llegaron hasta Ucrania, aunque no sólo eran invasores, querían conocer otras culturas, otras ideas.
Otro gobernante con aspiraciones universales, el Papa, envió en 1245 un embajador a la corte del Khan, el franciscano Giovanni da Pian del Carpine, para negociar la tolerancia de la religión cristiana en el imperio mongol. A partir del siglo XIII hubo misiones franciscanas en China, pero no sería un misionero, sino un mercader veneciano quien descubriera la China al mundo occidental: Marco Polo.
Algunos historiadores creen que Marco Polo nunca estuvo en China, que se inventó sus viajes. Si era una patraña, estaba bien urdida, porque su Libro de las Maravillas, también llamado El Millón, se convirtió en lo que hoy llamamos un best-seller, la gran fuente de información, o supuesta información, sobre China no sólo de su tiempo (siglo XIII-XIV) sino de las centurias posteriores. Por desgracia, el camino hacia China abierto por el embajador franciscano y por Marco Polo quedó interrumpido por la expansión de los turcos otomanos, los grandes enemigos de Europa en el paso de la Edad Media a la Moderna.
Con la ruta terrestre cerrada, sólo podía llegarse al Extremo Oriente por mar, y en eso se empeñaron los pueblos ibéricos. Los portugueses navegaron incansablemente costeando África hasta llegar a la India y más allá. En 1511 abrieron en Cantón el primer establecimiento comercial en territorio chino, que durante siglos sería el puerto abierto al comercio internacional. En 1556 establecieron en Macao la más perdurable colonia europea de Asia, pues Macao estuvo bajo soberanía de Portugal hasta el 20 de diciembre de 1999, ¡cuatro siglos y medio! (Inglaterra tuvo Hong-Kong solamente siglo y medio).
Tras Colón, la expedición de Magallanes y Elcano demostró la redondez nuestro planeta, llegando hasta casi las costas de China
Los españoles buscamos la ruta de las Indias navegando por el Atlántico hacia el Oeste, en la idea –entonces no comprobada- de que la Tierra era redonda. Así descubrimos el Nuevo Mundo, aunque no nos conformamos con América. Tras Colón, la expedición de Magallanes y Elcano demostró la redondez nuestro planeta, llegando hasta casi las costas de China. Encontraron un archipiélago de 7.000 islas, y aunque allí mataron a Magallanes, lo bautizaron Filipinas en honor a Felipe II, y lo integraron en el imperio español hasta 1898, cuando nos lo arrebató en guerra Estados Unidos.
Otro español, San Francisco Javier, concibió la idea de introducir en China a la poderosa Compañía de Jesús, de la que él había sido cofundador con San Ignacio de Loyola. Tres décadas después del descubrimiento de las Filipinas, Francisco Javier llegó a la pequeña isla de Shanghuan, es decir, de San Juan, situada a sólo 14 kilómetros de la costa china. Tenía que pasar de allí al continente en una barca de pescadores, pero antes de poder hacerlo le sorprendió la muerte, por lo que su primera tumba estuvo en China (luego lo llevarían a la India, donde permanece su cuerpo incorrupto). El incansable misionero no pudo llevar a cabo su última misión, pero dejó señalado el camino a los jesuitas, como veremos la próxima semana.