Hay familias de genealogía venenosa, aquellas en cuyo árbol un antepasado puede ser el fruto que emponzoñe a los que están por llegar, o aquel que desprendiéndose de la rama salve a todos de la tóxica herencia. Que ya lo dice el novelista Ignacio Martínez de Pisón: en las familias los agravios no prescriben. Justo ante ese tronco leñoso, el de los parentescos, se ha plantado el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946) para urdir su más reciente novela: Adiós a los padres (Literatura Random House), la más personal y la mejor escrita de sus obras. Porque lo es. Y lo él sabe.
Algo del Aguilar Camín de 'La guerra de Galio' reverbera en esta nueva novela, acaso porque la conquista de los afectos es, a su manera, una lucha por un tipo de poder
"Es el mejor libro que he podido escribir y expresa de una manera más completa todo lo que me ha importado en la vida", dice al respecto el historiador, novelista y periodista mexicano, autor de la monumental La guerra de galio (1991), una novela sobre el poder que encuentra una reverberación en Adiós a los padres, acaso porque en sus páginas la lucha por hacerse con los afectos es, a su manera, una lucha por un tipo de poder. Aunque el tema, insiste el escritor, no va por ahí. Adiós a los padres es, simple y llanamente, la historia de su familia, la de Héctor Aguilar Camín. Es el permiso que se concede un hijo para arrancar los frutos del árbol con el solo propósito de contarlos y dejarlos ir. "Todas las familias tienen, al menos, una buena historia que contar. La de mi casa es extraordinaria, digna de una novela", asegura.
Adiós a los padres es el retrato de una familia que atraviesa una parte de la historia de México, ese país político y sanguíneo que se revela en los libros de Héctor Aguilar Camín y que, incluso sin él proponérselo, alcanza su versión más emotiva y refinada en esta entrega autobiográfica. Se trata una novela familiar, sujeta con el trazo del despojo y la demolición, pero también de la lucha y la supervivencia, ese hilo que cose fuertemente las historias de este tipo: para que aguanten la ventisca que levantan en quien las escribe y las lee. En esta postal ajena que es Adiós a los padres todos encontramos lugar, todos quedamos retratados. La novela –porque lo es, tiene esa relojería de los grandes artefactos de ficción- comienza justamente con una fotografía hecha en México, en 1944. En ella aparecen Héctor Aguilar y Emma Camín, los padres del narrador y escritor de esta historia. Persona y personaje batiéndose en una guerra, y no la de Galio, sino en una sentimental y literaria.
Todo comienza con una fotografía hecha en México, en 1944. En ella parecen Héctor Aguilar y Emma Camín, los padres del narrador y escritor de esta historia
Hijos de familias inmigrantes -los Aguilar, asturianos; los Camín, cubanos- que se asentaron en México para trabajar y prosperar, Emma y Hector reúnen en esa imagen lo mejor y lo peor de lo que habrán de vivir. Los oprime la influencia del abuelo paterno, Don Lupe, un hombre incapaz de ceder a su hijo Héctor una vida en blanco, aunque sea para echarla abajo. Los aprieta, fuerte y ferozmente, el carácter débil del propio Héctor, aquejado por el síndrome del bien amado, el que no confronta ni lucha porque se muere de miedo: a que su padre deje de quererlo. A Héctor y Emma, retratados en otro tiempo, los amenazan los peores ciclones, el que arrasó con el prometedor negocio de la madera en Chetumal y el que vendría cuatro años después con el abandono definitivo y la partida de Héctor de casa, convirtiéndose así en el padre ausente que habrá de ser y a Emma en la mujer inmensa que siempre fue.
Un episodio desencadena el libro, aquel que los reúne 45 años después: una pulmonía que los recluye a ambos, a Emma y Héctor, en un mismo hospital y los cita en las páginas de esta novela. Escrita en presente, con una prosa que es pura fibra, esta historia bombea una sangre empozada que alguien necesita licuar. Porque Adiós a los padres está escrita con la épica de quienes emprenden varias batallas: la de las propias vivencias, la de quien intenta escribir sobre los recuerdos de un padre que pierde la memoria o intenta ganar el pulso a la enfermedad del tiempo y sus propias trampas. Aquí cabe todo; cabemos todos, asomados a un retrato en el que Héctor Aguilar Camín ofrece trozos de su vida para explicar la nuestra. La familia como la más potente de las infecciones, la carnicería más hermosa adonde van a parar los despojos esenciales. Sangrar el veneno que recorre el árbol familiar. Decir adiós. Dejar partir. De eso se trata este libro.
