Decía Juan Diego que no tenía mucha idea de si era la vida la que le trataba a él o si era “otra cosa” que pasaba mientras se ponía un té rojo en su casa de Torrelodones. Se consideraba “charlón” y bético hasta morir. Citaba a José Saramago por aquello de que cuanto más mayor se sentía uno, más libremente se explicaba y que por eso, más radicalmente se podía expresar. Por supuesto, y sin lugar a dudas, se adhería el actor a la frase, pero con reservas: “Esa libertad depende de dos cosas: de la independencia económica que puedas tener a la hora de ser un pensador o a la hora de escribir o de andar en el terreno de la cultural. O como esas señoras de pueblo que, como ya han cumplido una edad, pueden mandarte callar y llamarte tonto”.
Cuando tuve la suerte de entrevistarle, las manos de Juan Diego eran de papel de arroz; su piel se transparentaba y dejaba ver las venas o el bulto de los nudillos que van tomando relevancia conforme pasan los años. Era tan de cristal lo que recubría sus “garras”, que hasta podía filtrar la luz del sol, a la que miraba el actor cuando recordaba al señorito Iván de Los Santos Inocentes apuntando con su escopeta el cuerpo de la milana bonita que acabaría por dar con sus plumas en el suelo de los trabajados campos extremeños de una España cuya tierra a día de hoy todavía grita. El señorito Iván tenía un concepto de las relaciones propia de los caciques, porque estaba acostumbrado a que le obedecieran sin tener que mandar; bastaba con su presencia. Pero el señorito Iván -aseguraba Juan Diego- no quería matar a la milana bonita de Azarías (Paco Rabal), “es que ese día tenía que cazar algo y la milana bonita era un pájaro más”, contaba. Después de toda una mañana apostado, la vio venir y disparó. “¡PUM!”. Vio entonces caer a plomo un cuerpo sin vida, pero es que lo único que quería era cazar.
-No te preocupes, Azarías; yo te regalaré otra. Entiéndeme, estaba 'quemao'. Toda la mañana sin estrenarme…
-Se ha muerto… Se ha muerto la milana, señorito.
-No te lo tomes así, Azarías. Carroña de esa es la que sobra aquí.
Contaba Juan Diego que los actores valían según lo que hubieran sacado en la última taquilla. Y soltaba una carcajada. “De pronto, no sabes por qué te llaman o por qué te dejan de llamar. Cuando uno pega un pelotazo, te llaman y eres cojonudo, pero cuando no…”. Entonces, su voz se ensombrecía, arrugaba más todavía su rostro, y perdía la mirada, no hacia el sol, como cuando apuntaba con el arma, sino hacia la tierra, como si estuviera viendo el cuerpo inerte del pájaro. Unos segundos de silencio bastaban para que el señorito Iván fuera seguidamente el Juan Conejo de El viaje a ninguna parte:
-Antes, a los cómicos los perseguían, los marcaban con hierros candentes. No los enterraban en sagrado. Ahora nos soportan, nos dejan vivir a nuestro aire -aunque no sea el aire de ellos-, y a algunos les dan premios y los sacan en los papeles.
Memorias de Juan Diego
Enrique Morente cantaba aquello de “sembré una esperanza y salió un olvido”. Juan Diego cree, sin embargo, que sembrar esperanzas no conlleva olvido. Pero es que la esperanza -razonaba- había que alimentarla y regarla todos los días. Y no cada cuatro días, como se hace en política. “El olvido es una cosa natural. El olvido, incluso, se transforma en algo placentero. También, orgánicamente, tu cuerpo se evade de otra manera. Lo terrible es ser olvidado sin haber llegado a ser. Ha muerto (y mueren) muchos y muchas compañeras que no consiguieron ir más allá de una frase o de cinco o de un papelín pequeño. O no pudieron ir más allá de ser estupendos secundarios. Eso sí es doloroso, porque son actores con las mismas cualidades que puedo tener yo o cualquier otro. Lo que no pensamos es que la vida es una suerte”. Regresaba a Conejo, a un diálogo con Fernando Fernán Gómez en -también- El viaje a ninguna parte:
-Usted, en la División Azul […] ¿Suspendieron alguna vez?
