Cultura

Mil maneras de romper un país

Una bandera no puede ser fluida: debe tener una cierta vocación de permanencia; el hallazgo de nuevas identidades amenaza con fragmentar al colectivo hasta el nivel subatómico

Detrás de la discriminación positiva en Estados Unidos yacía (cadáver) la siguiente lógica: cuando miembros de las minorías alcancen posiciones de poder, acabarán con la desigualdad que padecen negros e hispanos. Ahora que el Tribunal Supremo ha liquidado el sistema de cuotas en las universidades yanquis es el momento de concluir que la promesa no se ha cumplido y que, por tanto, miles de hombres y mujeres blancos han visto limitadas sus carreras y sacrificado su talento para nada. ¿Se exigirán responsabilidades? La pregunta es retórica.

En España, llevamos dos décadas de políticas para erradicar la violencia contra las mujeres. ¿Cuáles son los resultados? Se ha dado un aumento del número de denuncias que es bueno o malo según la conveniencia de quien lo exponga: unos días se debe a que las mujeres ya no están dispuestas a aguantar y otros a un repunte del machismo. El dato que no es interpretable es el de mujeres asesinadas, y ahí la tendencia es a una lenta disminución; de hecho, más lenta que la de los asesinatos en general. Sin embargo, la discusión pública no gira en torno a este fracaso evidente, sino acerca del término violencia de género. 

El académico Richard V. Reeves ha demostrado -con datos que, por otra parte, estaban ahí para el que quisiera verlos- que las brechas de género que no paran de crecer son las que perjudican a los hombres: educación, salud mental, violencia, cárcel, suicidios… Reeves ha logrado que se le escuche por sus credenciales progresistas (fue asesor de Nick Clegg) y porque sabe moverse en el filo de lo políticamente correcto. Y, sin embargo, cuando lo escucho y lo leo tengo la impresión de que, de nuevo, está errando el tiro. Cuando habla del fracaso educativo entre los hombres, él mismo subraya que apenas existe en los niveles altos de renta. La cárcel, la muerte y la soledad son para los pobres. 

Banderas mutantes

Demos un último rodeo (conozco el camino, como el amigo de Indiana Jones que se perdía en su propia biblioteca): estos días he visto a algunos amigos y conocidos mostrar orgullosos la vieja bandera arcoiris. Digo vieja porque ya no está en vigor: cada año se le suma un color, una forma, un accesorio, siempre hay una identidad o intersección que no estaba debidamente representada. “Su bandera LGTBIQ+ podría estar desactualizada, descargue la última versión”. Quienes lucen los colores tradicionales se han convertido, sin ellos saberlo, en el ala conservadora del movimiento. Saben que una bandera no puede ser fluida, debe tener una cierta vocación de permanencia. Y saben que el hallazgo de nuevas identidades amenaza con fragmentar al colectivo hasta el nivel subatómico: una persona, una bandera.

Desde los años 70 lleva Occidente obsesionado por detectar y reivindicar identidades: negros, hispanos, musulmanes, mujeres, gais, lesbianas, trans… y todas sus combinaciones. Hasta la obesidad se trata como un problema de reconocimiento antes que de salud. Lo que desde una perspectiva técnica puede tener sentido (la circunstancia es un factor relevante: es muy distinta la violencia de las bandas juveniles que la que sucede dentro del hogar), se ha convertido en una enfermedad política.

Donde los progres más bobos ven una amenaza fascista, lo que hay en realidad es una reivindicación social.

Por una parte, lo identitario blinda contra la crítica: ¿me dices que no disminuyen los asesinatos de mujeres? Te llamo machista. ¿Afirmas que las políticas de cuotas étnicas han fracasado? Eres un racista. Por otra parte, y esto es lo peor, convierte a la comunidad política en un agregado de subcomunidades o de individuos en conflicto, creando una mentalidad competitiva. Para que se entienda: las fachadas de los ayuntamientos tienen una superficie limitada y no caben las banderas y pancartas de todos los colectivos que exigen reconocimiento. Mi visibilidad depende de que a ti no se te vea.

¿Por qué han fracasado las cuotas universitarias para negros e hispanos? Porque la raza puede ser un factor, pero el principal es la pobreza, como ha descubierto Reeves para el caso de los hombres. Y la pobreza no es una identidad: nadie quiere que se le reconozca como pobre, sino dejar de serlo. Por tanto, no hay colectivo ni bandera.

De hecho sí la hay. En esta misma sección de Cultura se están escribiendo artículos que conforman una crónica de cómo la bandera de España y otros símbolos nacionales van ganando espacio en la cultura popular menos elitista. Donde los progres más bobos ven una amenaza fascista, lo que hay en realidad es una reivindicación social. Es natural. Jorge tiene 17 años y es pobre: nos va a recordar que es tan español como nosotros y que, por tanto, tenemos unas obligaciones hacia él. Si, además de pobre, es gay, tal vez desfile en el Orgullo con la arcoiris. Pero al día siguiente seguirá teniendo muchas menos oportunidades que un gay con dinero. Y aquí hay también un mensaje para los bobos de derechas. ¿Eres una persona de orden? Pues alégrate de que Jorge (cuyos padres, por cierto, vinieron de Ecuador) cante por Manolo Escobar en lugar de arrasar tu ciudad (mira Francia) y piensa cuáles son tus obligaciones con él.

Ni España ni ningún otro país puede ser una nación de naciones ni un colectivo de colectivos. La nación tiene que ser el hilo que evite la interminable fragmentación de la sociedad y una quiebra menos evidente (pero igual de catastrófica) que la secesión de Cataluña o del País Vasco. Frente a la común acusación de la izquierda, la bandera española no lamina la diversidad, sino que la consagra y la garantiza; no oculta las injusticias, sino que exige su reparación. Y, aunque a la derecha le cueste reconocerlo, entre estas injusticias, la peor por su frecuencia y por sus consecuencias, es la pobreza. 

No puede haber patriotismo sin compromiso social ni nación sin la garantía de una vida digna. Y, cuando no hay nación, la comunidad se reduce a identidades cada vez más pequeñas y sectarias que se pelean por las migajas de un reconocimiento puramente retórico, sin un verdadero compromiso presupuestario. Un chollo para el Estado y para el mercado. 

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