En un mundo literario dominado por el narcisismo y la mercadotecnia, la figura de Cormac McCarthy (Providence, Rhode Island, 1933) era un símbolo del escritor sin domesticar. Apenas concedió entrevistas a lo largo de su carrera y es célebre la anécdota de que, cuando pasaba serias dificultades económicas, rechazó una remuneración de dos mil dólares por acudir a una universidad para hablar sobre sus libros, alegando que “todo lo que tenía que decir sobre ellos estaba en los propios textos”. Su esposa de la época lo recuerda con resignación: “Entonces seguimos comiendo alubias una semana más”. McCarthy sostuvo su enorme y creciente prestigio en novelas hoy consideradas clásicas como Meridiano de sangre (2006), No es país para viejos (2005) y Todos los hermosos caballos (1992).
La prosa de Cormac McCarthy se caracteriza por una enorme atención al detalle, incluso en las escenas de violencia, que pueden llegar a afectar al estómago. También por la resistencia a usar comillas en los diálogos. Y por la abundancia por de frases sencillas y declarativas. Estamos ante la antítesis de un cultureta: miembro de una familia de abogados de Knoxville (Tennessee), no leyó un libro hasta los 21 años, cuando ingresó en el ejército en Alaska y no tenía muchas más opciones para entretenerse. No tenía mucho aprecio por clásicos como Marcel Proust y Henry James, a quienes despachaba con un “no entiendo a los autores que no escriben sobre la vida y la muerte: para mí esto no es literatura”. Su novela favorita fue Moby Dick, de Herman Melville, de la que se encuentran numerosos ecos en Meridiano de sangre. También sentía una especial debilidad por William Faulkner.
"Las cosas en las que creía ya no existen. Es estúpido fingir lo contrario. La civilización occidental se esfumó finalmente por las chimeneas de Dachau", explicaba
En 2007, el periodista Mario-Paul Martínez le hizo una entrevista en Alicante, cuando McCarthy se desplazó para ejercer como asesor en El consejero, película de Ridley Scott sobre uno de sus textos (acepto el encargo porque no le habían gustado algunas adaptaciones previas de sus historias). En esta respuesta trató de resumir su perspectiva sobre la vida: “Soy pesimista, pero no infeliz. No me levanto por las mañanas y gimoteo. Creo que el mundo tiene problemas y que los tiempos que corren son difíciles. No me refiero solo al tema financiero, que estoy seguro preocupa a mucha gente que no puede pagar sus cuentas y tienen hijos que criar. Ahora mismo, son tiempos muy peligrosos para el mundo, no sabemos lo que va a pasar. Si alguien viniese de otro planeta y les enseñásemos una corta versión del siglo XX... Es de locos. No hay ninguna razón para pensar que las cosas van a mejorar y que todo acabará felizmente, eso me parece improbable”, compartía.
Cormac McCarthy y las cosas que ya no existen
A pesar de todo, apreciaba el hecho de estar vivo, así como la paternidad, que le inspiró su novela más leída: La carretera. “Mucha gente piensa que es un libro deprimente, pero la verdad es que la historia trata sobre el amor entre el padre y el hijo. Creo que si el libro intenta reflejar algo es enseñar ese amor bajo las peores circunstancias. Si tú realmente quieres a alguien, si realmente quieres a tu hijo, no importa lo mal que vaya el mundo, te pegas a él, mueres por él, harías cualquier cosa por él. Eso no es tan malo ¿no? Esto habla bien de la naturaleza humana”, celebraba.
El filósofo y sociólogo César Rendueles escribió en 2004 un afilado texto que sirve de perfecta introducción al autor, incluyendo sus tres tribus de lectores. “Los forofos de McCarthy se dividen entre los fanáticos de la casquería de Meridiano de sangre y los entusiastas de los malabarismo verbales de Sutree, su novela más experimental. Por supuesto, todos ellos miran por encima del hombro a los ‘populistas’ que preferimos la Trilogía de la frontera”, explica. Las tres novelas que forman esta última son Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (1994) y Ciudades de la llanura.
Estas tres historias, más contenidas que su narrativa anterior, recogen el choque social entre la extrema crudeza de los antiguos Estados Unidos y la llegada de la sociedad de consumo, un periodo más confortable pero no necesariamente preferible en el plano humano. Así lo explicaba en su famosa entrevista para el New York Times en 1992: “Las cosas en las que creía ya no existen. Es estúpido fingir lo contrario. La civilización occidental se esfumó finalmente por las chimeneas de Dachau, pero yo estaba demasiado encandilado para verlo”, confiesa.