Platón dedica una parte de La república a los motivos para desterrar de la ciudad griega (o, al menos, someter a estricta supervisión) la poesía, el teatro y la pintura. Uno de los motivos nos es familiar: las historias que nos cuentan los poetas están llenas de episodios falsos y poco edificantes que corrompen las almas de los ciudadanos, en especial las de los jóvenes llamados a guardar y gobernar la polis. Otro motivo es que los griegos entienden las artes como imitación, y dado que para Platón existe un mundo real (el de las ideas) y un mundo sensible (el que habitamos), imperfecto reflejo del anterior, un poema o una pintura son sólo la imitación de una imitación. Por logrado que esté, el cuadro de una silla siempre valdrá menos que la silla retratada. Platón ama la belleza, pero la encuentra en el acceso a la verdades puras a través de la filosofía y no en el arte.
Dos mil años después, el pintor y escritor Ramón Gaya miraba el arte como un Platón inverso, descendente. Para él, el alma de Velázquez es capaz de ascender al mirador del mundo, desde donde lo observa y, gracias a su genio, es capaz de alcanzar una verdad que está detrás de las personas, detrás de los objetos, detrás del lienzo. Las Meninas es una criatura tan viva como un ser humano. De hecho, lo que interesa a Gaya no es el arte, sino la creación de una realidad más real que la cotidiana.
Con buenos sentimientos se hacen malas películas
En 1966, en su libro Contra la interpretación, Susan Sontag escribió: “El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos; al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable el arte”. Es una mirada sensitiva y erótica sobre lo artístico con la que simpatizo, porque apunta a la experiencia inmediata del arte, sobre la que se puede hablar largamente pero no sustituir por el análisis. Es lo que explica por qué no es lo mismo leer el libro que leer la crítica del libro, por penetrante que ésta sea.
Preguntado Billy Wilder sobre si sus películas contenían alguna denuncia contra la sociedad, respondió: “Cuando quiero enviar un mensaje, pongo un telegrama”. Mi generación empezó a ver cine y a leer novelas en un momento en el que se consideraban de calidad inferior las de tono moralizante o las abiertamente políticas. “Con buenos sentimientos se hacen malas películas”, solía decirse. La ambigüedad y la complejidad moral eran bienvenidas. También la ligereza, el juego.
Llegamos a nuestros días, en los que una concejal de Vox se ha metido en un lío por anunciar la introducción de una categoría nueva en el palmarés del Festival de Cine de Gijón que recoja los valores que, a juicio de su partido, deberían ser los comunes. Entiendo lo que mueve a la concejal: hoy hay demasiados telegramas de Wilder que se hacen pasar por arte. Casi todos son de izquierdas, así que Vox quiere mandar el suyo. Es un error: lo que hay que pedir al arte es más Meninas, más Velázquez, más Gaya, más vida y menos sermones. Hay que liberarlo de la interpretación, devolverlo a su estado salvaje. Quien opine que falta pluralismo en la cultura, no debería enredarse con la programación de los festivales, sino educar la mirada de sus hijos y animarlos a crear y a renovar con su destreza y su sensibilidad la belleza existente en el mundo.
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