Llamadlo como queráis: mala leche; mala baba; mala hostia; prosa viperina; trama desasosegante… Ese tipo de libro que al leerlo produce dos cosas: abatimiento –ese largo trance de ahogo, cigarrillos y sofá, algo en lo que son especialistas Dostoievski, Thomas Bernhard o Philip Roth- o ganas de reventar, a patadas, un contenedor: ese regalo envenenado que concede la primera lectura de El guardián en el centeno, de Salinger, o Almuerzo desnudo, de Burroughs… ¡Y hasta el Aullido de Allen Ginsberg (I saw the best minds of my generation destroyed by madness,/ starving hysterical naked,/dragging themselves through the negro streets at dawn looping/for an angry fix; leedlo en voz alta y desearéis prender fuego a una gasolinera).
Inspirados por el malestar, esa sustancia que moldea nuestros días y alimenta nuestros insomnios –quienes lo sufren saben de qué hablo-, hemos decidido esnifar Cola-Cao con conocimiento de causa. Sí: ya lo sabéis, las listas nos irritan –por eso las comparamos con la inhalación de chocolate en polvo-. Si las confeccionamos, que no sea en vano… ¡y que no parezcan una enumeración! En fin, que el amago se deba, en la medida de lo posible, a la literatura. Ese templo laico que todo –o casi todo -lo puede.
John Fante y su magnífico Henry Molise; Bukowski; Phillip Roth; Thomas Bernhard...
¿Por dónde comenzar una antología de viperinos y envenenados autores, de esos que siembran la angustia, la ira y el desasosiego ahí donde debería reinar la falsa paz de los runners? Pues, he aquí un paso al frente -que no en vano pero sí arbitrario e interesado-: el John Fante de Mi perro idiota (Anagrama). Es, sin lugar a dudas, una lección de mala leche, una catedral de la ironía y el humor, ese binomio casi tan perfecto como el que consiguen al unirse en una misma copa los espumantes y los siropes.
Con ésta, va la tercera vez que lo mencionamos. Pero es inevitable: Fante es el más virtuoso engendrador de fracasados, resentidos, cobardes y blandengues mequetrefes que ajustan cuentas con el mundo. Los protagonistas de sus historias no tienen más gesta que la propia supervivencia. Son los castigados de la revolución industrial, dos guerras mundiales y el desclasamiento natural que trae consigo el progreso. Vamos, lo que podría escribir George Saunders, que debe conformarse con ser una apagada versión del mejor Fante.
Volvamos a Fante, por favor. Su personaje más conocido, Anrturo Bandini, el guionista inmigrante, hijo de italianos que vive en Los Ángeles de la Norteamérica de los cincuenta, es el mejor ejemplo de su perdedor prototípico. A él dedicó una saga que tiene entre sus mejores páginas Pregúntale al polvo. Pero si hay un retrato que tire de la hiel como combustible humano, ése es el del Henry Molise de Mi perro idiota.
Boris Vian y su novela Escupiré sobre vuestra tumba; el McCarthy de No es país para viejos...
Henry Molise vive en California, escribió de joven novelas prometedoras y luego entró con buen pie en Hollywood. Pero a sus 55 años ve derrumbarse el mundo sobre su cabeza: el negocio del cine anda mal; quiere escribir algo decente y no puede, y mantiene a una familia que sólo le da disgustos. Para colmo, se cuela en su casa un perro repelente y peligroso, al que bautizan Idiota y que acaba cambiando su vida. Quedaros con esta frase: “Yo luchaba y perdía; él luchaba y vencía”. Os la dejo. Con esto podéis empapelar la Gran Vía o apuntarse a cualquier guerra.
No es de extrañar que haya sido justamente Bukowski, el emperador de la mala hostia, quien haya redescubierto a Fante. Y es justamente sobre él –el gran y siempre ebrio Charles- el siguiente puesto en esta lista -que no es tal cosa-. Habrá, claro, quien tenga sus propias opiniones, pero puede que Bukowski haya conseguido su versión más destilada de enloquecimiento, autodestrucción e ira en las páginas de Escritos de un viejo indecente, un volumen publicado en España por Anagrama que reúne los textos que escribió Bukowski para a revista underground Open City.
Para que esto no fuera un reciclaje de filias literarias -vueltas alrededor de la misma rotonda-, hemos decidido consultar a algunos lectores. Aquellos que nos han pedido crédito, lo tendrán, entre ellos el periodista Eduardo Laporte, quien apuntó a Boris Vian como un buen ejemplo de literatura para partir piernas. Él puso el nombre, nosotros el libro: Escupiré sobre vuestra tumba, una novela publicada con el pseudónimo Vernon Sullivan, en 1946, y en cuyas páginas el francés consigue un estilo violento y directo.
Anthony Burgess, Bret Easton Ellis; John Connolly; Amelie Nothomb...
Sólo la sencilla descripción del libro dice por dónde van los tiros: Lee Anderson, un joven negro, llega a un pueblo en el que consigue trabajo como vendedor en una librería. Inofensivo, acaso agradable y dócil, este hombre esconde un secreto: si ha llegado allí es para vengar la muerte de su hermano, que murió linchado y colgado por haberse enamorado de una mujer blanca.
En una genealogía de la escritura violenta y pringadita toda ella de ira, hay nombres inevitables: Bret Easton Ellis –cualquiera de ellas, desde American Psycho hasta Luna Park; ¡y que Dios bendiga a la Generación X!-; el nunca lo suficientemente intimidante James Ellroy y qué decir de Cormac McCarthy con su No es país para viejos o -¡ah, claro!- el irlandés John Connolly con su serie sobre Charlie Parker, desde la primera entrega con Todo lo que muere hasta La ira de los ángeles, ha levantado una descomunal tormenta de violencia, toda ella publicada por Tusquets.
