Una de las frases más demoledoras del año la dijo Gene Simmons (Kiss): ”La industria discográfica está muerta para los nuevos artistas. El rock ha muerto. La última gran banda de rock fueron los Foo Fighters, y eso fue hace veinte años. No puedes nombrar otra gran banda de rock, porque ninguna de ellas puede vivir de ello a estas alturas". La mezcla de crisis económica y saturación artística es cada vez más evidente, con demasiados músicos copiándose a sí mismos o tirando por la nostalgia más descarada. Dentro de la mala cosecha, estos fueron los patinazos destacados.
Rough and rowdy ways (Bob Dylan)
Una de las cegueras más delirantes de la historia de la critica rock son las alabanzas a los últimos veinte años de Bob Dylan. El legendario cantautor de Duluth ha dado muchos grandes discos, pero su etapa final es una larga agonía, marcada por su voz de carraca y la obsesión por los sonidos 'vintage' del repertorio popular estadounidense. Aquí usa y abusa de esta fórmula, con fatales. Incapaz ya de intensidad, intenta impresionar con duración en “Murder must foul”, de diecisiete minutos, donde explica su particular historia de la cultura popular del siglo XX a partir del asesinato de Kennedy. Quien quiera una reseña en condiciones del disco, alejada de los masajes habituales, puede encontrarla en este enlace, donde puntúan al álbum con un cero. Tienen toda la razón desde el principio: la critica musical de comienzos de los 70 destrozó sin piedad el mediocre Self Portait, pero ahora no se atreve con un trabajo igualmente vacío y pomposo. Lo que ha cambiado es la cobardía del gremio.
El regreso de Abba (Sidonie)
La revista Mondo Sonoro provocó una pequeña polémica este año al calificar este álbum con un diez sobre diez, como si fuese Revolver (The Beatles), Surrealistic Pillow (Jefferson Airplane) o alguno de los clásicos de Lole y Manuel. La verdad es que El regreso de Abba ofrece menos de los mismo: ritmos hippies panchangueros, poesía de Instagram y actitud vaqueriza de “hemos venido a petarlo”. Semejante cóctel aburre a los diez minutos, ya que lo conocemos de sobra gracias a los tradicionales anuncios de cerveza Estrella en la Costa Brava, los de “mediterráneamente”. Vendían como novedad “Raggatón”, una presunta mezcla de ritmos indios y latinos, pero se queda en pop blandengue y rimas flipadas, como de Erasmus que acaba de perder de vista a sus padres. ¿Merece este disco un diez? No pasa de seis ni escuchándolo ciego de ácido lisérgico.
Fuerza Nueva (Fuerza Nueva)
Otros a quienes la prensa ríen todas las gracietas son el Niño de Elche y J. Planetas. Aquí se limitan a hacer una adaptación de los enormes Laibach, intentando hacer pasar por vanguardia lo que son provocaciones sobadas (sin la fuerza ni la capacidad de desafío de su modelo). Ya lo explicamos en su día: “Gritar, hacer ruido, insultar o tocar instrumentos (incluida la voz) de forma no convencional es algo ya asumido y explorado. Ni el Niño de Elche ni mucho menos Los Planetas aportaron nunca nada que se hubiera hecho en el surrealismo, dadaísmo, las 'performances' de los años sesenta y otros desafíos psicoestéticos. Vestirse como el Klu Klux Klan en fotos promocionales tampoco debería puntuar en la casilla de riesgo, sino en la de el divismo cansino”. Cuesta explicarse qué pinta en esta nadería Pedro G. Romero, respetado artista y teórico del arte contemporáneo.
Imploding the mirage (The Killers)
El rock anglosajón de estadio pasa uno de los peores momentos de su historia, con artistas encallados en un perpetuo autohomenaje (U2, Stones) y aspirantes faltos de fuerza (superventas insípidos como Imagine Dragons). En este contexto, el nuevo álbum de The Killers se une con entusiasmo al vacío general, arrinconando la estética de The Eagles para acercarse a la de Bruce Springsteen, aunque lo tecladitos se impongan a las guitarras (ya que estamos, lo último de 'The Boss' también podría figurar en esta lista). Imploding the Mirage tiene himnos para dar y tomar, pero suenan tan previsibles y prescindibles que solo satisfarán a los ya entregados. Que salga como sencillo una matraca como "Caution" habla bien a las claras sobre lo poco que vamos a encontrar. Celofán ochentero de radiofórmula para un grupo sin nada que decir.
León Benavente (León Benavente)
Nunca un disco fue tan perfecto para ilustrar el mal momento de forma del rock alternativo nacional. Parece escrito en un fin de semana no especialmente inspirado, como explicamos en su reseña: “Letras como 'Amo' exhiben una enorme autocomplacencia a la hora de describir un subidón amoroso. Entre una sobredosis de lugares comunes (‘amo tu cabello enredado’, ‘gritar tu nombre en las calles’, ‘besar el suelo que hayas pisado’…) reconocen que no han hecho un gran esfuerzo en la composición (‘Amo que está canción esté escrita con tópicos de enamorados’, cantan al rematar una estrofa)”. El sonido de cuando te crees tan grande que ‘todo vale’. Insisto: “Si discos como este tienen algún valor es documentar que en nuestra escena rock la adolescencia se puede prolongar hasta cumplir los cincuenta sin que nadie te exija un nivel poético superior al de los años de instituto”.
