Cultura

Navidad en tiempos difíciles

Hoy los poderosos pueden controlar al pueblo, vigilar sus movimientos, monitorizar sus gustos, propensiones, hábitos...

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Dicen algunos que vivimos tiempos especialmente sombríos. Que Occidente decae sin remedio y que sus comunidades se disuelven en el magma global. Que los gobernantes legalizan crímenes nefandos ―el aborto, la eutanasia― mientras sus gobernados aplauden. Que los poderosos han depuesto a Dios y que en su lugar han entronizado a idolillos de chicha y nabo: la ciencia, el dinero, la fama. Que las grandes multinacionales abanderan causas nobles para disimular su rapacidad y que exacerban nuestras inclinaciones más bajas para hacer caja con ellas. Que el hombre ha degenerado en un amasijo de emociones incapacitado para el pensamiento y sobrecapacitado para la sensiblería. Algunos dicen eso y yo lo comparto. 

Dicen también que nuestra época es excepcional, anómala, inédita. Quizá tengan razón. La tecnología ―me digo mientras cavilo este artículo― ha incrementado la potencialidad destructiva del mal, que antes era humilde a la fuerza. Antaño exigía algo de arrojo, de coraje; hoy, en cambio, puede fabricarse en cadena, a gran escala, como un producto destinado a venderse en el supermercado de la esquina. Basta un clic para arrasar ciudades enteras, un solo clic para para devastar vidas y esperanzas. Hoy los poderosos pueden controlar al pueblo, vigilar sus movimientos, monitorizar sus gustos, propensiones, hábitos. Se lo permite el progreso tecnológico, que también les permite producir niños como si fuesen juguetitos. 

También es verdad, no obstante, que los pesimistas tienen sus precedentes y que el mundo parece en decadencia desde que es mundo. Cada época ha sufrido sus propios males y ha gozado de profetas que los denunciaban. Desde la expulsión del Paraíso todo es nostalgia. Siempre ha habido personas que lamentan la desgracia de haber nacido en su tiempo y que anhelan, ¡añoran!, uno mejor. Concebimos nuestra época como indeseable porque la vivimos y otras como deseables porque no las hemos vivido. En nuestro juicio del presente pecamos por exceso y en nuestro juicio del pasado lo hacemos por defecto. 

Cada época ha sufrido sus propios males y ha gozado de profetas que los denunciaban

Sea como fuere, sea esta época peor o igual que otras, la omnipresencia del mal hace del acontecimiento que recordamos durante estos días uno inaudito, casi inexplicable. ¿Por qué querría Dios compartir condición con un ser que malogra todo lo que hace? ¿Por qué querría compartir condición con un ser tan propenso a la bajeza, con uno que tropieza en la misma piedra desde el origen, con uno que se obstina en el error con idéntica contumacia a la de la mosca que pretende traspasar el cristal de la ventana? ¿Por qué renunciaría a su majestad para abrazar la debilidad humana? ¿Por qué querría andar entre nosotros, entre las ruinas de un mundo devastado?

Pero la Navidad sólo es inaudita en apariencia, sólo inexplicable según la lógica del mundo. Imaginemos que la realidad fuera como debería ser, ¡como todos queremos que sea! Que los gobernantes cumpliesen su misión y que los hombres se condujeran virtuosamente. Que el mundo no estuviera herido y fuese en cambio el vergel con el que todos fantaseamos. ¿Para qué iba a encarnarse Dios en una realidad así? ¿Acaso lo necesitaríamos? ¿Necesitaríamos un salvador si ya estuviésemos salvados?

No pretendo negar la necesidad de que denunciemos el mal, tampoco de que lo combatamos: es esa indignación ante la injusticia, ese esfuerzo contra ella, lo que nos hace moralmente dignos. Sólo pretendo abordar la cuestión desde otro enfoque. Cuanto más oscuros son los tiempos, más nítidamente percibimos el fulgor de la estrella de Belén. Cuanto más herida está la realidad, más conscientes somos de la necesidad de que el Verbo se haga carne de nuevo. Cuanto más opresivo es nuestro sufrimiento, más acuciante es la salvación que Cristo promete. Cabe concebir el mal del mundo como una desgracia, cierto, como un motivo para la rebelión, por supuesto, pero la Navidad nos permite concebirlo también de otro modo: como una oportunidad para desconfiar de nuestras fuerzas y arrodillarnos ante el Dios que nació en un establo hace dos milenios y que nace en nuestros corazones cada 25 de diciembre.

El pecado ha propiciado el mayor acto de amor imaginable: Dios, rey del universo, creador de lo visible y lo invisible, Espíritu eterno, se hace mortal para dar su vida por nosotros. Ésa es la razón de nuestra alegría. Por eso no hemos de dejar de celebrar nunca; ni siquiera entre las sombras. 

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