El 14 de octubre de 2022, en la National Gallery, dos activistas de Just Stop Oil lanzaron el contenido de sendas latas de sopa de tomate contra uno de los cuadros de la serie Los girasoles (1888) de Van Gogh. Una de ellas, Phoebe Plummer, tras adherirse con pegamento a la pared, denunció la producción de combustibles fósiles mediante la siguiente proclama: “¿Qué vale más, el arte o la vida? ¿Vale más que la comida? ¿Más que la justicia? ¿Te preocupa más la protección de un cuadro o la protección de nuestro planeta y de las personas?”.
Nueve días después, el 23 de octubre, dos jóvenes pertenecientes al grupo alemán Letzte Generation, aliado continental de Just Stop Oil, arrojaron puré de patata contra un cuadro de la serie Los almiares (1890-1891) de Claude Monet, expuesto en el Palacio Barberini (Berlín). Cuatro días más tarde, el 27 de octubre, otros tres activistas atacaron La joven de la perla (1665) de Johannes Vermeer, en la Galería Real de Pinturas Mauritshuis (La Haya). De nuevo, comida, pegamento, proclama… y viralización.
La plataforma inglesa Just Stop Oil se define como una “coalición de grupos” que trabaja para “asegurar que el gobierno se comprometa a terminar todas las nuevas licencias y permisos para la exploración, desarrollo y producción de combustibles fósiles en Reino Unido”.
Se trata de una entidad local que pretende un efecto global mediante tácticas de desobediencia civil. Sus protestas, que se orientan sobre todo hacia la sensibilización ecologista, pretenden llamar la atención sobre la urgencia climática.
Abusar de lo frágil
El ensañamiento mostrado contra obras de arte concretas ha situado a estos grupos bajo el foco. Ahora bien, ¿qué relación puede haber entre la producción de combustibles fósiles, el calentamiento global y la apreciación estética del arte? ¿Por qué los cuadros se vuelven protagonistas en esta cuestión?
Las imágenes vulneradas –girasoles, almiares, una joven– no guardan relación alguna con el problema o sus responsables. Por otro lado, la intención no es dañarlas sino trasladar el debate a la calle. Phoebe Plummer insistió en ello tanto en redes sociales como ante el juez: “Nunca lo habríamos hecho si no hubiera habido un cristal”.
Conviene sin embargo señalar, tal y como ha hecho Iván López, restaurador y profesor de la Escuela Superior de Conservación y Restauración de Bienes Culturales de Madrid (ESCRBC), que “aunque exista un cristal protector, el líquido puede filtrarse por las juntas y causar daños”.
Basta pensar en el extremo cuidado que técnicos y conservadores muestran con estas piezas a la hora de su traslado, limpieza o reparación, y la contundente violencia de los ataques. Dar por sentado que las obras no sufren daño alguno revela o bien una profunda ignorancia de la conservación y restauración de bienes artísticos, o bien un desprecio inusitado por ellas.
La escenificación de un acto iconoclasta
La historia artística está trufada de estallidos iconoclastas. Cabría preguntarse si nos hallamos ante uno nuevo de corte ecologista. Sin embargo, el esquema de las acciones relatadas no encaja entre los tipos más habituales de destrucción de imágenes, tal y como los ha estudiado David Freedberg.
El enfoque corriente considera que la destrucción de una imagen sustituye simbólicamente a aquello que representa. Eliminar o profanar su soporte –y, con él, la propia imagen– genera así la devaluación del “estatus sagrado o superior (ya sea estética o políticamente)” de lo representado. De ahí que toda acción iconoclasta deba ser eficazmente simbólica y destructiva.
Ya hemos visto que ninguna de las acciones mencionadas persigue la destrucción de las obras. Tampoco llaman la atención sobre los aspectos simbólicos de las imágenes.
Se trata más bien de intervenciones que, mediante el secuestro de las obras de arte, desplazan lo estético en aras de su clausura. No es un acto iconoclasta. Es más bien su escenificación. El objetivo es colapsar la apreciación estética del espectador y devolverle a su condición original de ciudadano ecológicamente responsable.
Un (falso) dilema
Un ejercicio de empatía permite comprender que tales acciones vienen motivadas por el miedo, la frustración y, en no pocos casos, la desesperación ante un futuro incierto. En palabras de Azahara Palomeque, estos movimientos forman parte de una “trayectoria de pensamiento aterrado ante la violencia contra la vida que, en este caso, se refiere específicamente a la debacle fósil”. Esa lógica les lleva a cuestionar el estatuto moral de aquellas rutinas cotidianas que pueden desviar, lastrar o neutralizar la atención ciudadana. Y entre tales actividades figuran el arte y su disfrute.
Se presentan así dos opciones mutuamente excluyentes: o eliges la vida o eliges el arte. En algo tienen razón: si no hay espectadores, el arte pierde su sentido. Así se indicaba en el ataque de Berlín: “Este cuadro no va a valer nada si tenemos que pelearnos por la comida”.
Las dos perversiones del falso dilema
La claridad de tal razonamiento oculta dos perversiones. La primera considera que la apreciación estética es una actividad sin valor.
Sin embargo, comoquiera que consiste en adoptar una actitud independiente de intereses ajenos a la propia expectación, observar una obra de arte constituye una práctica plenamente justificada incluso –o sobre todo– en un estado de alarma. Su disfrute crea un espacio seguro para la práctica de una entrega voluntaria a las cosas, en la que nos relacionamos con ellas sin otra intención que habitarlas según su propia normativa. La relación estética es así una relación amable y considerada.
En palabras de la filósofa Marta Tafalla: “La mirada estética interrumpe el quehacer práctico, pone fin al reino de la razón instrumental y a nuestras ansias de dominio más egoístas sobre todo cuanto existe. (…) Nuestra voluntad se detiene”. El valor formativo de una educación estética en general, artística en particular, puede así contribuir al desarrollo de mejores ciudadanos, dispuestos para la alarma climática, maduros para el placer estético.
Hay también una segunda perversión que condena a la práctica artística, sus productos y su contemplación como no esenciales para la vida humana. La aparente simplicidad del argumento, solo en cierto modo pertinente, conduce a una peligrosa devaluación de lo que significa ser humano. Convendría establecer, a este respecto, una distinción entre las condiciones necesarias para la vida en sentido estrictamente biológico, y aquellas indispensables para una vida humana plena, entre las cuales el arte, desde siempre, ocupa un lugar privilegiado.
El arte no es el enemigo. Es un aliado.
Adrián Pradier Sebastián, Profesor Ayudante Doctor en el área de Estética y Teoría de las Artes, Universidad de Valladolid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.