Kick I (Arca)
La cantante y productora venezolana Alejandra Ghersi (Caracas, 1989), conquistó a las revistas de tendencias con su música ‘cool’ y su estética ‘queer’, convirtiéndose en uno de los iconos de la cultura transgénero. Aquí presenta otra ración de pop electrónico ‘chic’, con invitadas de altura como la islandesa Björk y nuestra omnipresente Rosalía. Lo que no comparece son las canciones memorables, solo hay ráfagas, esbozos y bocetos de los que Derrida llamó hauntología y que el fallecido crítico Mark Fisher aplicaba al campo pop, relacionándolo con músicas imperfectas y espectrales como las de Burial, inspiradas en géneros musicales del pasado. En Kick I todo suena pop, con un toque excitante como de pasarela ‘fashion’ y títulos sobre sexo como “Nonbinary” o “Machote”. El problema de este disco es que no sobresale en nada y se acerca de manera peligrosa a ser el equivalente hípster de la saga Zoolander.
Sana sana (Nathy Peluso)
Asistir a un directo de Nathy Peluso puede ser una experiencia frustrante, por la sensación de estar ante una representación teatral donde lo importante es exhibir ‘cool’ en vez de interpretar música. Se trata de un despliegue de postureo donde la música es lo de menos. Sus nuevas canciones, ritmos urbanos negros y latinos sin mucha personalidad, no van a subsanar esta carencia. La manera de cantar de la argentina suena excesivamente forzada, artificial, sin fluidez. Sus letras son ramplonas, con abundancia de ripios del tipo “en la disco te quiero dar un mordisco”. A estas alturas del siglo XXI, hay que exigir un poco más. En realidad, el problema radica en que estamos ante una artista más querida por los programadores de festivales que por el público, donde ya hay sectores que la detestan abiertamente y con sólidos argumentos.
https://youtube.com/watch?v=kcdSJntgRi0
After Hours (The Weeknd)
No hay duda de que “Blinding Lights” ha sido la canción más emblemática de 2020. Sus pop cálido y familiar, fusilando recursos de los poperos A-Ha o de los Roxy Music más majestuosos, hizo que el público global conectase de inmediato con esta pieza. Además está rematada por la alquimia de Max Martin, rey de los éxitos de radiofórmula. La imaginería de la letra transmite soledad en el marco de una ciudad vacía, lo que le otorga una relevancia extra en tiempos de la covid-19. El problema es que el resto del álbum no está ni de lejos a la altura de este éxito y se queda en un ejercicio de estilo de pop ochentero recalentado, con voz de agobio y confusión. “La producción es perfecta, pero estas melodías grandes y obvias no dan la talla”, resumía contundente reseña de la revista Wire. Los melodramas sobre sexo, droga y desamor no consiguen ocultar del todo la flojera musical del exitoso Abel Makkonen Tesfaye. Por si fuera poco, el año terminó con una lamentable remix de "Blinding lights" con Rosalía.
6.0 (Raphael)
Hablamos de uno de los grandes iconos del pop español, insuperable sobre un escenario y con un altísimo nivel en las grabaciones. Dicho esto, su nuevo disco de duetos suena como un esfuerzo fallido, con varias piezas transmitiendo la sensación de piloto automático. De todo hay en este nuevo trabajo, desde delicias como “Qué bonita la vida” (junto a Alejandro Fernández) o “Agradecer la marcha” (con Natalia Lafourcade) hasta otras más insulsas como el encuentro con Luis Fonsi en “Vida Loca” (la voz del puertorriqueño empalaga la canción). El momento más calamitoso es “Lucha de gigantes” junto a Mikel Izal: Raphael es imbatible en las canciones huracanadas, pero no tanto en las más vulnerables (aquí no transmite el desamparo que requiere la pieza, ni empasta especialmente bien con Izal). Va pasando el disco y son demasiadas las que no transmiten ni frío ni calor. Basta comparar su tibio “Frente a frente” (junto a Mon Laferte) con el alto voltaje del que grabó Bunbury con Tulsa. No es mal disco, pero no da la talla.
Diplo Presents Thomas Wesley Chapter 1: Snake Oil (Diplo)
Muchos de ustedes no le conocerán, así que lo presento: desde mediados de los dosmiles hasta mediados de los dosmildieces este DJ y productor de Florida era lo más en las pistas de baile hípster. En gran parte, triunfó por su habilidad y descaro a la hora de saquear ritmos vibrantes de los guetos más peligrosos de América Latina y el Caribe. Exitoso en los festivales, pero cada vez con peor reputación, ha terminado besando la lona este año con este infame disco de country-pop electrónico infinitamente mediocre (parecen descartes de su amigo Justin Bieber). Lo único que tiene de country es la estética, el resto son ritmos de discoteca ochentera sin ninguna fuerza ni sustancia musical. Hace mucho que Diplo no decía nada interesante, pero con este mazapán kitsch le han abandonado hasta sus más fieles.