Novela, tostadas, mantequilla y mermelada
Son las once y cuarenta y cinco de una mañana que comenzó muy pronto. En el octavo de la madrileña calle Velázquez, todo luce como siempre: clásico, distante, impecable como la taza donde un café se enfría. En el lobby del hotel de los toreros, el fotógrafo Daniel Mordzinski pasa con su cámara a cuestas, levanta una polvareda con su humor radiante y desaparece. A los pocos minutos llega el escritor, historiador y periodista mexicano Héctor Aguilar Camín. Viste una americana azul sin una sola arruga. La razón de ser de esta entrevista, la recién publicada novela Adiós a los padres, está sobre la mesa. Es sólo un objeto -un fajo de folios apretados entre tapas- y sin embargo al volumen lo recorre una electricidad, la que anima por igual a ciertos libros y astados. Porque esta novela hace lo que los buenos matadores: enseña al lector a embestir, a exprimir el corazón. Cada página, como cada pase, ejecutan el engaño literario.
"En este libro están puestas todas mis habilidades. Es el mejor que he podido escribir y expresa de una manera más completa todo lo que me ha importado en la vida"
Un camarero trae a la mesa unas tostadas con mermelada y mantequilla. Cuchillo y tenedor en mano, Héctor Aguilar Camín trocea el pan y da cuenta, con buen apetito, de un libro que sacude a la vez que completa su obra literaria, que se mueve entre el periodismo, el ensayo histórico, el relato y, por supuesto, la novela, género al que Aguilar Camín regresa tras siete años de silencio y en el que se suma desde Morir en el Golfo (1985), La guerra de Galio (1991) o El error de la luna (1994) hasta las más recientes La conspiración de la fortuna (2005) y La provincia perdida (2007).
-Usted dice que es historiador por accidente y novelista por vocación. Ambas voces se han alternado en sus libros. En este caso, sin embargo, se han mezclado muy fuertemente.
-En este libro creo haber puesto todo lo que sé acerca de cómo investigar una historia, cómo situarla en el tiempo, cómo contarla, cómo volverla un mecanismo narrativo: una novela. En este libro están puestas todas mis habilidades. Es el mejor libro que he podido escribir y expresa de una manera más completa todo lo que me ha importado en la vida y todo lo que he aprendido.
-¿Cuántas versiones Aguilar Camín hay en estas páginas?
-Aquí están el historiador, el periodista, el novelista y también... el hijo; el hijo que cuenta la gran historia de su familia. Porque todas las familias tienen, al menos, una buena historia que contar. Yo creo que la de mi casa es una historia extraordinaria, digna de una novela. Porque eso es este libro: la novela de mi casa.
"En esta historia, como en la vida, la huella del padre es la huella del conflicto, del despojo, del triunfo o la derrota"
-Su padre es aquí el gran náufrago. Su madre es más padre que él. Y quizá, lo más potente, es que siendo usted padre, evita acercarse. Lo narra todo desde la mirada del hijo.
-En esta historia, como en la vida, la huella del padre es la huella del conflicto, del despojo, del triunfo o la derrota. Lo es también del abandono, del enigma, del desaparecido, que es un motivo clásico de la literatura. El mundo de la madre es el de la solidaridad, la consistencia, el del hogar como ese lugar donde se cría a los hijos y el amor se vuelve provisión de vida y certidumbre, presencia.
-Insisto: me interesa saber por qué predomina la mirada del hijo que usted fue, y no la del hombre que se convirtió en padre.
-Está escrita por un hijo que ha tenido que distanciarse de esa condición para poder contar estas historias. Esta historia para mí es tan densa emocionalmente que el mecanismo básico que venía a mí cuando la abordaba era: tienes que distanciarte. De lo contrario, el resultado terminaría siendo una prosa tan torrencial y desbordada como las emociones.
-Este libro es como un Galio de los afectos: es preciso, agudo, tan afilado como emocional. Sin embargo, para un lector de Aguilar Camín desconcierta que sea tan personal.
-Este libro no podía ser escrito desde otra perspectiva que no fuese la profunda intimidad. Esa es la otra aventura que está puesta en este libro. Nunca he escrito algo tan irreductiblemente personal como esto y a la vez tan distanciado estilísticamente.
