Cultura

Leer está sobrevalorado

Hace unos días, el Huffington Post publicó una conversación con el escritor Fernando Sánchez Dragó que ha tenido bastante repercusión en redes sociales. En un momento determinado de la misma,

  • Fernando Sánchez Dragó, lector voraz y orgulloso

Hace unos días, el Huffington Post publicó una conversación con el escritor Fernando Sánchez Dragó que ha tenido bastante repercusión en redes sociales. En un momento determinado de la misma, el entrevistado le espeta al entrevistador: "¿De qué voy a hablar yo con Pedro Sánchez? Si él no ha leído un libro en su vida y yo he leído treinta mil". A diferencia de buena parte de mi comunidad tuitera, que le ha reído la gracia a Dragó porque es Dragó y porque considera oportuna y atinada cualquier crítica a Pedro Sánchez, a mí la sentencia no ha podido desagradarme más. No sólo por su tono, que es estridente, sino sobre todo por su contenido, que es falaz. En ella uno intuye al menos tres errores que no deberían pasarse por alto.

El primero está relacionado con la humildad, una virtud sobre la que se asienta necesariamente toda sabiduría verdadera. El hombre sabio acepta que su vecino, que no ha leído un libro en su vida, que gruñe más que habla y que infesta sus precarios textos de faltas de ortografía, puede descubrirle una verdad antes ignorada y que sólo esa posibilidad compensa el riesgo de hablar con él. Mientras reflexionaba sobre el exabrupto de Dragó, recordaba a Hugo de San Víctor, un filósofo medieval del que los intelectuales contemporáneos, tan envanecidos, deberían aprender un poco más:

"El principio de la disciplina moral es la humildad, de la cual, aunque existen muchos ejemplos, son tres los que le incumben sobre todo al estudiante: primero, que no tenga como despreciable ningún conocimiento ni ningún escrito; segundo, que no se avergüence de aprender de nadie; tercero, que cuando haya alcanzado el conocimiento, no desprecie a los demás".

Estoy seguro de que Juana de Arco leyó menos que yo, pero, ay, ¿quién fue Juana de Arco y quién soy yo?

A san Agustín, por su parte, le desazona la idea —mejor, la certeza— de que los indoctos y los analfabetos estén más cerca de Dios que los estudiosos, la idea de que quienes han vivido como indiferentes a la Verdad estén de algún modo más próximos a ella que los que se han consagrado a su estudio: "Se alzan los indoctos y arrebatan el cielo, mientras nosotros, con nuestro saber sin corazón, nos revolcamos en la carne y en la sangre". En el preciso instante en que nos planteamos exigirle al erudito que compadezca a los ignorantes que lo rodean, caemos en la cuenta de que, al contrario, son ellos los que deben compadecerlo a él.

Abrumar a nuestro cuñado

El segundo error, quizá menos importante, estriba en la confusión entre cantidad y calidad. Dragó enfatiza el mérito de haber leído treinta mil libros y yo me voy a tomar la licencia de relativizarlo. La cuestión no es cuánto leemos, sino cómo y qué. ¿Leemos como quien completa un trámite burocrático? ¿Quizá para restregarle después nuestras lecturas al prójimo? ¿Para abrumar a nuestro cuñado? ¿De qué nos sirve leer mucho y rápido si, entre tanto vértigo, no podemos asimilar el libro que tenemos entre manos, hacerlo nuestro y vivir conforme a sus enseñanzas? Y, por otra parte, ¿qué persona juiciosa me refutaría si dijera que saborear la Odisea es, claro, sustancialmente más valioso que engullir mil superventas? No pretendo insinuar que leer mucho sea malo; sólo pretendo decir que igual no es tan bueno o, mejor, que igual no significa nada en absoluto.

El tercer error, el más común, consiste en atribuirle a la lectura unas propiedades casi mágicas. Basta con que uno diga de sí mismo que es un hombre leído para que sus interlocutores lo miren arrobados. Yo prefiero no participar del arrobo. Pienso en ese agricultor, ganadero, peón de obra que no frecuenta los libros y, sin embargo, tiene más sentido común, una visión más amplia de la realidad, que muchos que sí los frecuentamos. Nosotros, empachados de ideología, somos incapaces de contemplar el mundo con los ojos inocentes con los que lo contempla él. Estoy seguro de que Juana de Arco leyó menos que yo, pero, ay, ¿quién fue Juana de Arco y quién soy yo?

Leer es bueno si uno lo hace bien y malo, incluso peor que no leer, si uno lo hace mal. Cuando alguien presume ante mí de haber leído muchos libros y no especifica ni cuáles ni cómo, arqueo la ceja tal y como la arquearía si algún insensato se ufanara de haber caminado mucho y omitiera el detalle de a través de qué senderos y hacia qué destino.

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