-Una, solo una. Pero ya no estaba en la compañía. Me había vuelto a Madrid.
-Solo una. Pero por fin de temporada.
“No somos otra cosa que recuerdos. Estamos hechos de memoria, y sin memoria no somos nada. Ni siquiera somos seres humanos”. Sin memoria, los hombres son animales sin desarrollar con los instintos primarios. Si la memoria no funciona, no funciona la memoria colectiva, y si no funciona la memoria colectiva, no hay país ni hay patria. No se podrá decir que se vive, que se existe, que el hombre es, y Juan Diego ha sido, entre otros, Alfonso Armada, el señorito Iván, Ricardo III o Francisco Franco en Dragón Rapide, aunque le resultaba imposible interpretarlo. “Estuve en la clandestinidad mucho tiempo y en la D.G.S. [Dirección General de Seguridad], así que no le tenía mucha simpatía a este hombre. Cuando me propusieron hacer de Franco, pensé que era una barbaridad y que solo haría una prueba de caracterización”.
Meterse en la piel de Franco
No quería hacer texto, porque la voz tenía que nacer de una personalidad y de una organicidad que llevaba dentro. Al final, Juan Diego se puso a buscar esa voz que tenía el personaje. “Pensaba que su voz interna era gallega, pero más bien era maña por su paso por la Academia General Militar. Ahí se hizo el General. El resto no era más que un comandantín. Empecé a leer biografías y comprendí que estaba construyendo un arquetipo que no tenía humanidad. Además, yo lo estaba empeorando porque mi objetividad no existía”. Ni siquiera existía un amor o una defensa por ese personaje para que entrara en él, porque era -repetía- imposible que anidara dentro suya. No le quedó otra que decirle a Jaime Camino, director de Dragon Rapide, que no podía hacerlo, que no había manera.
Hasta que no entré en su infancia y lo quise, no empecé a creer que iba a levantar a un personaje de la calaña de Franco
Juan Diego volvió a Bormujos, a su casa. Estaba comiendo con sus padres, terminó y se levantó para salir de casa y echar a andar. Pasó por el que fue su colegio y le vino a la memoria su llegada, por primera vez, cuando era pequeño. Recordaba cómo los ponían en fila cantando el Cara al sol, el frío y la banca. “Y me acordé de Juanito, que era yo, en primera banca mirando a un señor muy serio en un cuadro, que era Franco. También estaba la Purísima en escayola sobre el entarimado de Don Pablo y su brasero, y a la derecha José Antonio Primo de Rivera”. Entonces pensó qué tenía él, a esa edad, en contra de Franco, porque en casa nunca se había hablado de política.
Empezó a investigar su infancia y descubrió que tenía unas “orejas horrorosas”, que le ponían motes –le llamaban “El cerillita”–, que tenía un hermano, que se llamaba Ramón Franco, que era un aviador brillantísimo, que su padre tenía ciertos problemas con el alcohol, que no era muy querido ni muy respetado por sus amigos… “En ese instante empecé a sentir pena y lástima del niño Franco. A partir de ahí empecé a buscarlo. De hecho, soñaba con él. Hasta que no entré en su infancia y lo quise, no empecé a creer que yo iba a ser capaz de levantar a un personaje de esa calaña”. Esto, de alguna manera, asevera que le ha servido para los personajes históricos y arquetípicos.
Cuando no trabajaba, Juan Diego leía o lo que fuera, o maquinaba algo o se estudiaba monólogos y versos que le gustaban. Sentía que debía tener “el instrumento profesional” siempre a punto y estar vivo, porque para estarlo hacía falta tener un hogar caliente donde no se tuvieran angustias. Aquello que él llamaba “lo esencial”. A partir de ahí, con esa tranquilidad, se podía uno concentrar en el oficio como se merecía. “Si me pilla la muerte, que sea trabajando”.
Después de todo, el actor seguía creyendo que la vida maltrata, o maltrataba, porque escribir en pasado es hablar de los que ya no están. Pero, aunque la vida maltratara, Juan Diego se ha ido sabiendo que su Betis había logrado la Copa del Rey, un hecho que antes del fin de semana sonaba a esperanzador futuro y que ahora se lee con glorioso pasado.
decantador
Escelente actor, descanse en paz.