Cultura

La judía de Toledo: cuando venga la muerte a repartir igualdad

La Compañía Nacional de Teatro representa hasta el 26 de marzo un drama político de Lope que mete el dedo en el ojo. Que escuece. 

No es una de las piezas más conocidas de su repertorio, tampoco de las más brillantes que Lope de Vega haya escrito; al menos eso dicen quienes saben. Pero justo ésa es la que ha elegido la dramaturga Laila Ripoll para regresar al escenario del Teatro de la Comedia. Se trata de La judía de Toledo, título con el que la anuncia la Compañía Nacional de Teatro Clásico, aunque el Fénix de los Ingenios la publicó, en 1617, como Las paces de los reyes y la judía de Toledo.

La obra es un drama político inspirado en una leyenda del siglo XIII según la cual una joven judía conquista al virtuoso joven Alfonso VIII, apartándolo de su familia y de sus obligaciones como gobernante

La obra es un drama político inspirado en una leyenda del siglo XIII según la cual una bella joven judía –tras el edicto de Granada, la elección de Lope tiene miga- que conquista al virtuoso joven Alfonso VIII de Castilla, apartándolo de su familia y de sus obligaciones como gobernante durante casi siete años. La historia alcanza su fin con el asesinato de la Fermosa -el personaje fue conocido en las primeras versiones por su atributo, sólo más tarde se le atribuyó el nombre Raquel-. La mujer morirá a manos de los consejeros de Alfonso, a quienes les puede el sentido de Estado cuando la reina consorte, Leonor, señala el poco sentido político de la alcahuetería que durante años han consentido y propiciado. El rey da la espalda a su pueblo, ¡por culpa de esa mujer!

Este drama acaba en una especie de colorín, colorado, con carnicería incluida. ¿Qué significa después de cuatro siglos? ¿Cuál es su vigencia?

La muerte de Raquel trae la paz a Castilla. Hechas las paces entre los reyes todo vuelve a su cauce: el monarca recupera el buen seso y el interés en el gobierno, e incluso desiste de la idea de vengar el asesinato de su amante, persuadido por la aparición de un ángel que le hace notar la grave ofensa de su comportamiento. Por la querida, claro, ni un responso. Visto desde el siglo XXI, el espectador percibe que el desenlace de este drama tiende a corregir la excepción moral con una repentina y retorcida normalidad. Una especie de colorín, colorado, con carnicería incluida. Algo del tipo ‘el rey ha sido liberado de su hechizo’, como si la voluntad y el libre albedrío fueran un complemento, un abalorio, algo externo. Claro, lector: han transcurrido cuatro siglos. Cuatro.

Acaso para salvar su pellejo –y también su hacienda de los muchos hijos que trajo al mundo-, el Fénix de los Ingenios fue a meterse bajo las faldas de la inquisición.

Resulta inquietante la elección de esta obra para estos tiempos de sensibilidades inflamables, e incluso chirría la adaptación escénica de la obra al sacarla de su contexto original (el siglo XIII) para incrustar la acción en los albores del franquismo, cuya indumentaria y estética hace más desafiante la beatería y el fariseísmo de todo este asunto. Pero los siglos no pasan en vano y algo de esto tiene su mar de fondo. Cuando Lope de Vega escribió esta obra tenía 55 años. Era considerado uno de los mejores poetas de España y dramaturgo de agudo ingenio; había publicado El Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo -hasta ese entonces decía haber escrito más de 480-, también se había alistado en La Armada Invencible, cumplido condena en la cárcel acusado de escribir libelos, completado ocho años de exilio en Toledo y, lo más importante: se había ordenado como sacerdote. Acaso para salvar su pellejo –y también su hacienda de los muchos hijos que trajo al mundo-, el Fénix de los Ingenios fue a meterse bajo las faldas de la inquisición.

En este texto, Lope de Vega siembra una refutación. Lo hace además en la voz de unos de sus personajes marginales: Belardo, el hortelano

Como ocurre con los clásicos, la clave de esta obra –la verdadera y esencial- está en el texto. En la elección de las palabras y las interpretaciones a las que dan pie. En esta obra, como quien emplea al mismo tiempo el veneno y su antídoto, una tesis y la contraria, Lope de Vega siembra una refutación. Lo hace además en la voz de unos de sus personajes marginales: Belardo, el hortelano que cuida el huerto que rodea el palacio toledano de La Galiana donde viven el Monarca y su amante Raquel. La intervención del labriego ocurre justo en el segundo acto, cuando, turbado por la belleza de la joven que casi le hace perder el trono, Alfonso VIII interroga al rústico hombre: ¿quién es esa mujer?, ¿de dónde viene?, ¿cómo se llama? La única seña que ofrece el campesino de la ninfa atiende a un solo detalle: es judía. Al instante, el monarca exige rectificación. Judía no: hebrea. Y es ahí donde obra su efecto el razonamiento político . Es ahí donde la doble moral que denuncia este drama deja al descubierto el modo torticero y acomodaticio en el que todos vaciamos o llenamos de sentido determinadas palabras. Hayan o no pasado cuatro siglos, la reflexión del hortelano retumba.

¡Las necedades del mundo,

en qué funde sus quimeras!

Todo es lisonja y engaño,

todo es locura y soberbia.

A Dios le llaman de vos,

al hombre llaman de alteza,

cortesana a la mujer

que está sin honra y vergüenza,

mocedades a los vicios,

a los hurtos diligencias,

a la pobreza deshonra,

y honra al fausto y la riqueza,

valiente al que es temerario,

discreción a la cautela,

moreno al negro atezando,

a la envidia competencia,

al que escribe secretario,

aunque en las cárceles sea,

donde le secreto mayor

los pregoneros le cuentan;

los oficios llaman artes;

todos los nombres se truecan.

Sólo a la muerte no mudan,

porque iguala cuanto encuentra.

En la oscuridad del patio de butacas, esos versos rasgan: la calma del espectador, el papel del programa o las hojas arrugadas de una libreta que apenas sirve para tomar nota. Quien se siente tocado por la música de esta pedrada, intenta apuntar en la oscuridad las palabras, transcribirlas al instante: no sea que se evaporen, no sea que no vuelvan, que desaparezcan como la luz del relámpago tras iluminar por completo la noche. Y nosotros, desde hace rato, habitamos el segundo siguiente al desvanecimiento de esa luz que todo lo iluminó. Desfallecemos, damos las patadas de ahorcado, inventamos una república indignada en plazas a la vez que sobamos con amor nuestra mostrenca mezquindad. Porque el problema no es la mantilla, el asunto está en el deleite de la crucifixión. Lavarse las manos y jalear al verdugo. 

Porque el problema no es la mantilla, el asunto está en el deleite de la crucifixión. Lavarse las manos y jalear al verdugo.

Ahora que la noche no es negra sino afroamericana; hoy, que la lapidación ocurre con la normalidad de una lluvia de confeti, y que llevamos a la tintorería los sambenitos que repartiremos a otros, justo hoy, las palabras del labriego nos rocían con la gasolina de nuestra propia hoguera, una a la que terminarán atándonos, por más que hayamos sido los más fieros escupiendo y arrojando tomates a los penitentes de turno. Nosotros, los productores del evento más divertido, los Autos de Fe, asistimos como cómplices o verdugos, aquelarre de animadoras armadas con mazas y zarpas. Andamos todos, muy afanados, para llevar al tinte el sambenito que habrá de vestir, siempre, alguien más. Cuánta razón tenía el labriego. Sólo a la muerte no cambian el nombre, porque iguala cuando encuentra.  Por eso. 

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