Cultura

No, la curiosidad no es una virtud

El otro día visité a un matrimonio que tiene un hijo de cinco, seis, qué sé yo, años. Mientras el niño jugaba con los Lego o hacía un puzle, tampoco

  • Busto de Aristóteles en Roma, Palazzo Altemps

El otro día visité a un matrimonio que tiene un hijo de cinco, seis, qué sé yo, años. Mientras el niño jugaba con los Lego o hacía un puzle, tampoco sé, la madre nos cantaba a los presentes sus bondades: que si es muy maduro o que si saca buenas notas en el colegio. Yo, por participar del amor materno y por disimular mi natural parquedad en el elogio, les dije a los padres que, en efecto, su hijo tenía aspecto de inteligente, más aspecto de inteligente, sin duda, que la mayoría de los niños de su edad. "Sí, Juan es muy curioso", respondieron ambos, padre y madre, al unísono, como si coreasen una lección ya aprendida, como si ya hubiesen convenido en la intimidad que su retoño era muy curioso y que eso implicaba también, claro, una forma siquiera embrionaria de inteligencia.

Al principio, cuando se produjo, no le di ninguna importancia a este diálogo, pero luego, rumiándolo en la soledad de mi mesa de estudio, reparé en que era mucho más significativo de lo que uno podría imaginar. En su furor ditirámbico, aquellos padres habían acometido toda una hermenéutica de nuestra época, tan proclive a la identificación entre curiosidad e inteligencia, tan proclive a una visión optimista y luminosa de eso ―la curiosidad― que los clásicos concebían inequívocamente como vicio de la razón. El hombre curioso, que trufa su discurso de datos que quizá vengan al caso o quizá no, que quiere estar enterado de los últimos acontecimientos de Zimbawe y que siempre gana al Trivial, es uno de esos iconos contemporáneos que exigen prosternación. Oh, cuánto sabe.

El hombre curioso es propicio a la conmoción y reacio al compromiso que el verdadero conocimiento requiere

Por supuesto, nuestra admiración por la curiosidad tiene, como casi todos los errores gnoseológicos, cierto fundamento. El hombre curioso encarna ese humanísimo deseo de conocer al que se refiere Aristóteles al inicio de su Metafísica. Quiere saber del ruiseñor, y de la encina desde la que éste entona su canto, y también del bosque del que tanto el pájaro como el árbol participan. Si bien le gustan la física y la química, no desecha ni la filosofía, ni la historia, ni la literatura. Está abierto al conjunto de las ciencias. Aspira a poder decir un poco de cada cosa, a adaptar a nuestro siglo el ideal renacentista de hombre. Se fija en Da Vinci, que pintaba, inventaba y escribía, y en Miguel Ángel, otro prodigio en el arte del pluriempleo.

Curiosidad, hastío, asombro...

Pero no sólo. La curiosidad también se nos presenta bajo una apariencia resplandeciente porque presupone el asombro, tradicionalmente considerado como la condición de posibilidad de la filosofía y como el síntoma de una sana actitud ante el mundo circundante. El hombre curioso anhela un mínimo conocimiento del ruiseñor, de la encina, del bosque porque todas esas realidades lo han conmovido. Antes de caer en la cuenta de que merece la pena conocerlas, siquiera superficialmente, ha reparado en que su existencia es digna y buena y bella. Contempla maravillado la plenitud de lo real sin saber bien en cuál de los portentos que lo rodean centrar su atención.

Sin embargo, no podemos dejar de concebir negativamente la curiosidad porque sospechamos que no da cumplimiento al deseo que la inspira. Demasiado conmovido para orientar su voluntad a una realidad concreta y limitada, el hombre curioso es lo que el consumista a los objetos y lo que el mujeriego a las damas: no se apega a nada porque todo lo pretende. Orbita de flor en flor sin asentarse nunca en una, sin paladear todo su néctar. Le encantaría dedicarse plenamente a la obra de San Agustín, pero ¿cómo renunciar a recitar de carrerilla la alineación del Madrid de la Quinta del Buitre? El hombre curioso es propicio a la conmoción y reacio al compromiso que el verdadero conocimiento requiere. Su saber será siempre superficial, epidérmico, quizá suficiente para el lucimiento propio pero deficiente para colmar el deseo ―ése al que se refería Aristóteles― que anida en las cavidades más profundas de su alma. De hecho, Tomás de Aquino opone el studium, que centra y es una virtud, a la curiositas, que dispersa y es un vicio. Aquél posibilita la sabiduría; ésta la impide.

Conforme reflexionamos al respecto, en la curiosidad entrevemos, además, la sombra de un hastío que niega el asombro, pues éste no consiste únicamente ―ni siquiera fundamentalmente― en un éxtasis ante lo novedoso, ante eso que aún nos resulta ajeno, sino en uno ante lo viejo, ante esa realidad que nos acompaña desde hace tiempo y en cuya presencia ya no deberíamos sino bostezar. El hombre curioso se entrega a la tentación del tedio y sacrifica, como el mujeriego, la realidad ya conocida en el altar de muchas realidades por conocer. Deja de estudiar la II Guerra Mundial porque, ay, qué bien estaría poder abrumar a la gente con unos cuantos datos sobre la prehistoria.

Ya sabéis. Si a alguien se le ocurre relacionar la curiosidad con la inteligencia en presencia vuestra, sonreíos, miradlo con la condescendencia que reservamos a las personas que retozan alegres en el fango del error y advertidle que más vale conocer bien una sola cosa que conocer doscientas de aquella manera.

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