Cultura

La Filarmónica de Viena despliega su poderío orquestal

La siempre esperada temporada de Ibermúsica se ha estrenado este año nada con la Filarmónica de Viena bajo la dirección del milanés Daniele Gatti

Ibermúsica con la Filarmónica de Viena
Concierto en Ibermúsica con la Filarmónica de Viena. Rafa Martín/Ibermúsica.

La siempre esperada temporada de Ibermúsica se ha estrenado este año nada más y nada menos que con la Filarmónica de Viena bajo la dirección del milanés Daniele Gatti. Se trata sin duda de una de las orquestas más conocidas -si no, la más- y justamente aclamadas del mundo. Su sonido único, conseguido no sólo a base de decenios de trabajo sino también gracias a una bien guardada tradición -que conlleva unas peculiaridades concretas en muchos de sus instrumentos y, aparejado a ello, un estilo de ejecución propio-, la hacen acreedora de la mayor admiración por parte de profesionales y melómanos. A esta excelencia contribuye también un extremadamente estricto método de selección: cualquier miembro de la Filarmónica ha de provenir y hacer sus pruebas obligatoriamente en la Orquesta de la Ópera Estatal. La nómina de sus directores titulares o invitados es la más selecta: desde el propio Mahler hasta Bernstein, desde Von Karajan a Abbado, sería ocioso hacer una enumeración exhaustiva, porque cualquier gran nombre que se nos ocurra ha pasado por ese podio. Los últimos conciertos de la agrupación en Madrid han formado también parte de la programación de Ibermúsica y tuvieron lugar en 2016 con Jonathan Nott y en 2012 con el propio Daniele Gatti. El director acaba de tomar las riendas de la dirección de la Sächsische Staatskapelle de Dresden además de ocuparse del Maggio Musicale Fiorentino y ser consejero artístico de la Mahler Chamber, sin olvidar su actividad habitual como invitado de grandes agrupaciones como la Filarmónica de Berlín, la de la Radio de Baviera o la Orquesta de La Scala entre otras muchas. En esta ocasión, la orquesta visitará también Zaragoza y Barcelona los días 2 y 3 de octubre respectivamente con el mismo programa, antes de poner rumbo a París.

El programa se abrió con una obra poco habitual en las salas de conciertos: el ballet Apollon musagète de Stravinsky. Cuando el autor se enfrenta a esta partitura, ya han pasado diecisiete años desde El pájaro de fuego, su primera colaboración con Diaghilev. En este caso, el encargo proviene de una mecenas estadounidense, Elizabeth Sprague Coolidge que quiere estrenarlo en la Library of Congress de Washington, puesto que había contribuido a la construcción de su sala de conciertos. Una serie de restricciones le son impuestas: una duración de no más de media hora y un efectivo pequeño. El tema (para el que tiene libertad de elección) proviene de una idea que tenía en la cabeza hacía algún tiempo: aproximarse expresar con la música y la danza al espíritu de ciertas escenas de la mitología griega. Apolo va aleccionando e inspirando a tres musas, a saber, Terpsícore (danza), Polymnia (teatro) y Caliope(poesía)  a lo largo de un Prólogo, siete variaciones, una Coda y una Apoteosis final. En cuanto a la instrumentación, eligió una orquesta de cuerdas para mantener un color deliberadamente uniforme, que, creía él, se adaptaba mejor al sujeto. Estrenada el 27 de abril de 1928 en Washington, pertenece al periodo neoclásico del compositor y su música se inspira del barroco francés y muy especialmente de Lully, sobre todo en ese prólogo que evoca claramente una Obertura a la francesa. La obra, si bien está impregnada del talento inmenso del compositor, no se cuenta entre lo más granado de su producción. La elección de la forma de las variaciones le permite dar vueltas a unas pocas células  temáticas que explota de forma agradable, un tanto efectista y hasta complaciente, pero sin verdadera hondura. Lo mejor de esta partitura fue disfrutar del espléndido color de las cuerdas de la Wiener y adivinar ya la magnificencia de las secciones graves, que llegaría a su apogeo en la segunda parte. Daniele Gatti, director poco dado a excesos gestuales, otorgó bastante libertad a sus músicos, cuidando las cuestiones rítmicas y dando sobre todo indicaciones de intención musical. Estupendo el trabajo de empaste, fundamental en una partitura que se quiere homogénea desde el punto de vita de la tímbrica. Muy buen papel el de la concertino Albena Danailova y su ayuda en la segunda variación y delicioso el trenzado continuo de las líneas temáticas en la tercera, gracias a una intensa escucha interna. Perfecta de precisión la variación de Polymnia y deliciosa de languidez la de Terpsícore (quinta y sexta respectivamente). Realmente bella y delicada resultó la octava variación, el Pas de deux entre Apolo y Terpsícore, con las articulaciones bien sugeridas pero nunca excesivamente marcadas. En definitiva, una obra bien elegida para recrearnos en las virtudes de la impresionante cuerda de la Wiener, pero que personalmente hubiera cambiado gustosa por otra de más enjundia musical, como unas Metamorfosis de Strauss o una Noche transfigurada de Schönberg.