"La realidad me hizo un guiño, como suele hacer a veces con los escritores. Sentí que me dijo: ésta es la historia que hay que contar"
-¿Cuál es el episodio de su vida que desata la necesidad de escribir Adiós a los padres?
-Ocurre cuando mi padre y mi madre coinciden en el hospital después de 45 años de no haberse visto. Ella queda en una habitación del cuarto piso del hospital, que es justamente, la que está arriba de aquella donde ha sido recluido mi padre por la misma enfermedad. La realidad me hizo un guiño, como suele hacer a veces con los escritores. Sentí que me dijo: 'ésta es la historia que hay que contar'. Estas dos personas, que llevan tanto tiempo separadas, coinciden aquí. Pero, ¿cuál fue su historia juntos? ¿Por qué se separaron? ¿Quiénes son? Eso es lo que había que contar.
-Su padre es el centro del libro, el gran náufrago, al que todo le sobrepasa: desde Don Lupe, su propio padre, hasta Emma su mujer.
-Mi padre es la parte más literaria del libro, es el enigma, el desaparecido que reaparece, es la zona del conflicto, la sombra melancólica del narrador.
-Dice que Héctor, su padre, padece síndrome del bien amado: el que no se enfrenta porque teme dejar de ser querido y a la vez teme luchar. Toda su vida intenta sobreponerse, sin conseguirlo, de la presencia de Don Lupe. Es como un héroe atrofiado, alguien devorado.
-Sí, Héctor es un héroe atrofiado. Tenía todas las condiciones del triunfador pero nunca puede salir de círculo de dominio del padre, que termina por devorarlo, y él se deja devorar. Llegado el momento de la reconciliación, en el lecho de muerte, su padre le pide perdón por una cosa que para nosotros resulta obvia: le ha quitado la vida, le ha quitado el negocio… Pero él, Héctor, no alcanza a entender por qué su padre le pide perdón. Lo sabe, pero no se atreve a reconocer que su padre le quitó la vida. Nunca da el paso cabal de romper con el padre, de reclamar, de separarse de él, siempre queda absorbido. La sombra de su padre lo disminuye y lo irrealiza. Compite con él, pero no porque quiera ganarle sino porque quiere impresionarlo.
¿Una novela política? ¿O una novela a secas?
-Este libro es una foto de familia en la que cabe un país entero. ¿Evoca su padre una metáfora mexicana, incluso política?
-Aunque pueda tener una reverberación metafórica respecto lo que es el poder o la lucha por la preponderancia, no es un libro político. El lado político puede estar en la competencia por los afectos y por el lugar en la familia. Mi padre reaparece en nuestra vida solitario, indigente, disminuido, a un paso de la beneficencia. En el torneo de la vida, la gran triunfadora de esta batalla es Emma Camín y el gran equivocado y el gran perdedor es Héctor, que sin embargo tiene buena estrella: se reconcilia con su hijo, el narrador, pero tiene también la suerte típicamente mexicana de encontrar una mujer que se convierta en aquella que lo cuide, que sea su asistente doméstica, su enfermera y que acabe siendo la proveedora de una familia, la que Héctor perdió por completo y que no construyó fuera de la que abandonó.
"Aunque pueda tener una reverberación metafórica respecto lo que es el poder o la lucha por la preponderancia, no es un libro político"
-El libro está escrito en presente: como quien se sujeta a algo. ¿Por qué se aferra a ese tiempo verbal como lugar de narración?
- Sí, eso es cierto. El tiempo presente permite evitar ese gesto de ‘había una vez’ y a la vez proponerle al lector una cercanía con lo que está ocurriendo, incluso aunque los hechos que se narran ocurriesen un siglo atrás. No sé bien cómo di con esa fórmula, pero me pareció la manera adecuada de contarlo, porque lo que se cuenta no ocurre fuera, sino dentro del mecanismo de mi memoria. Una de las cosas que descubrí usando el presente, aunque pueda resultar obvio, es que el tiempo presente es el más limpio del idioma. El pasado es un tiempo lleno de trampas e imperfecciones. Conduce a cacofonías involuntarias, por las terminaciones de los verbos: pasaba, penaba, tenía, sentía, sufría. Eso desaparece en el presente. Además: las palabras se acortan. El resultado es más limpio: perfecciona la prosa y permite dar con formas más directas e inmediatas. Eso lo descubrí en este libro.
