Luis de Góngora estaba enfermo, no tenía ni un centavo y su padrino, el Conde de Villamediana, había muero. A Francisco de Quevedo, su rival, le dio igual. Y de los poemas injuriosos pasó a la acción. Compró la casa en la que vivía el poeta cordobés, “para darse el mezquino placer de echarlo”. Pablo Neruda, atosigado por los ataques de Pablo de Rokha y Vicente Huidobro, les escribió un poema: “A mí no me alcanzáis con vuestros escupitajos”. Proust y Joyce comenzaron a odiarse a bordo de un taxi. Completamente borracho, el autor de En busca del tiempo perdido le preguntó al irlandés si, acaso, había leído algo suyo. “No”, respondió el autor de El Ulises. Y ahí quedó todo.
Enemistades literarias, acaso más dulces que cualquier romance que hayamos leído. Más genuinas, verduleras, viscerales; todas ellas llenas de amor propio aporreado y egos lastimados. No todas, valga decir, han sido de muy alto vuelo. Y puede que ahí radique la fascinación que nos producen. Baudelaire llamó letrina a George Sand y Mario Vargas Llosa le asestó a García Márquez un puñetazo en el ojo, dicen, que por celos: el colombiano se había dedicado a mal aconsejar a su mujer Patricia. De Nobel a Nobel. Menuda paliza.
Ya lo dijo Robinson Quintero en Libro de los enemigos, somos nosotros, los lectores, público gustoso de tal lodazal: “el lector es el que azuza la llama ya encendida, el que aviva la discordia ya pactada, el que propaga la pasión de la ‘letra herida”. El odio entre escritores: combustible de una literatura injuriosa y acaso también gasolina estupenda para páginas y páginas de mitología. Luis Cernuda no se cortó un pelo al momento de responder a Emilio Prados, un acérrimo crítico de su obra: “Lo cretino, en ti, / no excluye lo ruin. / Lo ruin en tu sino, / no excluye lo cretino. / Así que eres, en fin, / tan cretino como ruin”.
Jean Paul Sartre y Albert Camus se conocieron en 1943. El asunto fue amor a primera vista. Camus ya había leído La naúsea, y aunque dijo de ella que le faltaba prosa, elogió el músculo filosófico de Sartre. Desde este momento Sartre se convirtió en una influencia directa en la obra de Camus. Pero, ¡ah!, la ideología, la ideología, peligrosa confitura que recubre los hojaldres más dulces hasta ablandarlos y quebrarlos.
Cuando Sartre se radicalizó y propuso que los intelectuales y artistas tomaran parte activa en la comunidad, “ensuciándose las manos” con actos violentos, Camus marcó distancia. Aun siendo ambos partidarios de la izquierda, los matices entraron como el agua entre las grietas. Camus se convirtió en un gran crítico de Sartre. Ahí quedó su amistad, vuelta un potito bajo el paso de la ideología. En nombre de la izquierda se han roto las filias más nobles, se han quebrado los huesos más firmes. ¡Ya lo sabrá Cabrera Infante! ¡O el boom latinoamericano entero después del caso Padilla!
El díscolo Ernesto Sabato tuvo sus encontronazos con el no menos polémico Jorge Luis Borges. Pero el asunto cogió buen rumbo. Convocados por el periodista Orlando Barone, ambos se reunieron para una serie de conversaciones programadas, publicadas en el volumen Diálogos.
Para amigos, los que fueron Hemingway y Francis Scott Fitzgerald, la uña y carne de la “generación perdida”. Pero no. La cosa, aunque parecía firme, se vino abajo. El egocéntrico y varonil Hemingway se dedicó a vapulear al sensible Fitzgerald. Todo comenzó con Zelda, la esposa de su buen amigo Scott. Hemingway la detestaba. Era una mala influencia para Fiztgerald, decía.
Sin embargo, la caída de la relación Hemingway-Fitzgerald, coincidió con ese guiso negro que se cuece en el corazón de quienes crean. La fama de Hemingway crecía, pero la de Fitzgerald caía. Y mientras Scott suspiraba, sintiéndose acabado, Hem le atizaba con críticas, una tras otras. No fue hasta el episodio de Las nieves del Kilimanjaro cuando Hemingway le asestó el garrotazo a Fitzgerald. En ese relato, Hemingway prácticamente ridiculizó a Fiztgerald; le acusó de ser adulador de ricos. Fitzgerald le respondió con una fría carta. No coincidieron más, excepto en el recuerdo amargo que guardaba el uno del otro.
Y hay todavía más estampas de amistades demolidas. Dickens pensaba que Andersen era una muy buena persona. Se llevaban bien. De no ser por un detalle. A los ojos de el autor de Grandes esperanzas, Andersen le resultaba un tanto adulador, alguien con la necesidad de agradar, siempre y cuando pudiera chupar de tal encanto. En una ocasión, Andersen se alojó unos días en casa del inglés. Lo que debía ser una estancia de dos semanas se extendió hasta cinco. Harto de él, Dickens le invitó a marcharse. Dice una leyenda apócrifa que el inglés escribió en el espejo del cuarto de visitas: “En este cuarto durmió Hans Andersen durante 5 semanas, ¡que a la familia le parecieron décadas!”.
Hay odios que nunca se dieron el gusto, si quiera, del cortés apretón de manos. Así le pasa a Tom Wolfe. Muchos le leen, pero no todos le quieren. John Updike destrozó su libro Todo un hombre y el novelista Norman Mailer –quien le detestaba, a conciencia- le dijo en una ocasión que sólo un imbécil podía ir eternamente vestido en un traje blanco. Wolfe viste así desde 1962. Es su seña de identidad, pero no lo hace por dandismo, ha asegurado en más de una ocasión. El asunto es el mismo: levanta más odios que amistades, y así sigue por la vida, abriéndose paso con bastonazos de empuñadura de plata.