Una persona padece ‘síndrome del impostor’ cuando cree (habitualmente sin causa real) que está sobrevalorado, que lo que hace no merece el mérito que los demás le otorgan y, en consecuencia, que el aprecio que recibe está en peligro, porque, cuando se descubra ‘la verdad’, su prestigio se derrumbará como un castillo de arena. El ‘síndrome del impostor’ se da a menudo en personas con un elevado nivel de autoexigencia, pero lo que nunca hubiéramos podido imaginar es que algunos de sus rasgos pudieran acosar a una figura de genialidad tan indiscutible como la del compositor cinematográfico Ennio Morricone. Nunca hasta que llegó Ennio: el maestro, el homenaje con forma de documental que le erige su amigo Giuseppe Tornatore, y en el que afloran algunas de sus heridas personales más íntimas y menos conocidas.
El trabajo de Tornatore nos presenta a un Morricone admirable, pero que a veces nos resulta desconcertante. Un hombre capaz de genialidades que maravillaban a todos salvo a él mismo y que se sentía culpable por entregar su talento a una música “menor” como las bandas sonoras, y al que hería en lo más profundo la falta de aprecio de la academia hacia su trabajo como músico.
Durante mucho tiempo demostró ser un pésimo juez de su propio talento y no era inhabitual que alguna idea suya, o creación, que creía una ‘basura’ fuera celebrado por todo el mundo y lograra un éxito inusitado. “No juzgaba bien sus propias composiciones”, explica Tornatore en una entrevista que se añade como extra a la edición de la película en video doméstico, que acaba de editarse y que puede encontrarse ya en las tiendas.
El músico llegó a darse cuenta de esta realidad dolorosa, de que no era benevolente con su trabajo, y decidió tomar medidas. Y la principal de ellas fue ponerse en manos de su esposa, María, una mujer sencilla, sin conocimientos musicales, pero con un enorme sentido común, que durante mucho tiempo sería su filtro personal. Ennio le enseñaba su trabajo a ella en primer lugar, para que le diera su opinión y sólo después mostraba a los directores aquellas opciones que habían recibido su aprobación.
Probablemente esta forma de trabajo explica, al menos en parte, la singularísima conexión de la música de Morricone con la sensibilidad popular, y su capacidad emocional. Aunque su esposa María no se entrometía en modo alguno en su trabajo, es probable que, indirectamente, le animara a escribir música que todo el mundo pudiera entender, dado que a la primera a la que debía gustar era a ella. Esta decisión, en realidad, no le supuso ningún sacrificio a un Morricone que ya se había curado de la ‘pasión por la oscuridad’ que le aquejó durante la época en la que estuvo más implicado con las vanguardias. Él mismo ya se había convencido de la necesidad de componer una música ambiciosa, compleja e innovadora pero que nunca renunciara a la claridad; una música que pudiera entender todo el mundo.
Su madre ya se lo había advertido: “Tienes que hacer melodías bonitas si quieres hacerte famoso”. Pero la melodía siempre le supo a poco. Estaba tan dotado para ellas que seguramente sentía que eso era ‘trabajo fácil’, lo que quizás explica su reticencia a que se destacara tanto esa parte de su trabajo, en la que era innegablemente brillante. Pero hay que entender al compositor: en sus obras no sólo había melodías conmovedoras, incluso arrebatadoras, sino también un juego con los ritmos y los timbres sonoros formidable, y un trabajo de la forma muy exigente, aunque evitara toda tentación de pomposidad.
Springsteen, The Clash y otros fans de Morricone
En Ennio descubrimos también algunas heridas personales del mítico compositor. La primera de ellas es su acentuado sentido de la humillación. Son varias las ocasiones en las que utiliza esa palabra, que aparece por primera vez cuando recuerda los tiempos duros de la posguerra, en los que tocaba la trompeta a cambio de comida, sin ni siquiera percibir un sueldo por ello. También se sintió infravalorado por sus compañeros cuando decidió estudiar composición con Goffredo Petrassi. No era normal que un trompetista, como él entonces, se dedicara a ello y no faltan testimonios sobre cómo le hacían sentir inferior.
Pero la palabra humillación aparece, sobre todo, cuando explica sus decepciones ante la falta de respeto por su trabajo que iba encontrando en quienes le rodeaban. Que un director le pidiera copiar temas de otro, o limitarse a arreglarlos, lo vivía como una intolerable ofensa, y como una manifestación de falta de confianza en su talento, ante la que se negaba a ceder. Y esto ocurrió desde el comienzo de su carrera, cuando Morricone todavía no era nadie y, en teoría, no podía permitirse tales arrebatos de dignidad. Pero tampoco aceptaba de buen grado que se le pidiera repetir una fórmula suya de trabajos anteriores, o que se le demandaran soluciones musicales demasiado fáciles. Ennio nos retrata sin veladuras el drama personal mayor del más popular compositor de música para películas; alguien que en los últimos años de su vida alcanzó una celebridad y honores sólo comparables con los de una estrella pop. Ese drama es su sentimiento de culpa por poner su talento al servicio del cine -un arte que definió inicialmente como una mera caja de entretenimiento- en vez de volcarse a la música absoluta, la música seria y digna. Morricone vivió durante décadas escindido, sintiéndose de algún modo un impostor, un traidor a la visión noble y elevada que le había trasmitido su maestro Petrassi.