-Usted dice que a los padres nunca se les puede llegar a conocer, pero sí a imaginar. Eso martillea al lector en cada folio, porque acrecienta la pregunta sobre por qué ‘Adiós a los padres’ como título.
-Los padres están fuera de las posibilidades de conocimiento pero al alcance de nuestra imaginación, es decir, para que tú puedas entender quiénes fueron tus padres tienen que pensarlos independientemente de ti, tienes que separarlos de cómo los ves, tienes que imaginarlos como seres que, además de tener su vida, te tuvieron a ti. Uno piensa como hijo, en relación con los padres, mitológicamente. Los padres no tienen edad, no tienen pasiones, salvo en la relación que uno tiene con ellos. Siempre parecen igual de grandes e impenetrables y cuando nos enteramos de algunas de sus debilidades nos parece decepcionante. Eso ocurre porque no le concedemos a ellos el espacio que sí nos concedemos a nosotros: ser vistos como seres humanos con necesidades. Para salir del círculo imantado en el que los padres son seres enigmáticos, hay que hacer lo que he intentado en este libro: dar un paso atrás. Además, a mi edad, ya puedo ser capaz de imaginar qué esperaban de la vida a los 25, o los treinta, las primeras molestias de la vejez o llegar a los 60 con ciertas cosas conseguidas o sin ellas. En el espejo de la vida y de los afectos es posible hacer ese retrato.
"El tiempo presente en español es el más limpio del idioma. El pasado es un tiempo lleno de trampas e imperfecciones"
-Retrata en sus padres en una Ciudad de México que tenía apenas cinco millones de habitantes. ¿Qué diferenciaba al México de sus padres del suyo o del de sus hijos?
-Mi madre, que era una teórica política muy elemental aunque muy seria, decía: ‘Estas diferencias que ahora ven ustedes en la democracia, que si entre el PAN, el partido de derechas o el partido de izquierdas… No hay nada más parecido a un mexicano que otro mexicano' –Aguilar Camín ríe-. Ha resultado profética, porque aunque ha habido alternancia en México recientemente, los políticos han resultado más o menos iguales. Eso sí, ella misma decía que en aquellos años en los que no podía pensar en otra cosa distinta de trabajar, tanto mis hermanas como yo podíamos salir a la calle, ir a la escuela, ir a fiestas y estar seguros. En la ciudad de hoy, yo no podría vivir pensando en los riesgos de que un niño esté solo. Eso te da una idea de la diferencias. La Ciudad de México de aquellos años crecía estúpida y desordenadamente pero era una ciudad amigable, con muy poca violencia criminal y social.
-¿Cómo queda la familia mexicana en ese proceso?
-En México ha ocurrido algo grave a la familia mexicana: se ha movido demasiado. México ha puesto en Estados Unidos a doce millones de personas. Piensa la desarticulación familiar de cada uno de esos migrantes. Mandan remesas, es verdad pero hay pueblos enteros en México, Zacatecas por ejemplo, donde no hay hombres. Hay niños, viejos y mujeres. Eso mismo, ocurrió en los años cincuenta en el país, de manera de los 22 millones actuales de los que hablamos en Ciudad de México, 18 no nacieron allí. Llegaron al DF, pero su punto de referencia no es ése, es el lugar al que van a esforzarse pero no en algo que sientan suyo. Eso se siente en la gente, ocurre lo mismo con las 25 o 30 ciudades que sobrepasan el millón de habitantes. El proceso de migración en busca de oportunidades desarticuló a familias y regiones enteras. Generó aglomeración, estilos de vida precarios, de supervivencia y que explican mucho la dureza y la fealdad de nuestras ciudades, por ejemplo, la violencia y la brutalidad de Ciudad Juárez tiene que ver con eso: no hay servicios públicos, poca iluminación. A la familia mexicana le ocurre algo grave. Hay miles de hogares manejados por mujeres pero algo sucede en la crianza de los hijos de esas mujeres de varón ausente: educan hijos que también serán varones ausentes. Algo muy serio tuvo que haber pasado en los valores de la convivencia familiar para que haya en México tantos miles de jóvenes dispuestos a morir y matar en la estela del narcotráfico y del crimen organizado.