“Es cierto, rigurosamente cierto, que la rebelión ha tenido esta vez caracteres de ferocidad que no ha habido nunca en España. Ni siquiera durante la gesta bárbara de los carlistas hubo tanta crueldad, tanto encono y una tan pavorosa falta de sentido humano. Todo cuanto se diga de la bestialidad de algunos episodios es poco. Dentro de cien años, cuando sean conocidos a fondo, se seguirán recordando con horror”. El periodista Manuel Chaves Nogales, escribía desde Asturias este párrafo una semana después de haber sido sofocada la revolución que desafió a la Segunda República. Solo unos días antes, hace justo 90 años, desde el balcón de la Generalitat, el presidente catalán Lluís Companys había declarado "el Estado Catalán de la República Federal Española". Unas horas después, él y todo su gobierno acabó en la cárcel, y la autonomía catalana, recientemente aprobada, terminaría siendo suspendida. En el resto de España se mantenía una huelga general indefinida, convocada por PSOE y UGT, en la que la acción insurreccional fracasó y las fuerzas del orden tomaron el control, salvo en lugares de Asturias, donde la situación había adquirido un tinte revolucionario. Cuando Companys estaba siendo apresado, los milicianos asturianos se habían hecho fuertes, habían ocupado la mayor parte de Oviedo, y durante las siguientes dos semanas se produjo una revolución social con sangrientos enfrentamientos en los que se llegó a emplear bombardeos aéreos por parte de las fuerzas del orden. El detonante de todo ello, la entrada en el gobierno de tres ministros de la CEDA, formación más votada un año antes.
España había votado en 1933, las primeras en las que lo pudieron hacer las mujeres, y los comicios habían dibujado un parlamento con una mayoría del centro derecha. La Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), de Gil Robles, fue la fuerza más votada con 115 escaños, seguida del Partido Republicano Radical, de Lerroux, que a muy grandes rasgos podríamos denominar de centro. Las izquierdas decidieron presentarse de forma separada sufriendo un grave retroceso como fruto de un sistema electoral que premiaba enormemente a la formación más votada y prácticamente invisibilizaba a las terceras opciones. El PSOE obtuvo 59, 56 menos que dos años antes; y la Acción Republicana de Manuel Azaña quedó casi en los huesos con solo cinco escaños, 21 menos que en 1931.
La CEDA era una fuerza católica de derechas "accidentalista" en el sentido de que no había declarado su lealtad al nuevo régimen republicano, contando en sus listas con alfonsinos y carlistas, claramente opuestos al régimen nacido el 14 de abril. El propio Gil Robles no dudaba en lanzar mensajes cuanto menos preocupantes: “La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o lo haremos desaparecer”, había declarado el 15 de octubre de 1933. Las movilizaciones de las juventudes de la CEDA, la Juventud de Acción Popular, inspiradas hasta desde un punto de vista estético y simbólico en los movimientos nazi y fascista italiano, servían a Gil Robles para mostrar músculo en la calle. Mientras él iba desarrollando su hoja de ruta: apoyar a Lerroux (diciembre de 1933); gobernar con él (octubre de 1934) y sustituirlo (diciembre de 1935). Durante los primeros meses, la CEDA apoyó a Lerroux, pero pasado el verano del 34, Gil Robles quiso dar un nuevo paso y entrar en el gobierno.
Auge de fascismos y radicalización socialista
Este menosprecio al sistema que escuchamos en los discursos de Gil Robles tenía su eco en los partidos de la izquierda obrera que contemplaban las instituciones liberales como “un mero instrumento para lograr el avance social y el bienestar de los trabajadores su gran masa de apoyo. Sin lo último eran como una cáscara vacía. Su concepción de la democracia no se basaba precisamente en parlamentos, sufragios y constituciones, sino en una estructura social que percibieran como intrínsecamente justa. No es que rechazaran lo primero pero solo les parecía útil si permitía o facilitaba alcanzar lo segundo”, señala Francisco Sánchez Pérez, que analizó el papel de los socialistas en la insurrección en uno de los capítulos de Octubre 1934 (Desperta Ferro), una rigurosa obra en la que una docena de historiadores analizan los acontecimientos de los que ahora se cumplen 90 años.
En el caso del PSOE, partido más votado en 1931 e impulsor del programa progresista del primer bienio republicano, fue especialmente doloroso el freno y retroceso de su programa legislativo tras las elecciones de 1933. Especialmente hiriente resultaron para Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo responsable de las reformas laborales.
