A pleno pulmón, como los tísicos. Serán inevitables las repeticiones en este artículo, pues hay cosas tan difíciles que han de volver cien veces para que, sencillamente, las creamos. No importa si tal o cual idea no es exactamente fiel a la intención del autor de Todos los días (Francisco Carreño, Casus Belli, 2022). Importa que esta lectura corra en paralelo a la interminable cordillera de estas páginas, dando lugar a algún tipo de encuentro. Para que eso ocurra antes hay que viajar, subir y bajar, escoger en una larga maraña. Lo peor de todo es que uno no deja en ningún momento de oír una áspera realidad, hilo secreto de sentido.
El libro de Carreño nos recuerda una vieja leyenda que, gracias la catarata de la información, mantenemos a raya, medio olvidada. Destituyendo al hombre para que acontezca lo real, la poesía es la verdad, la ciencia paradójica del ser único. La poesía trabaja el instante donde ocurren las cosas, con frecuencia, poco menos que imperceptibles bajo el estruendo del supuesto bienestar. De ahí su estatuto cultural tan equívoco. Por una parte, la poesía venerada por el corazón de las gentes y por la imaginería popular. Por otra, es condenada por las élites a las afueras de la ciudad, encerrándola en la jaula dorada de esas veladas íntimas que han de suceder un poco antes de la noche. ¿Para qué, para que el dormir reparador convierta esas revelaciones en un sueño que no pueda contaminar la industria del día?
El poeta se hace preguntas secretas, el filósofo también se hace preguntas secretas. Todo el mundo se las hace, con más o menos discreción, con mayor o menor disimulo. Por miserable que sea, no hay hombre que no sepa algo del dios de las preguntas sin testigo, sin respuesta.
Quiero aprender cada día a considerar como belleza lo que tienen las cosas de necesario. Desde la maravillosa -y poco frecuentada- frase de Nietzsche que abre este libro, el poeta lucha por no abandonar la profunda y ancestral noche que late en el día. Se esfuerza por no dejar el día a su suerte, al poder de una usura calculadora que nos quiere separar del peligro y el alma de lo vivido, de todo lo que es frágil, humilde y mortal. En este sentido, hay en Todos los días el imperativo moral de no dejar nada fuera del molde con el que encaramos el mundo. Ningún tedio sin dios, ningún anonimato sin su pequeña gloria.
El poeta no cede al hechizo del lenguaje refinado, al chantaje de la belleza de diseño
Es de suponer que a eso se refiere la inicial promesa de Carreño de "unir la muerte con una inesperada ceremonia de inauguración". El cansancio sube, el presente es incurable, pero este libro se resiste a una profundidad que no se reencuentre con la superficie, con una luz diurna jamás reconciliada con ninguna de sus imágenes oficiales.
"Al final de la tierra veremos, sin añoranza, el principio de la tierra". Para que esto ocurra, el poeta no se recrea en la facilidad de la queja, en un ámbito de experiencia triste y oscuro que no haya de volver a la crudeza sorda del día. Tal vez la repetición de imágenes de cierta antigua sabiduría está al servicio de un retorno. ¿A dónde? A un mundo donde la percepción sea posible todavía. De ahí que este libro tenga poco que ver con la obsesión, habitual entre los intelectuales, de buscar un refugio. Una tarea constante de Carreño parece ser no abandonar la comunidad más vulgar. Maravillosamente ordinaria, impolítica y sin ideología.
Como si nuestro ansiado bien solo consistiera -al fin- en la fatalidad del mal común por fin abrazado, apurado hasta las heces. Frente al político, que busca líneas de separación que nos permita realizar un particular nosotros, el poeta sigue resistiéndose a abandonar ninguna maleza, ninguna criatura, ningún demonio.
Poeta en infinita incertidumbre
En tal aspecto, Todos los días busca una épica que pueda con el estrés, que logre envolver la angustia de esta lucha neurótica. Que ya ni siquiera es por la supervivencia, sino por la visibilidad. Liberándonos del temor a ser vulnerables, un miedo económico continuamente inyectado, este libro nos llama a confiar en el poder del infierno que es vivir. Al menos, a escuchar el rumor del desierto que nos sigue. Como si el feroz planeta contemporáneo, tan atravesado de odios binarios, no hubiera en realidad perdido nada. Ningún peligro antiguo ha quedado atrás. Por tanto, tampoco ningún posible dios.
Estamos entonces ante el antiguo imperativo ético de lograr no tener nada importante contra nadie, como si nada humano nos fuera ajeno. Por eso el poeta no cede al hechizo del lenguaje refinado, al chantaje de la belleza de diseño. Busca una y otra vez que sus palabras vuelvan a la riada sucia del sentido. A la textura incierta de días compartidos, sin necesidad de ninguna conciencia que nos salve. El no saber es lo que nos une.
Lograr la cuadratura del círculo, la reconciliación del industrioso día moderno con el vértigo arcaico de las tinieblas. Basta con perseverar en nuestra inevitable necedad para encontrar un modo suficiente de sabiduría. Tal reconciliación es cualquier cosa menos fácil, estable o placentera. Por el contrario, nos obliga a estar el día entero en el gimnasio de la incertidumbre. En la medida en que busca lograr ser cualquiera, confundido en la común soledad, este libro no nos separa de la plebe, de la sabiduría de su barbarie sin remedio.
Qué bendición encontrar un hombre, una obra, que no busca más que regresar, reencontrando una tierra donde vivir, sentir y pensar sea lo mismo. Gracias por los dones, mañana no seremos lo mismo.
Mañana nos sentiremos libres de este temor, que todavía hoy podría pronunciar cualquiera: "Hubo un tiempo en que las personas nacían vivas para después ir muriendo lentamente. Ahora uno nace muerto y poco a poco tiene que volver a la vida".