 Daniele Gatti en el concierto de Ibermúsica con la Filarmónica de Viena. Rafa Martín/Ibermúsica.

Cualquiera diría que en lugar del año Bruckner (bicentenario del nacimiento) o Fauré (centenario de la muerte), éste es el año Shostakovich, porque quien suscribe no ha dado aún con ninguna de las obras del vienés y casi ninguna del francés y sin embargo, se está hinchando a escuchar al ruso. Cuestión de casualidades y fechas, supongo. En este caso, fue su Décima Sinfonía la que ocupó la segunda parte del programa. Por mucho que actualmente haya quienes se empeñen en aligerar el peso del régimen soviético estalinista sobre la vida y la obra de Shostakovich -no vaya a ser que nuestras ideologías, que desgraciadamente todo lo impregnan, tengan que admitir fisuras por las que se cuelan tufos más que desagradables- la realidad es que es imposible entender su creación sin contar con ese contexto histórico. Como dijo su gran amigo y fiel colaborador, el director Kiril Kondrashin, tanto él como su música estuvieron condicionados por el tiempo que le tocó vivir y su cabeza tuvo que conducir dos vidas musicales: la pública y la privada, faceta en la que se permitía libertades creadoras que los estrechos límites del comunismo le prohibían. Esta situación, que literalmente lo atenazó, supuso de hecho un silencio de ocho años en la producción de género sinfónico, que se rompió muy poco después de la muerte de Stalin; sólo cinco meses después del 5 de marzo de 1953, comenzó a escribir su Décima Sinfonía, que terminaría en el breve plazo de un trimestre. Evidentemente, tras su estreno el 17 de diciembre de 1953 en Leningrado con la Orquesta Filarmónica de la ciudad bajo la batuta del legendario Yevgueni Mravinski y su estreno “occidental” menos de un año después con la Filarmónica de Nueva York, se hicieron todo tipo de especulaciones sobre qué quería decir el compositor tras ese largo mutismo sinfónico. “Yo sólo pretendía decir una cosa: en esta composición espero haber expresado las emociones y pasiones humanas”. Esta escueta y más que general afirmación de Shostakovich nos deja más o menos igual, cosa que tampoco es de extrañar: aunque algunos han visto una clara caricatura de Stalin en el siniestro segundo movimiento, nada de esto es comprobable. Lo que sí está claro es que la partitura quizá contiene algo más de elocuencia. La utilización del motivo D-S-C-H, representando las letras de su nombre y atribuyéndoles las notas correspondiente según la transliteración alemana de forma extensiva, particularmente en el tercer movimiento, supone sin duda una especie de autoafirmación, de “Aquí estoy yo, a pesar de todo”. No deja de resultar conmovedor que uno de los más grandes compositores del XX tuviera que recurrir constantemente a subterfugios -cuando no a la clandestinidad creativa- para ser él mismo.

