Aprendí a caminar en un bar, y quizá por eso me liga a ellos un vínculo que echa raíces en la más tierna infancia. Eran otros tiempos, cuando la sobreprotección aún no había llegado y no era tan extraño ver a un pequeñajo corretear por la pista de baile y contonearse al ritmo de King África, Raúl o cualquiera de los referentes pop patrios de la época. España es un país de bares, y sin ellos la lista de espera de los psicólogos crecería ad infinitum. Incluso en el peor momento de la pandemia de coronavirus, allá en 2020, hubo locales que abrieron de manera clandestina. Si las bombas no fueron capaces de cerrarlos en plena Guerra Civil, un enemigo invisible y chino tampoco.
Uno elige su bar como el que elige al amor de su vida. Es el sitio donde pasará buena parte de su tiempo. A veces, en tareas tan nimias como ver La ruleta de la suerte o mirar a ese paisaje urbano que te sabes de memoria. Otras, estará inmerso en misiones de mayor trascendencia, como solucionar el país mientras saboreas un Ribera del Duero o mirar con mucha atención la pantalla de la tele para que Modric haga el pase preciso a Benzema y el Madrid pase de ronda en la Champions.
Uno elige su bar, sobre todo, por quien en él habita, es decir, por los camareros y la persona al frente. España es un país de bares familiares, un lugar donde las franquicias se extienden pero sigue habiendo un amplio porcentaje de locales de carácter familiar. Estos días el barrio está de luto porque ha cerrado para siempre el ‘Buggy Bar’, el último sitio que pisé antes del confinamiento de 2020 -“si nos confinan y nos pilla aquí no os preocupéis que hay reservas de sobra”, decía Pedro, el dueño- y el primero en cuanto se levantaron las restricciones.
Pedro, de casi 60 años, pelo gris y manos dignas de jugador de pelota vasca, se levantaba para abrir el bar cuando las calles no estaban todavía puestas. Antes incluso que Carlos Herrera, Alsina, Losantos y compañía dieran los buenos días. Es una hora en la que hay más gente volviendo a casa, procedente de otros bares, que saliendo de ella. La M-30 está prácticamente vacía. A esas horas parece que en cualquier momento va a sonar el aullido de un lobo.
Cuando Pedro cerraba el bar y volvía a casa ya era de noche otra vez. Era la hora en que las cadenas de televisión ponen un bucle infinito de anuncios de ‘La tienda en casa’ porque dan por hecho que un martes a las 2 de la madrugada no habrá nadie ante el aparato. La hora reservada para las pitonisas, los enfermos crónicos de insomnio o los frikis de la NBA que ponen el despertador para ver los Lakers de Lebron.
Y así Pedro pasaba un día y otro día, y otro día… Junto a él, su mujer Elena, que se encargaba del turno de mañana, y su hijo Juanpe, que se encargaba del turno de noche cuando salía de su otro trabajo. Stajanov, en comparación a esta familia, sería candidato a demandado por la Ley de vagos y maleantes.
El ‘Buggy Bar’, que bien podría haberse llamado ‘Casa Pedro’, era el remanso de paz que todos los que vivimos en esta sociedad frenopática necesitamos. Un sitio sencillo, sin grandes alharacas, que ofrecía todo lo que necesita una persona para lidiar con su carga diaria: buenas copas, comida rica y compañía agradable. Es más, el bar tenía psicólogo, y no, no es una metáfora. Uno de los camareros, Pablo, era graduado en Psicología, por lo que el servicio más completo no podía ser.
Entre aquellas cuatro paredes hemos hablado de cine, mujeres, muerte, salud, familia, fútbol, libros y, lo más importante, hemos despotricado e insultado a gente infame, una práctica muy terapéutica. Desde hace cuatro años, procuraba celebrar cada cumpleaños allí, y Pedro siempre era uno más en la foto de grupo. Allí ganó el Real Madrid la última Champions, y gritamos como locos cada victoria. En la vuelta de la semifinal contra el Manchester City, Pedro lanzó una de sus propias sillas al vacío con el segundo gol de Rodrygo. Aquel lugar era saber que por muy mal dadas que vinieran en el trabajo o en la vida tenías un sitio al que ir y donde todo fuera, más o menos, como siempre.
El día que Pedro me dijo que cerraba el bar lo hizo con una sonrisa de oreja a oreja mientras yo quedaba fulminado, como atravesado por las balas que acribillan a James Caan en El Padrino. “Desde este lado de la barra, la fiesta no se disfruta nada”, me dijo. Es una frase que nunca olvidaré. Pedro había conseguido vender el bar y su sentimiento era como el de un gladiador que consigue la libertad. Yo en cambio me sentía más como Sandra Bullock en Gravity, flotando y perdido en la nada sideral. “La gente hoy ya no tiene empatía”, aseveró Pedro, y a continuación compartió conmigo una larga lista de desagravios cometidos por la clientela habitual del bar, una lista de pecados del que yo también fui culpable, en alguna ocasión. Ese “¿me da tiempo a tomar otra copa?” a la 1 de la mañana, después de 18 horas de curro, que sentaba peor que un directo de Tyson.
Pedro estaba quemado, y como él, mucha gente que cierra su negocio porque se convierte en una prisión, en una condena perpetua, en la consecución infinita de días que no apetecen nada. Se tiende a ponderar el tema monetario cuando un local cierra, y no siempre es así, aunque cualquier hostelero les dirá que para pagar la luz casi hace falta pedir un crédito al banco. La hostelería es un negocio esclavo en el que pocas veces se mira de verdad al que está al otro lado de la barra porque bastante tenemos con ahogar nuestras frustraciones entre licor y humo.
Cada vez más bares
Pese a la inflación y la crisis económica, según los datos del Ayuntamiento de Madrid, este año han abierto 332 bares más en la capital. El censo de locales asciende a 22.364, según las cifras a mes de octubre. España es el país con más bares por habitante de la Unión Europea –uno por cada 170 personas-. Es más, comunidades como Castilla y León y Galicia (1 por 128 hab.) tienen más bares por habitante que países como Alemania (1 por 396 hab.).
Es un hecho que nuestra sociedad, inmersa en una constante crisis de ansiedad, demanda cada vez más lo que ofrece un bar. A su vez, cada vez hacen falta más camareros y es difícil encontrarlos porque al otro lado de la barra, “la fiesta no se disfruta nada”.
Con motivo de la publicación de su novela, Perro come perro, pregunté a Rubén Arranz si cree que sería posible volver a los tiempos de El hombre tranquilo, la película de John Ford, un canto a la vida sencilla, tranquila y rutinaria, lo opuesto al mundo Mad Max de nuestros días. Me respondió que no lo creía, que en una situación de tranquilidad el hombre terminaría por buscar la aventura. Creo que tiene razón, lo cual nos lleva a la conclusión de que los humanos somos seres inconformistas, y por tanto, idiotas.