Su imperativo categórico era experimentar continuamente para intentar crear siempre algo nuevo, mejorado", dice Tornatore
“Al principio me sentía culpable, pero, poco a poco, se me pasó”, reconoce el compositor ante las cámaras de Tornatore. Incluso admite que en muchas ocasiones su forma de componer respondía a un afán de venganza contra esa culpabilidad. De hecho, durante mucho tiempo pensó que su dedicación al cine sería meramente provisional -una actividad que se justificaba, sobre todo, por razones alimenticias- y estaba constantemente poniéndose plazos límite. Pero “cuanto más quería alejarse del cine, más le reclamaban”. Hasta que poco a poco entendió que la música de cine podía tener tanta nobleza como cualquier otra. “Poco a poco logré encontrar puntos de convergencia entre la música absoluta y la música para cine”, explica al espectador. Y al final de sus días empezó a creer que quizás tenían razón todos aquellos que llevaban tanto tiempo diciéndole que música como la suya, concebida como ‘humilde’ acompañamiento de imágenes en movimiento, podía ser, en realidad, la que mejor representara la grandeza musical del siglo XX. “Estoy empezando a pensarlo”, admitió al fin Morricone.
Morricone ya no está entre nosotros, pero sigue con nosotros. Y su legado musical está más vivo que nunca, tan fresco y cautivador como cuando se concibió. Por eso resulta un acierto que Giuseppe Tornatore optara por no hacer ninguna mención a su muerte en su documental. En Ennio, Morricone nos habla como si siguiera aquí, instalado en un presente perpetuo, en la vocación de eternidad que manifestó en su obra, aunque él mismo no siempre fuera consciente. “Incluso si no crees en Dios, escuchas su música y te hace pensar que debe haber algo”, reconoce el productor David Putman, una de las muchas voces que colaboran en Ennio, que es, al mismo tiempo, un autorretrato del artista y un retrato coral de quienes le admiran.
El documental explora también el trabajo que realizó para la RCA como arreglista de canciones pop, lo que le proporcionó otro tipo de experiencia que incorporó luego a sus obras mayores. Gracias a Ennio descubrimos que su talento está detrás de los arreglos de "Il Mondo", de Jimmy Fontana, pero también de los de "Sapore de sale", de Gino Paoli, o de "Se telefonando", de Mina, y otros muchos temas de Gianni Morandi, Gianni Meccia, Edoardo Vianello (‘Parlami di te’), o Miranda Martini, entre otras muchas estrellas del pop italiano de los años sesenta.
Por Ennio desfilan también otros nombres de las músicas no clásicas que muestran admiración hacia él. Paul Simonon, de The Clash, destaca su capacidad para “crear un personaje con un sonido”, mientras el guitarrista de jazz Pat Metheny lo define como “el rey de las buenas notas” y ensalza, además, el uso que hace de la guitarra en sus composiciones. Pero también desfilan mostrando su admiración Bruce Springsteen o Quincy Jones. Y descubrimos que trabajó con Chet Baker. Joan Báez, que colaboró con él en la banda sonora de Sacco y Vanzetti, no oculta su admiración: “No sé cómo alguien que no me conocía pudo componer de forma tan perfecta para mi rango vocal” y reconoce que "Here’s to you", el tema principal de la película, al que ella puso letra, “no es sólo una canción popular; es un himno”.
La película documental de Tornatore llegó a los cines hace unos meses, a los dos años del fallecimiento del compositor, y ahora está disponible en video doméstico con un ‘extra’ jugoso: una entrevista en la que el director esboza algunas claves del ‘misterio Morricone’. “Nunca ha existido un secreto propiamente dicho, más allá del hecho innegable de que Ennio no ha querido ser consciente de su grandeza”, explica el cineasta, que comenzó su colaboración profesional con el compositor con su película Cinema paradiso. “Su imperativo categórico era experimentar continuamente para intentar crear siempre algo nuevo, mejorado, con el afán de ir más allá. Ese era su secreto: nunca vivió de victorias pasadas”.
Ese, y una extraordinaria formación musical, tanto clásica como contemporánea, que él supo digerir y utilizar con su personal talento. “Mi música es la mezcla de todas las músicas que he escuchado”, reconoce Morricone. Y, sin embargo, es tan suya, tan personal, que es reconocible con sólo sonar unos acordes. Aunque, durante un tiempo, él no fuera del todo consciente.