Muy bien planteado ese comienzo del Moderato, de carácter siniestro en las cuerdas donde  violonchelos y contrabajos nos pusieron desde el primer minuto los pelos de punta. En mitad de esa breve idea temática llena de desolación que vuelve una y otra vez, el clarinete suena como un rayo de esperanza, aunque más tarde sucumba también. La progresiva incorporación de los vientos nos hizo admirar las cualidades de cada uno de ellos, especialmente en aquellos momentos en que sus tesituras se extreman, como los graves de la flauta o los agudos de las trompas. Realmente fabuloso el trabajo de los fagotes y el contrafagot, a los que se unen no se sabe si en pugna o en solidaridad clarinete, oboe y flauta para llegar a un tutti con uno de esos paroxismos que Shostakovich nos impone en varios movimientos de cada sinfonía. Precioso el dúo de clarinetes en ese periodo contrastante de calma en el que esa primera idea temática retorna por enésima vez, en esta ocasión a modo de danza entre popular, nostálgica y mordaz y cuyo relevo será tomado por toda la sección de las maderas. La alternancia entre cuerdas y vientos en toda la sección final nos permitió disfrutar de estupendos momentos, como esa frase de las violas, de un potencia y color impresionantes.

Demostración absoluta de poderío, de exactitud técnica y de “exhibición” orquestal (en el mejor sentido de la palabra) en el Allegro absolutamente frenético. Una página cuyo interés radica precisamente en eso, en el aspecto deportivo más que en cualquier tipo de expresividad. Incluso los matices requeridos, de paleta muy amplia, requieren mucho más de dominio instrumental que de sutilidad. El resultado, sin duda fantástico y arrollador. 

El tercer movimiento, Allegretto-Largo.Più mosso, utiliza, como hemos dicho, las iniciales del compositor como célula motívica de todas las formas posibles e imaginables, incluso cambiando el orden de las notas y combinándolo con el original y también con otro tema proveniente de otras iniciales, las de una alumna de piano con la que se carteaba desde hacía unos años. Dicho tema supone el contraste lírico, introducido por un solo de trompa (un par de roces no restaron expresividad ni buen hacer). Una vez más, un gran trabajo de todas las secciones, muy bien servidas por la partitura y bien trasladado por Gatti. Fantástico estuvo el corno inglés, respondido por los fagotes y el oboe, con ese carácter grotesco bien dibujado, pero que quizá se pudo intensificar un poco más, para desembocar en esa especie de danza frenética y obsesiva en la que las cuerdas cantan el tema del compositor y las trompas, el de la pianista, que parece ir suavizándolo hasta ese final que se resiste a difuminarse. 

El cuarto movimiento comienza con un nuevo tema que parece un trasunto de otros anteriores, al que se unirán los originales entrelazándose, oponiéndose y trabajados de todas formas tímbricas y rítmicas posibles, como es costumbre en el compositor. Estupendo el solo de oboe del comienzo del cuarto movimiento, lleno de matices y con unas dinámicas perfectas y muy bien recogido por la flauta, sobre esas notas tenidas de la cuerda. Aquí tuvimos ocasión de disfrutar de nuevo a placer de esas cuerdas graves de la Wiener, que realmente resultan pasmosas. Este último movimiento es un despliegue orquestal en el que cada sección y cada solista tuvo ocasión de demostrar sus aptitudes técnicas, y hay que decir que Gatti les permitió lucirse con la mínima intervención por su parte. Nuevo paroxismo en el que el tema DSCH del compositor aparece en los vientos metales casi a modo de Dies Irae (recuerda a la Fantástica de Berlioz en cierto modo), para no abandonar ese carácter hasta el final, a pesar de una cierta calma pasajera. Fabulosamente ejecutada la última sección, que de nuevo parte de un solo magnífico de fagot acompañado de la caja (un gran bravo a la sección de percusión) para ir incrementando sus efectivos hasta llegar al trepidante final. De nuevo, otra obra bien escogida para dar cuenta de las cualidades técnicas de esta orquesta y en la que Gatti tuvo a bien no añadir más adrenalina de la que la propia partitura destila, que ya es mucha.

Tras una tremenda ovación, la Wiener se despidió con una propina muy para la galería e interpretada como para gala de verano, la Danza Húngara n.º 5 de Brahms. Como todo había ido muy bien y ya era hora de la fiesta, la concertino, un tanto echada al monte ya, entró ligeramente antes que su sección un par de veces y esos crescendi sobre una nota que hay que hacer ligeros, fueron sistemáticamente exagerados: una vez es gracioso y original; quince, un exceso. 

Sin duda, una excelente prestación de la Wiener Philarmoniker y un alarde absoluto de lo que es una grandísima orquesta.

¿Quieres participar en la conversación?