Cultura

¿Por qué leer novelas y declamar poemas? Contra la tiranía del ensayo

Recitar poemas, leer novelas nos ayuda de algún modo a vivir como estamos llamados a hacerlo, más conscientemente, conformes a cuanto de divino hay en nosotros

  • Harry Potter y Don Quijote de la Mancha

El otro día un buen amigo me preguntó con qué libro me aficioné a la lectura. Podría haber optado por mentir y haberle dicho que con El Quijote, claro, con cuál si no, pero opté por decir la verdad y confesarle, entre dientes, como quien echa una maldición, que con Harry Potter. Él, muy indulgente, como todos mis amigos porque de otro modo no podrían ser amigos míos, se abstuvo de hacer comentarios, de juzgar críticamente mis inicios en la literatura, y se limitó a preguntar: "Ah, ¿y cuándo empezaste a leer libros serios? Ensayos, quiero decir". Reconozco que aquel interrogante me desconcertó. ¿Por qué motivo los ensayos son serios y las novelas no tanto? ¿A qué viene esa generalización? La historia de la literatura está repleta de novelas que merecen mucho la pena y de ensayos que ejem, bueno, para qué hablar. ¿Cómo pensar que un ensayo es siempre, ineluctablemente, más edificante que una novela si incluso Antonio Maestre ha firmado varios?


Cavilando ahora sobre todo esto en la intimidad de mi despacho, reparo en que mi buen amigo no es precisamente una anomalía. Existe la vaga conciencia de que leer ensayos constituye una actividad muy grave, propia de hombres cultivados, formados, inteligentes, y de que leer novelas es algo así como un pasatiempo reservado a amas de casa y consultores estresados. Hay muchas personas que sólo leen ensayos y, si bien no afirman taxativamente su superioridad respecto a las novelas, sí lo hacen tácitamente. Y ahora, pensándolo con cierto sosiego, debo reconocer que lo entiendo, la verdad. Mientras leer una novela es una actividad manifiestamente inútil, tan inútil como contemplar un cuadro o deshojar una margarita, los ensayos son muy prácticos. Si uno los elige bien, pueden brindarle los conocimientos necesarios para ganarle a su cuñado una discusión de sobremesa o para impresionar a la chica con la que está ligando. Leyendo muchos ensayos ―en especial si son históricos o políticos―, uno se convierte en una máquina expendedora de datos y argumentos, en una Wikipedia andante, en un prodigio del análisis.

Se trata de leer una novela como juegan al fútbol los aficionados o como contemplan el atardecer de Madrid unos amantes cualesquiera

Nada de esto le ocurre a ese romántico que consagra su tiempo a novelas y poemas. Haber leído, qué sé yo, El Gatopardo, no le ayudará a uno a imponerse en un debate. Yo mismo he leído esa novela varias veces y no me canso de perder discusiones. A los datos, silogismos, razonamientos de los lectores de ensayos yo sólo puedo responder con titubeos, vacilaciones y farfullas. Ni que decir tiene que tampoco la poesía sirve para nada. Alguien podría objetar que sí, que para ligar sí, pero eso era en otros tiempos acaso más luminosos. Hoy se concibe al poeta como alguien extravagante y también cursi. De entre todos sus pretendientes, una mujer puede elegir al más exitoso, quizá al más guapo, incluso al más inteligente, pero tengan claro que no se decantará jamás por ése que pierde el tiempo declamando versos o componiéndolos. A ése lo mirará con interés, con la curiosidad con la que se observa a un reptil expuesto en el zoológico, pero nunca, ¡nunca!, se planteará compartir una vida con él.

El amor antes de Lope

¿Qué sentido tiene, pues, leer novelas, poemas, obras de teatro? Es una pregunta legítima, y más si la formula alguien que habita una civilización tan pragmática como la actual, una que identifica utilidad y valor y que a todo, incluso al pasatiempo más inocente, le busca un rendimiento. Estoy tentado de responder que es precisamente por eso, porque vivimos en una época práctica, por lo que tenemos que leer novelas. Acostumbrados a hacer todo para algo ―para enriquecernos, para formarnos, para evadirnos―, qué bien nos viene hacer algo porque nos gusta, porque nos entretiene, porque sí.

Se trata de leer una novela como juegan al fútbol los aficionados o como contemplan el atardecer de Madrid unos amantes cualesquiera: sin más pretensión que la de pasar un buen rato. Pero este argumento es endeble, sí, y frívolo, también. Alguien podría objetar que no es una defensa de los poemas y de las novelas, sino tan sólo una de las actividades hechas porque sí, y tendría, ay, toda la razón. ¿Por qué recitar poemas cuando podemos ver una película? ¿Por qué leer novelas cuando podemos escuchar música pop?

Sospecho que recitar poemas, leer novelas nos ayuda de algún modo a vivir como estamos llamados a hacerlo, más conscientemente, conformes a cuanto de divino hay en nosotros. Un hombre que lee poesía se conocerá mejor a sí mismo que uno que no. De hecho, no identificamos bien esa alegría que viene y va con idéntico desparpajo, ese dolor que desgarra nuestras entrañas, ese desánimo que entumece nuestros miembros hasta paralizarlos, esa melancolía que nace de la intuición de que el mundo no es como debería, no los identificamos bien, digo, hasta que no los leemos sublimados en un poema de d´Ors o encarnados en un personaje de Dostoievski. ¿Es posible saber de veras qué es la muerte antes de leer a Manrique? ¿Qué es el amor antes de leer a Lope?

Son preguntas retóricas porque la respuesta la conocemos, claro, la conocemos… Por eso yo les sugiero que lean novelas y declamen poemas aunque haya hombres de nuestro tiempo, discípulos inconscientes de Bentham y de Mill, utilitaristas de la peor especie, que les conminen a afanarse en actividades más serias.

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