Si hubiese que hacer algo así como una historiografía de la mala leche y tuviésemos que crear ‘escuelas’, no podría faltar el siempre expansivo y brutal Hemingway –un clásico del malestar y la violencia- que en su Tener y no tener, además de una clase de diálogo, ofrece todas las versiones posibles de racismo y despótico talante resumidas en Harry Morgan, ese marinero brutal que pasa de la pesca al contrabando de bebidas y personas –pobres chinos, ¿os acordáis?-.
Existe, todo sea dicho, una violencia de manual, como la de La naranja mecánica de Anthony Burgess, pero hay otras –acaso más risueñas- como la del Kennedy Toole de La conjura de los necios o la siempre irónica y maligna Amelie Nothomb en su Antichrista, un título sugerido por los siempre infalibles amigos de la librería Portadores de sueños, y en cuyas páginas la escritora belga nos ofrece una envenenada tragicomedia que opone a Blanche y Christa –dos chicas que se conocen en la Universidad de Bruselas- y protagonizan una historia apoteósica de manipulación y humillación. Habría que apuntar, como arbitraria y personal elección, La metafísica de los tubos, también generosa –a su manera- en ironía.
Tanta gente sola, de Juan Bonilla, es una basílica del fracaso y la risa maluca.
Hay violencias tiernas, verdaderas joyas. Y si hay un maestro en el arte de entristecer o agobiar tiernamente, pues ese es Juan Bonilla. Hay quienes para referirse a él citan, acaso como el mejor logrado, El que apaga la luz (Pre-textos), un libro de relatos brillante, sí, pero no el único en esa línea. La sustancia Bonilla se desborda más allá de ese título y puede que su mejor ejemplo sea el que da en Tanta gente sola (Seix Barral) –una basílica del fracaso y la risa maluca-. Desde el poeta de Verso perverso que nos sorprende en su intento de evitar un suicidio hasta el ganador del Récord Guinness de más fracasos al momento de intentar romper un récord… Pero, ¿y dónde dejamos a los vengadores de Fonollosa en su libro Una manada de ñús (Pre-textos)?
Los hay violentos de tomo y lomo, como el Jonathan Littell de Las benévolaso el Carrère de Limónov. Sin embargo, el decano de ese enajenado placer por escarbar en lo sucio y lo detestable, Michel Houellebecq, tiene pocos contendores que hayan cantado con tanta entrega al malestar. Podríamos citarlos todos y en todos conseguiríamos hiel: Las partículas elementales, Plataforma o Mapa y territorio pero la que se lleva el premio, la vitola de peso pesado de la mala baba, es La posibilidad de un isla. El frío y cruel protagonista, Daniel: ese cómico que puede llegar a provocarnos verdaderos ataques de ira. No en vano hay quienes, como Rafael Lemus, aseguran que Houellebecq hizo lo que Balzac: ser tan vulgar como su tiempo. Pero eso ya es harina de otro costal.
La lista -¡esto no es una lista!- es larga e interminable: ¿No habría que incluir acaso al Milan Kundera de La broma? ¿Al Saramago de Ensayo sobre la ceguera? ¿Al rabioso Fernando Vallejo de El desbarrancadero? ¿El Roberto Bolaño de 2666? ¡Incuso al Jorge Franco de Paraíso Travel! (Nunca una invitación a la muerte ha sido más hermosa: ‘Matémonos’, así empieza la novela) Y qué decir del colombiano Antonio Ungar, cuya obra entera bombea un espeso líquido de ironía y desconcierto que consigue su imagen más potente en Tres ataúdes blancos, novela que ganó el Anagrama, en la que Ungar hace que los sesos de un político de la imaginaria ciudad de Miranda se confundan con la lasaña en la que entierra su rostro tras recibir un balazo.
Hay violencias refinadas, casi confitadas: ¿No lo es acaso la que consigue J.M Coetzee en Desgracia?
Hay violencias refinadas, latentes, lacerantes, casi confitadas: ¿No lo es acaso la que consigue J.M Coetzee en Desgracia o incluso en las páginas de Esperando a los bárbaros? ¿No creéis, acaso, que la voz de Benjy en El ruido y la furia, esconde un poso de angustia y violencia? ¿No es Mao II (Seix Barral) de Don DeLillo una novela catastrófica? Hay personajes –que no escritores- violentos, como la Patty de Frazen en Libertad –su violencia es casi epidérmica-. Las hay de otro tipo, como la que teje –de a poco- David Vann en Tierra (Literatura Random House), su tercera novela publicada en castellano tras el éxito de Sukkvan Island (Algaiba) y Caribou Island (Literatura Random House), dos libros que le hicieron merecedor de más de una treintena de premios, entre ellos el afamado Médicis, en 2010.
Hay violencias frías, anoréxicas en prosa pero enfurecidas en espíritu, como el Raymond Carver de Visor, ese relato del hombre cuyas manos son garfios y que hace inolvidable su libro De qué hablamos cuando hablamos de amor… Hay otras magníficamente urdidas, comola Marta Sanz de Susana y los viejos y Black, Black, Black o el Isaac Rosa que mantiene una línea continua -y ascendente- desde El vano ayer hasta La habitación oscura, todas editadas por Seix Barral. También a este sello pertenece un raro ejemplo de violencia y malestar demorado, acaso hermoso y a la vez desesperante, incluso físico: el Jesús Carrasco de Intemperie… ¡Pero toca parar ya! En una segunda entrega seguiremos adelante con este hooliganismo literario, esos bellos y entrañables vándalos.