Comprendo perfectamente a los detractores de Michael Bubblé, un vocalista con más capacidades que carácter, cuya música parece una cadena de montaje para ambientar escenas de boda en comedias románticas anglosajonas. Podríamos describirle como un émulo de Sinatra domesticado por la corrección política o como un concursante especialmente dotado de Operación Triunfo. “Me gusta cómo habéis cantado a coro este estribillo”, afirma celebrando los murmullos espontáneos de su público durante una de las piezas. “Si yo fuese un juez de La voz, giraría mi silla por vosotros”, bromea, siempre halagador.
A pesar de este párrafo inicial, que es cualquier cosa menos entusiasta, hay belleza en los conciertos del canadiense, ya que sale siempre a escena con dos ases en la manga. El primero es una voz poderosa, a la vez que cálida y con capacidad de contagio. Comenzó el concierto a medio gas, renunciando a cantar las notas largas y poniendo en cuanto podía el micrófono hacia el público para aliviarse, pero poco a poco se fue desperezando para terminar por todo lo alto, atacando conn solvencia unos cuantos himnos del repertorio de Elvis Presley. Hay que tener mucha voz para atreverse a eso, igual que para regalarnos una versión memorable del clásico “Smile” de Charlie Chaplin. Solamente por esos minutos ya valió la pena el viaje hasta el Palacio de los Deportes. Resulta obligado destacar que su orquesta de treinta músicos suena eficaz siempre y deslumbrante algunas veces.
El terreno preferido de Bubblé es la era dorada del sinatrismo, pero la versatilidad juega a favor de su espectáculo
La segunda gran baza de Bubblé es un cancionero inoxidable , escogido con criterio entre lo mejor del siglo XX anglosajón. Lo mismo resucita la vulnerable “To love somebody” de los Bee Gees que se asoma a la vibrante “L-O-V-E” de Nat King Cole y mira de frente a “You are my first, my last, my everything”, de un icono tan potente como Barry White. Por supuesto, el terreno de Bubblé es la era dorada del sinatrismo, pero la versatilidad juega a favor de su espectáculo. “La primera vez que trabajé con Tony Bennett yo estaba muy nervioso”, confiesa. “Le dije que le había copiado muchas cosas, igual que a Sinatra, Sammy Davis Jr. y Sarah Vaughan, entre otros”. La respuesta que le dio todavía la recuerda: “Chaval, cuando copias a uno eres un ladrón pero si copias de muchos eres un investigador”, comparte haciendo reír a medio recinto. En las canciones propias hay de todo: unas que cumplen (la enérgica “Everything”) y otras que enamoran (la destemplada “Home”), pero nunca frenan el ritmo general.
Bubblé, al servicio de las canciones
El concierto nos hizo recordar la utilísima distinción que hizo la periodista musical Patricia Godes entre artistas y entretenedores, tomando partido por los segundos. Escogió para ilustrarla la capacidad de comparir felicidad de Paul Anka frente al culto delirante del que es objeto Bob Dylan en nuestra época: “Personalmente estoy harta de que me traten mal y me desprecien los de arriba del escenario, de que destrocen sus canciones y seleccionen el repertorio pensando sólo en no aburrirse ellos, de que salgan a actuar vestidos de patanes sin ningún esfuerzo para resultarnos agradables y atractivos”, denunciaba. Justo en las antípodas de eso, Bubblé se mereció todos y cada uno de los aplausos que les dedicamos. En cada gesto y decisión de su gira se notaba el deseo de hacer feliz a su público: desde esa larga pasarela que le acerca al centro del recinto a los momentos en que bajaba a hacerse selfis o incluso el detalle de acceder a llamar a la madre de un fan venezolano para charlar durante unos segundos con ella.
Asistimos a un recital enérgico, bien ejecutado y cien por cien disfrutable. Al finalizar la cosa, alguien tuvo la malísima idea de pinchar por los altavoces “Cuando calienta el sol” de Luis Miguel. Seguramente fue un gesto de intención simpática de algún técnico que buscaba cerrar con una canción en español, pero muchos desfilamos hacia las puertas pensando que ‘Micky’ tiene todo lo que la falta a Michael: ese toque de grandeza que eleva de manera natural y automática cualquier cosa que cante. No es una comparación justa, ya que Luis Miguel es uno de los pocos iconos –quizá el único- que puede mirar cara a cara a Frank Sinatra, en el sentido de que casi cada pieza que canta se convierte en un clásico instantáneo. Bubblé seguramente no llegue nunca a ese nivel, pero eso no quita el enorme mérito de ser capaz de dar vida cada noche a algunas de las mejores piezas de la música popular de todos los tiempos. Casi todos salimos felices y sonrientes. No está mal para una noche de lunes.