La obra incide en la importancia del contexto internacional, marcado por el auge de movimientos de derechas, que sirviéndose de las democracias habían terminando conformando regímenes autoritarios o dictaduras. El ejemplo más evidente, también para los contemporáneos, era el de Hitler, que tras acceder al poder legalmente en 1933, había transformado a Alemania en una dictadura en cuestión de meses, con la oposición política como la primera de sus víctimas de sus campos de concentración. Con la izquierda obrera proscrita de la mayor parte de Europa, la radicalización socialista fue un elemento común a nivel continental donde afloraban escisiones a la izquierda de los grandes partidos socialdemócratas, y con las juventudes izquierdistas fascinadas por la URSS de Stalin como un lugar libre de fascismo e invulnerable a las crisis del capitalismo. “La mayoría de la izquierda obrera europea de entreguerras, sobre todo después de 1929, consideraba que el parlamentarismo burgués abría las puertas o conducía a su propia perversión; es decir, el autoritarismo o el fascismo, debido a algún tipo de crisis terminal del capitalismo”, afirma el autor.
Rebelión socialista
Llegado 1934, los socialistas eligieron rebelarse de forma preventiva para intentar eludir el caso alemán. “La ambivalencia de partida entre una huelga general indefinida de protesta y una insurrección armada para ocupar el poder no se abandonó nunca”, señala Sánchez Pérez. Sin una milicia armada, se necesitaban armas y el apoyo de parte del ejército, gestiones encargadas a Indalecio Prieto y que podemos resumir como un fracaso.
Cuando comenzó la insurrección el 4 de octubre, apenas había planes ni recursos para emprender otra cosa que la tradicional huelga general. “Carentes los socialistas de una dirección unificada y eficaz incluso en Madrid, donde las ejecutivas de la UGT y el PSOE residían, así como de suficientes armas disponibles, salvo precisamente Asturias donde abundaba la dinamita, pero en cualquier caso escaseaban las municiones, nadie ha sostenido, que yo sepa, que fuera un movimiento armado con un objetivo claro, militar o cualquier otro. Ni siquiera los protagonistas. Tampoco hubo algo que pudiera llamarse una infraestructura militar”
En toda regla era un gravísimo ataque a la legalidad republicana y a un gobierno legítimo elegido libremente en las urnas. El detonante fue claro: la entrada en el gobierno de ministros de la CEDA, que como señala la citada obra, visto en perspectiva la reacción socialista a la “amenaza reaccionaria” o “fascista” parece totalmente desmedida y extremadamente violenta.
Además del fundamental contexto internacional sin el que no se pueden entender los hechos, en cada uno de los escenarios de aquel octubre, existían condicionantes de carácter político y socioeconómico tan particulares que dificultan las interpretaciones homogéneas y explican la diversidad de resultados. Durante aquellos días se produjeron la huelga general con especial aceptación en Madrid y núcleos industriales vascos, promovida por los socialistas y detonante del resto de hechos y en la que el carácter insurreccional apenas tuvo lugar; un desafío institucional por parte de la Generalitat que rompió con el marco constitucional, en el que jugaron especial importancia las dinámicas internas de ERC y el nacionalismo catalán; y una revolución que podría ser descrita como proletaria o comuna en Asturias, lugar con tradición de fuertes enfrentamientos sociolaborales, en el que los insurrectos consiguieron estar mejor armados y único punto en el que se sumaron los sindicatos anarquistas CNT y FAI.
La gravedad del caso asturiano donde intervino el Ejército, capitaneado por Francisco Franco y con experiencia de guerra en Marruecos, no pueden ser extrapolable al resto de España. En Asturias, durante aquellas dos semanas de octubre, los insurrectos asesinaron a varias decenas de civiles, entre ellos 34 eclesiásticos. En total los sucesos dejaron 1.200 muertos y tuvieron rasgos propios de una guerra civil.
No obstante, la consideración de octubre de 1934 como el inicio de la Guerra Civil está totalmente desacreditada desde un punto de vista académico. Esta interpretación, nacida desde el Franquismo como un argumento auto exculpatorio para justificar el golpe de julio de 1936, ha sido retomada en el siglo XXI por parte de la derecha y la ultraderecha política, hasta llegar a ser utilizada en abril de 2023 por Ramón Tamames, el candidato de Vox en la segunda moción de censura que presentó a Pedro Sánchez. Afirmar que la Guerra Civil comenzó en octubre de 1934 es simple y llanamente una vulgar falsedad. El régimen de la Segunda República continuó por la senda institucional a través de la participación democrática. Eso no quiere decir que los sucesos de octubre quedaran encapsulados en aquel otoño y no tuvieran repercusión en los siguientes meses, unos hechos de tal gravedad sin duda fueron un hito del periodo republicano para todos los actores políticos.